
El próximo 25 de abril – aniversario de la revolución portuguesa – tendré el placer de presentar en “La Casa del Libro” de Barcelona un muy recomendable ensayo de la escritora y académica Carmen Domingo: “Cancelado. El nuevo Macartismo” (Ed. Círculo de Tiza). La fecha, inscrita en la memoria de una generación como un hito del combate por la libertad, no podía ser más oportuna para hablar de un libro que sale en defensa del pensamiento crítico y de la aspiración a la igualdad, banderas de la izquierda, frente al atropello que representa lo que se ha dado en llamar la “cultura de la cancelación”.
Esa tendencia, importada de los campus americanos, pretende imponer unos códigos de corrección política a contracorriente de la racionalidad, del conocimiento de la historia y del saber adquirido. Y todo en nombre de un imperativo supremo: “no ofender” los sentimientos de ciertos colectivos. Es lo que se conoce también como movimiento “woke”, una apelación que originalmente se refería a la vigilancia frente a las conductas racistas e injustas y que ha acabado designando el dictado de una minoría ilustrada. Una minoría con capacidad para definir pautas de obligado cumplimiento para todos, so pena de ostracismo, linchamiento en las redes sociales, persecución laboral e incluso violencia. En nombre de dicha “corrección” se derriban estatuas de personajes que vivieron hace siglos, desde Cristóbal Colón a Fray Bartolomé de las Casas, porque la conducta de su época choca con nuestros valores actuales; se reescriben clásicos de la literatura, desde Mark Twain a Agatha Christie o Enid Blyton, porque el lenguaje de su tiempo se antoja hoy machista o racista; se impone silencio e incluso se queman los libros de aquellos académicos que mantienen que la especie humana tiene dos sexos y nadie nace en un cuerpo equivocado – Juana Gallego, Amelia Valcárcel, José Errasti… -, pues, al parecer, evocar esa realidad biológica hiere la sensibilidad de las personas que dicen poseer una “identidad fluida”.
“Estamos ante el nacimiento de un nuevo sistema de opresión”, escribe Carmen Domingo. Tendemos hacia el pensamiento único. Pero, ¿quiénes son los “canceladores”? “Son mayoritariamente jóvenes, en un sentido amplio del término juventud. (…) Su tipología es múltiple y variada. Lo que existe como nexo de unión es una línea ideológica canceladora que se asocia a una izquierda posmoderna que ha pasado de preocuparse por la igualdad y las necesidades sociales – trabajo, sanidad, educación – a centrarse en las minorías. Unos censores situados en una atalaya desde la que se creen con la suficiente autoridad moral como para decidir quiénes son los buenos y quienes son los malos.”
Pero, ¿qué es lo que ha ocurrido en las filas de toda una parte de la izquierda? En pocos años, hemos pasado del “final de la Historia”, certificado por la apoteosis del capitalismo tras la caída del Muro de Berlín, a la incertidumbre ante un futuro que se vislumbra cargado de amenazas. Por el camino, la izquierda ha ido perdiendo pie sobre una clase trabajadora debilitada, que ya no estaba llamada a asaltar los cielos. Décadas de hegemonía neoliberal han modificado el semblante de las naciones postindustriales, legándonos unas sociedades líquidas, poco vertebradas y sujetas a la deidad del mercado. La izquierda no podía por menos que acusar esos cambios.
Resulta especialmente significativa la ruptura generacional que se ha producido en sus filas, afectando singularmente al espacio históricamente más radical, de matriz comunista. Bajo la globalización, toda una generación creció en un mundo que había desacreditado la perspectiva socialista. La crisis financiera de 2008 demostró que nadie estaba a salvo de las convulsiones del capitalismo. Pero la indignación surgida el 15-M en las plazas de nuestras ciudades contenía un amargo reproche: los progenitores de aquellos acampados habían fracasado por partida doble. Ni alcanzaron sus sueños juveniles, ni fueron capaces de asegurar el ascenso social de sus hijos. La idealización de una “nueva política”, así como los rasgos populistas que ésta adquirió, proceden en gran medida de tan desdeñoso balance. Con demasiadas frustraciones a sus espaldas, la vieja generación militante cedió el mando a un liderazgo proveniente de un “corte epistemológico” en relación a los anteriores combates emancipadores. Así fue cobrando preeminencia “una izquierda liberal políticamente correcta que, en palabras de Slavoj Zizek, predica la permisividad a todas las formas de identidad sexual y étnica; sin embargo, en su afán por garantizar esa tolerancia, necesita cada vez más reglas de cancelación y regulación que introducen constante ansiedad y tensión en este feliz universo permisivo.”
Una suerte de lucha de identidades, cada una de ellas en pugna con las demás para ser reconocida como la más oprimida – y por ende la más autorizada moralmente para imponer su dictado – ha reemplazado a la lucha de clases. Del mismo modo, “con la división se diluye la lucha feminista, porque no sabemos si es blanca o negra y entonces la lucha es distinta.” La exaltación de la diversidad ha sumergido el anhelo progresista de igualdad. “Lo que antes eran nexos potentes entre las personas ahora se han convertido en lazos provisionales y frágiles; lo que antes eran ideas políticas, ahora son sentimientos; lo que antes eran demandas sociales, ahora son exigencias individuales. Al final se ha creado un grupo social que solo piensa en el bienestar consumista y hedonista y en el que la dialéctica izquierda-derecha ha perdido sentido, pero que – inexplicablemente – se define a sí mismo como izquierda.”
Pero, en realidad, son el neoliberalismo y las grandes corporaciones, empezando por los gigantes tecnológicos y las industrias farmacéuticas, quienes sacan mayor partido de esa oleada canceladora. En lo inmediato, al crecer de modo exponencial el abanico de nuevas necesidades a proveer. Amazon, Google, Facebook y Cía. – y tras ellas cualquier firma deseosa de conquistar mayores cotas de mercado – se desviven por atender los deseos de la diversidad… mientras dan la espalda a las reivindicaciones sindicales de sus empleados. Pero también desde una perspectiva estratégica: para esa nueva vanguardia, ya no se trata tanto de transformar el orden social como de “performar” la realidad a través del lenguaje. Pero la vida siente horror del vacío. El espacio dejado por las viejas utopías tiende a llenarse con distopías. El transhumanismo, un delirio de las élites cuyo camino aparece empedrado de nuevas servidumbres para la mujer, está al acecho. La aceptación del deseo como fuente de derecho abre la puerta al sadismo social y a la despótica arbitrariedad de los más fuertes.
En lo inmediato, la cultura de la cancelación, en un crescendo de despropósitos, facilita el avance de la derecha radicalizada y de la extrema derecha, incrementando la tensión a la que se ven sometidas las democracias liberales. Marine Le Pen, Georgia Meloni – su manual está en curso de traducción al español– saben aparecer como adalides del sentir de una mayoría de la población, acuciada por las dificultades de su vida cotidiana y escéptica – cuando no irritada – ante los excéntricos mandatos de los nuevos censores. Mejor que nadie, la extrema derecha sabe convocar la rebelión de los agraviados y cabalgar con brío el corcel del populismo y el resentimiento. En la mochila del “sentido común” que dice querer restablecer se agolpan los más rancios prejuicios y la designación del “otro” – emigrantes, orientaciones sexuales discordantes con las viejas pautas patriarcales… – como chivo expiatorio de la ira social.
No estamos, pues, ante a una moda cultural inocua. El feminismo ha sido el primero en tomar conciencia del peligro, iniciando una durísima – y aún incomprendida – batalla ideológica. La izquierda, incluida aquella en la que prevalecen en mayor medida sus valores tradicionales, anda muy rezagada; vacila ante un zeitgeist arrebatador que domina las redes, transforma las universidades en centros de difusión del pensamiento único, condiciona a los poderes públicos, promueve leyes e induce comportamientos sociales. Sin embargo, la pelea es insoslayable. Tal como concluye Carmen Domingo, “no hay nada más importante que defender la libertad de expresión, de conciencia y el compromiso con la ciencia, frente a la imposición de dogmas posmodernos que casi acaban siendo religiosos. En definitiva, ¿queremos vivir en un mundo en el que las grandes corporaciones, con sus hordas censoras, nos impongan lo que debemos pensar, creer y decir? ¿O queremos que nos dejen razonar individualmente?”.
Lluís Rabell
19/04/2023