
(“El Triangle” y el “Club Còrtum” acaban de publicar “Federalisme fácil”, un interesante compendio de artículos de divulgación sobre la cultura, tradición y objetivos del federalismo. A lo largo de las páginas de este libro, las reconocidas plumas de José Luis Atienza, Victòria Camps, Jordi Font, Francesc Trillas, Josep Burgaya, Pedro López Provencio, Rosa Cullell, Maria Comín, Lidia Santos, Cesáreo Rodríguez Aguilera, Pablo González, Joan Ramon Villalbí, Carme Valls, Ferran Vallespinós, Erika Torregrossa, Miguel Pajares, Jaume Moreno y Maria Teixidor ponen en valor el pensamiento federal a través de los prismas de la economía, los servicios públicos, la organización territorial, la ecología y los distintos ámbitos de nuestra vida social. He aquí el artículo que amablemente me encargó el editor y que sirve de epílogo a esta obra coral).
Al escribir estas líneas, nos adentramos en lo que podríamos llamar “el otoño de todas las incertidumbres”. Hace apenas unos meses, cuando creíamos que, tras la pandemia, podríamos hacer frente a sus impactos en el marco de una reanudación general de la actividad económica – y tal vez con algunas lecciones aprendidas sobre la importancia de la cooperación y el inestimable valor de los servicios públicos -, he aquí que una guerra estalla en el Este de Europa. Una guerra que parece ir para largo, que tiene repercusiones mundiales y que se inserta en la vida de nuestras naciones, tensando las costuras de la UE. Una guerra que incluso proyecta sobre el mundo la amenaza de un desastre nuclear. El régimen autocrático de Putin, movido por sórdidas ambiciones de conquista, ha desatado un sangriento enfrentamiento en las llanuras de Ucrania. Pero, a su vez – y más allá de las líneas del frente -, es el proyecto europeo lo que está en disputa.
La pandemia, la crisis climática, y ahora la guerra, han puesto de relieve la fragilidad del entramado mundial forjado a lo largo de décadas de hegemonía neoliberal. Los cuellos de botella en el suministro de materias primas y productos manufacturados han mostrado cuán estrechas eran las interdependencias. Se ha puesto en marcha una dinámica inflacionista, con las derivadas del conflicto bélico en el mercado de la energía y los cereales. La realidad de una economía-mundo, carente de instancias de gobernanza democrática capaces de embridar el poder de las grandes corporaciones y el imperio de las finanzas, ha ensanchado las desigualdades sociales y ha agudizado desequilibrios por doquier. Las viejas soberanías nacionales se han visto desquiciadas y el miedo difuso a sufrir una “pérdida de identidad” ha empezado a ampararse de las clases medias, en declive en el seno de las antiguas metrópolis. Sin embargo, los Estados no han desaparecido. Al contrario. Como lo recordaba el filósofo marxista Daniel Bensaïd, en la época expansiva de la globalización, “el capital y las empresas se convierten en transnacionales, pero siguen adosándose a la potencia militar, monetaria y comercial de los Estados dominantes”. Así, pues, asistimos a la configuración de dos grandes bloques mundiales, liderados por un imperio declinante – Estados Unidos – y una potencia emergente – China – que se disputan la hegemonía mundial. En medio de tensiones crecientes, salpicadas de amenazas militares, los países son conminados a alinearse en una u otra zona de influencia. Más allá de los delirios imperiales del Kremlin y de la legítima resistencia de Kiev a la invasión rusa, la guerra de Ucrania se sitúa en el marco de esa gran confrontación geoestratégica. Y Europa se encuentra tomada en tenaza.
Cada vez más, las fortalezas de la construcción europea se identifican con la pulsión federalista de la UE. En sentido inverso, sus debilidades y grietas concuerdan con el déficit de ese impulso federal, contrariado por las inercias de los Estados-nación. Es cierto: Europa ha abordado de forma muy diferente estas últimas crisis a cómo encaró la recesión desatada en 2008 por el crack financiero de Wall Street. Entonces, los países del Sur tuvieron que encajar unas dolorosas políticas de austeridad, impuestas por los guardianes de la ortodoxia neoliberal. Alemania encabezaba a la sazón el club del rigor fiscal. Bonn se sentía cómodo con un euro que encorsetaba la concurrencia comercial dentro de la UE. La industria alemana era altamente competitiva gracias a unos salarios contenidos y al suministro de gas ruso, obtenido a buen precio. Sin embargo, la pandemia ha obligado a Europa a hacer frente a los nuevos desafíos con un talante muy distinto: esfuerzo financiero mancomunado, distribución coordinada de vacunas, respuesta conjunta a los impactos del confinamiento sobre la producción, necesidad de encarar en torno a una agenda compartida la transición energética, así como la digitalización de la economía… En una palabra: la pandemia hizo emerger la convicción de que ningún país, actuando por su cuenta, podría hacer frente con éxito a estos retos. La salida del túnel sólo vendría de una mayor integración europea a todos los niveles. El declive del Reino Unido al que está conduciendo el brexit así lo confirma.
Pero, a su vez, la guerra pone a la orden del día la posibilidad de que nos veamos empujados en dirección contraria. Las dificultades que sufre la población frente a una inflación desbocada reabren las heridas sociales – nunca cerradas – de la última recesión. Las persistentes desigualdades han alejado a las clases más desfavorecidas de la vida política y de unas instituciones representativas de las que poco o nada esperan. Las clases medias, en cuanto a ellas, sienten peligrar su estatus social. El vértigo de la incertidumbre las invade. El miedo a una “gran sustitución” y el temor a ver desvanecerse una “soberanía nacional” – irremediablemente socavada por la propia evolución del capitalismo -, expresan el desconcierto de estas franjas de la población. Desde Suecia a Italia, la extrema derecha formatea esa angustia, propulsándose al frente de las instituciones democráticas con el propósito de vaciarlas de contenido y de imprimir una deriva autoritaria a los Estados. Cada vez más, los viejos partidos conservadores se dejan arrastrar por esta dinámica perversa. Ante la perplejidad de unas izquierdas que todavía no han encontrado el norte en este nuevo escenario, saltan por doquier los distintos “cordones sanitarios” con que se pretendía aislar los discursos xenófobos y el social-nativismo. La tentación de un repliegue nacional pugna sordamente con la exigencia de un decidido impulso federal europeo. En este sentido, las vacilaciones de la Comisión Europea frente a las presiones corporativas de los gigantes energéticos o el recurso del BCE a recetas monetaristas, todo ello susceptible de acentuar las tendencias recesivas de la economía, puede tener asimismo un efecto disgregador. No obstante, la imperiosa necesidad de establecer cooperaciones – como, por ejemplo, para asegurar el suministro de gas a Alemania e Italia – actúa como un dique de contención. Voces como la de Antonio Costa Silva, ministro portugués de economía, que reivindica un mercado energético único, señalan la buena dirección. Pero nada está jugado de antemano.
La guerra de Putin es una guerra contra la construcción de una Europa solidaria y democrática. El delirio de un renovado imperio gran-ruso bajo el poder autocrático del Kremlin no puede convivir con un proyecto progresista. Putin espera que el malestar social y las privaciones hagan tambalearse a los gobiernos que apoyan a Ucrania. Pero se trata de mucho más que de un cálculo táctico, dictado por el curso de la contienda. El modelo que representa el régimen ruso conecta con la ideología nacional-populista y el horizonte de los movimientos de extrema derecha. El destino de las democracias liberales deviene inseparable de la suerte de Ucrania. Ambos dependen del camino que emprenda Europa ante la disyuntiva planteada. Si quiere hablar con voz propia en el mundo, si no quiere estar sometida a tutela americana – y, por tanto, a los vaivenes de la política exterior de Estados Unidos en su confrontación con el gigante asiático -, Europa deberá dar pasos mucho más decididos en su integración. Armonización fiscal y social, mercados regulados, federalización de las instancias comunitarias… Y también, por supuesto, un sistema autónomo de defensa. La agresión rusa ha dado nueva vida a la OTAN, empujando bajo su paraguas a los países que se han sentido más directamente amenazados por el Kremlin. No será nada fácil sobrepasar esta situación mientras dure la guerra. Sin embargo, la propia inestabilidad interna de Estados Unidos, que podría bascular de nuevo hacia un gobierno populista del estilo de Trump, aconseja que Europa cuente con su propio dispositivo militar y su propia capacidad de disuasión.
Horizonte federal. Como reto y esperanza. En Europa, para su progreso social y medioambiental. Pero igualmente para establecer unas relaciones justas y cooperativas con el resto del mundo, alejadas del pasado colonial. Y horizonte federal también para España. El “procés”, expresión de la más grave crisis territorial habida desde la transición, ha concluido en un fracaso. Pero ha dejado abiertas profundas heridas emocionales en el seno de la sociedad catalana, históricamente diversa y mestiza, así como un pozo de incomprensión entre Cataluña y el resto de España. No será fácil recomponer la maltrecha unidad de la sociedad, necesaria para afrontar las transformaciones que requiere el cambio de época. Un país ensimismado está condenado a la decadencia. Pero no es menos cierto que el conjunto de España necesita rebasar los límites de la arquitectura autonómica. La respuesta a la pandemia ha revelado el enorme potencial de cooperación que late en el seno de las administraciones públicas. La combinación de medidas, concertadas centralmente, y de aplicaciones de las mismas moduladas desde la proximidad, ha demostrado ser más eficiente que un modelo dirigista, supuestamente resolutivo, como el chino, alabado en su día por no pocos comentaristas. Los métodos federales pueden ser más lentos, pero tienen una mayor plasticidad y permiten captar las aristas y matices de las realidades complejas.
Pero, una vez más, el camino aún sigue por trazar y el futuro está en disputa. Las dificultades a las que se encuentra confrontada España hacen aflorar de nuevo pulsiones disgregadoras. Las autonomías, aptas para cooperar, se ven tentadas de competir entre sí e instalarse en el agravio comparativo. Así, asistimos hoy a una especie de subasta de rebajas de tributos autonómicos, en un intento de practicar un insensato dumping fiscal entre territorios. El gobierno de Andalucía es capaz de reclamar mil millones de ayudas suplementarias del Estado… al día siguiente de haber rebajado 900 millones en impuestos a los contribuyentes más acomodados. Pero sin tributos es imposible sufragar los servicios públicos, financiar inversiones, levantar infraestructuras. Y corresponde a las rentas y patrimonios más elevados proporcionar la mayor contribución al esfuerzo fiscal de la ciudadanía. El inicio de esta carrera irresponsable corresponde sin duda al gobierno de la Comunidad de Madrid, presidido por Isabel Díaz Ayuso, que añade al potente efecto de atracción de la capital unas políticas destinadas a configurar una suerte de paraíso fiscal, un refugio para ricos que no quieren pagar impuestos. He aquí una dinámica que tiene efectos disgregadores sobre el conjunto del país y provoca graves desequilibrios territoriales. El drenaje de talento y recursos hacia un centro macrocefálico agrava sin duda el fenómeno de la “España vaciada”. Todo lo contrario de lo que debería implementarse en estos momentos…
Vamos con retraso. Más que nunca, habría que movilizar las energías del país hacia un horizonte de transformación social y ecológica. Diseminar por el territorio los vectores de desarrollo, como ha empezado a hacerlo el gobierno de Pedro Sánchez con las sedes de las agencias de nueva creación. Rebasar el modelo radial de transportes y apostar decididamente por ejes económicos “naturales” y bien conectados con Europa, como es el caso del corredor mediterráneo. Una provechosa implementación de los fondos europeos requiere mayor colaboración entre comunidades, en lugar de competir unas con otras en torno a proyectos similares. La financiación adecuada de los entes autonómicos requiere un nuevo modelo, armónico, equilibrado y ampliamente consensuado. (Hoy por hoy, la disposición de fuerzas en el Congreso imposibilita discutir la excepcionalidad del modelo foral vasco y navarro. Pero algún día habrá que hablar de sus límites. Al cabo, una comunidad saca más provecho del desarrollo del entorno con el que se relaciona que del acaparamiento de recursos. Solidaridad significa también prosperidad compartida). Sin olvidar a los ayuntamientos, pariente pobre de las administraciones públicas. Y, sin embargo, aquella que resulta más cercana a la ciudadanía, aquella que a menudo debe asumir servicios que rebasan con creces las competencias municipales… Todo ello necesita espacios de encuentro y de concertación, de distribución del poder en los distintos niveles institucionales. Una coyuntura polarizada y crispada como la actual, así como la fragmentación del arco parlamentario tras la crisis del bipartidismo, impiden abordar una reforma federal de la Constitución. Sin embargo, sí podemos avanzar en la construcción de una cultura federal y en su difusión entre la ciudadanía como sentido común democrático. Se trataría de sacar rendimiento a los dispositivos que ya ofrece el propio sistema autonómico – que constituye, de hecho, un federalismo inacabado: conferencias de presidentes, comisiones bilaterales y sectoriales, convenios entre comunidades para compartir recursos o conjugar proyectos… También podríamos fortalecer la función de cámara representación territorial que corresponde al Senado, modificando acaso el sistema de designación de sus miembros o haciendo de cada comunidad autónoma una circunscripción electoral única. En una palabra: necesitaremos dosis ingentes de imaginación y voluntad política para salir adelante.
Sólo ese espíritu de racionalidad y fraternidad puede abrir caminos de salida al bloqueo que sufre Cataluña. Contrariamente al nacionalismo – que exalta las singularidades de un pueblo buscando en ellas una esencia sobrenatural o un destino histórico – y de manera no menos opuesta al centralismo español – que ignora la dolorosa memoria de las injusticias y desprecia la fuerza reparadora del reconocimiento -, el federalismo quiere abarcar la diversidad de lenguas, culturas y sentimientos de pertenencia que componen España; quiere hacer de todo ello una riqueza y un potencial compartidos, acomodando esta diversidad en el seno de unas instituciones funcionales y acogedoras. Hubo una España que no pudo ser, un anhelo de progreso aplastado por la violencia de la guerra y el triunfo del fascismo. Hubo también una Cataluña que buscaba su lugar en aquel sueño. Ambas pugnan aún por florecer en medio de las tensiones de nuestra democracia, inacabada y sacudida por las tormentas del siglo. Contribuir a ello es la noble ambición del federalismo.
Lluís Rabell
4/10/2022
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Horitzó federal
En escriure aquestes ratlles, ens endinsem en allò que ben bé podríem anomenar “la tardor de totes les incerteses”. Només fa uns mesos, quan crèiem que, després de la pandèmia, podríem fer front als seus impactes en el marc d’una represa general de l’activitat econòmica – i tal volta amb algunes lliçons apreses sobre la importància de la cooperació i l’inestimable valor dels serveis públics – vet aquí que una guerra esclata a l’Est d’Europa. Una guerra que sembla anar per llarg, que té repercussions mundials i que s’insereix profundament en la vida de les nostres nacions, tibant les costures de la UE. Una guerra que fins i tot fa planar sobre el món l’amenaça d’un desastre nuclear. El règim autocràtic de Putin, mogut per sòrdides ambicions de conquesta, ha desfermat un sagnant enfrontament a les planes d’Ucraïna. Però, de retruc i més enllà de les línies de front, és ben bé el projecte europeu el que està en disputa.
La pandèmia, la crisi climàtica, i ara la guerra, han posat de relleu la fragilitat de l’entramat mundial teixit al llarg de dècades d’hegemonia neoliberal. Els colls d’ampolla en el subministrament de matèries primeres i productes manufacturats han posat de relleu estretes interdependències, endegant una dinàmica inflacionista que s’ha vist agreujada les derivades del conflicte bèl·lic en els mercats energètics. La realitat d’una economia-món, mancada d’instàncies de govern democràtic capaces d’embridar el poder de les grans corporacions i l’imperi de les finances, ha eixamplat per tot arreu desigualtats socials i aguditzat desequilibris. Les velles sobiranies nacionals s’han vist trasbalsades i la por difusa d’una “pèrdua d’identitat” ha començat a emparar-se de les classes mitjanes en declivi en el si de les antigues metròpolis industrials. Tanmateix, els Estats no han desaparegut. Ben al contrari, com ho recordava el filòsof marxista Daniel Bensaïd en l’època expansiva de la globalització, “el capital i les empreses esdevenen transnacionals, però segueixen adossant-se a la potència militar, monetària i comercial dels Estats dominants”. Així, assistim a la configuració de dos grans blocs mundials, liderats per un imperi declinant – Estats Units – i una potència emergent – Xina – que es disputen l’hegemonia mundial. Enmig de tensions creixents, esquitxades d’amenaces militars, els països són comminats a arrenglerar-se en una o una altra zona d’influència. Més enllà dels deliris imperials del Kremlin i de la legítima resistència de Kiev a la invasió russa, la guerra d’Ucraïna se situa en el marc d’aquesta confrontació geo-estratègica. I Europa s’hi troba presa en tenalla.
Cada cop més, les fortaleses de la construcció europea s’identifiquen amb la pulsió federalista de la UE. I les seves febleses i esquerdes amb el dèficit d’aquest impuls federal, contrariat per les inèrcies dels Estats-nació. Europa ha abordat de manera ben diferent aquestes últimes crisis i la recessió desfermada el 2008 pel crac financer de Wall Street. Aleshores, els països del Sud hagueren d’encaixar unes doloroses polítiques d’austeritat, imposades pels guardians de l’ortodòxia neoliberal. Alemanya encapçalava el club del rigor fiscal. Bonn se sentia còmode amb un euro que encotillava les rivalitats dins la UE i la indústria alemanya esdevenia competitiva gràcies a uns salaris continguts i al gas rus, obtingut a bon preu. La pandèmia ha obligat Europa, però, a fer front als nous desafiaments amb un tarannà ben diferent: esforç financer mancomunat, distribució coordinada de vacunes, resposta conjunta de la UE als impactes del confinament sobre la producció, necessitat d’encarar una difícil transició energètica, així com la digitalització de l’economia… En un mot: la pandèmia va fer emergir la convicció que cap país, separadament, podria fer front amb èxit a aquests reptes. La sortida del túnel només vindria d’una major integració europea. Avui, el convuls declivi a què el brexit està conduint Gran Bretanya ho confirma.
Tanmateix, la guerra posa a l’orde del dia la possibilitat que ens veiem empesos en direcció contrària. Les dificultats que pateix la població davant d’una inflació desbocada reobren les ferides – mai tancades – de la recessió. Les desigualtats persistents han allunyat les classes més desafavorides de la vida política i d’unes institucions representatives de les quals ja no esperen res. Les classes mitjanes senten perillar el seu estatus. El vertigen de la incertesa les envaeix. La por d’una “gran substitució”, la temença de veure esvanir-se una “sobirania nacional” – ja irremeiablement soscavada per les transformacions del capitalisme -, expressen el desconcert d’aquestes franges socials i les fan entrar en ebullició política. Des de Suècia fins a Itàlia, l’extrema dreta dona forma a aquesta angoixa, i es propulsa al capdavant de les institucions democràtiques amb el propòsit de buidar-les de contingut i d’imprimir una deriva autoritària als Estats. Cada cop més, els vells partits conservadors es deixen arrossegar per aquesta dinàmica perversa. Davant la perplexitat d’unes esquerres que encara no han trobat el nord en aquest nou escenari, salten per tot arreu els “cordons sanitaris” que pretenien aïllar els discursos xenòfobs i el social-nativisme. La temptació d’un replegament nacional pugna sordament amb l’exigència d’un decidit impuls federal europeu. En aquest sentit, les vacil·lacions de la Comissió Europea davant les pressions corporatives dels gegants energètics o el recurs del Banc Central a receptes monetàries susceptibles d’accentuar les tendències recessives de l’economia, tenen un efecte disgregador. Malgrat tot, la necessitat d’establir cooperacions – a tall d’exemple, per al subministrament de gas a Alemanya o Itàlia – o d’accedir als fons europeus, actuen com a dics de contenció. Veus com la d’Antonio Costa Silva, ministre portuguès d’economia, que reivindica un mercat energètic únic, assenyalen la bona direcció. Però res no està jugat.
La guerra de Putin és una guerra contra la construcció d’una Europa solidària i democràtica. El seu deliri d’un renovat imperi gran-rus, sota el poder autocràtic del Kremlin, no pot conviure amb un projecte progressista. Putin espera que el malestar social i les privacions facin trontollar el governs que donen suport a Ucraïna. Però es tracta de molt més que un càlcul tàctic, dictat pel curs de la contesa militar. El model que representa el seu règim connecta plenament amb la ideologia nacional-populista de governs com el de Viktor Orbán i, en general, dels moviments d’extrema dreta. El destí de les democràcies liberals esdevé indestriable de la sort d’Ucraïna. Alhora, l’un i l’altra depenen de quin camí emprengui Europa davant la disjuntiva plantejada. Si vol parlar amb veu pròpia al món, si no vol estar sotmesa a tutela americana – i, per tant, als vaivens de la política exterior dels Estats Units en la seva confrontació estratègica amb el gegant asiàtic -, Europa ha de fer passes molt més decidides en la seva integració. Harmonització fiscal i social, mercats regulats, federalització de les instàncies comunitàries… i també, per descomptat, un sistema autònom de defensa. L’agressió russa ha donat nova vida a l’OTAN i empès sota el seu paraigües les nacions que s’han sentit més directament amenaçades pel Kremlin. No serà gens fàcil depassar aquesta situació mentre duri la guerra. Però, la pròpia inestabilitat interna d’Estats Units, que podria bascular de nou cap a un govern de l’estil de Trump, aconsella que Europa compti amb el seu propi dispositiu militar i la seva pròpia capacitat de dissuasió.
Horitzó federal. Com a repte i esperança. A Europa, per al seu progrés social i mediambiental, i per a unes relacions justes i cooperatives amb la resta del món, allunyades del passat colonial dels Estats. I horitzó federal també per a Espanya. El “procés”, expressió de la més greu crisi territorial des de la transició, ha conclòs amb un fracàs. Però ha deixat profundes ferides emocionals obertes dins d’una societat catalana diversa i mestissa, i un pou d’incomprensió entre Catalunya i la resta d’Espanya. No serà fàcil recompondre la malmesa unitat de la societat, necessària per afrontar les transformacions que requereix el canvi d’època. Un país emmirallat en si mateix està condemnat a la decadència. Però també és cert per al conjunt d’Espanya que cal depassar els límits de l’arquitectura autonòmica. La resposta a la pandèmia ha posat de relleu l’enorme potencial de cooperació que batega en el si de les administracions públiques. Al capdavall i malgrat l’esforç requerit, la combinació de mesures concertades centralment i d’aplicacions modulades des de la proximitat s’ha revelat més eficaç que un dirigisme d’aparença més operativa, com el xinès. Els mètodes federals poden ser més lents, però tenen una major plasticitat i permeten copsar les arestes i matisos de les realitats complexes.
Un cop més, però, el camí no està traçat d’antuvi. El futur és sempre una bifurcació. Les dificultats a què es troba confrontada Espanya fan que surin de nou pulsions disgregadores. Les autonomies, que han demostrat fortalesa cooperant, es veuen temptades de competir i d’instal·lar-se en el greuge comparatiu. Així, avui assistim a una mena de subhasta de baixada de tributs autonòmics, en un intent de practicar un dumping fiscal entre territoris. El govern d’Andalusia és capaç de reclamar mil milions d’ajudes suplementàries de l’Estat… l’endemà de rebaixar 900 milions d’euros als contribuents més acomodats. Sense impostos és impossible sufragar els serveis públics, ni finançar inversions o infraestructures. I correspon a les rendes i patrimonis més elevats fornir la major contribució a l’esforç fiscal. L’inici d’aquesta cursa irresponsable correspon al govern de la Comunitat de Madrid, presidit per Díaz Ayuso, que afegeix al potent efecte d’atracció de la capital unes polítiques destinades a fer-ne una mena de paradís fiscal, un refugi per a rics que no volen pagar impostos. Vet aquí una dinàmica que té efectes disgregadors sobre el conjunt del país i provoca greus desequilibris territorials. El drenatge de talent i recursos cap a un centre macro-cefàlic agreuja sens dubte el fenomen de “l’Espanya buidada”. Tot al contrari del que caldria implementar en aquests moments…
I ara caldria mobilitzar a fons les energies del país cap a un horitzó de transformació social i ecològica. Disseminar pel territori els vectors de desenvolupament, com ha començat a fer-ho el govern de Pedro Sánchez amb les seus de les agències de nova creació. Depassar el model radial de transports i apostar decididament per eixos econòmics “naturals” i connectats amb Europa, com ara el corredor mediterrani. La implementació profitosa dels fons europeus requereix més aviat col·laboració entre comunitats que no pas competició al voltant de projectes similars. El finançament adequat dels ens autonòmics requereix un nou model, harmònic i àmpliament consensuat. (Per bé que, ara com ara, els equilibris parlamentaris facin impossible qüestionar l’excepcionalitat del model foral basc i navarrès, algun dia caldrà parlar dels seus límits. A terme, un territori treu més profit del desenvolupament de l’entorn amb què es relaciona que de l’acaparament de recursos. La solidaritat és prosperitat compartida.) Sense oblidar els ajuntaments, el parent pobre de les administracions i, nogensmenys, aquella que resulta més propera a la ciutadania i que, sovint, ha d’assumir serveis que ultrapassen les competències municipals… I tot plegat necessita espais de trobada i concertació, de repartiment de poder als diferents nivells. Avui, una conjuntura polaritzada i la fragmentació de l’arc parlamentari no permeten abordar una reforma federal de la Constitució. Tanmateix, sí que podem avançar en la construcció d’una cultura federal i en la seva difusió entre la ciutadania com a sentit comú democràtic. Es tractaria de treure rendiment als dispositius que ja ofereix el propi sistema autonòmic – de fet, un federalisme inacabat: conferències de presidents, comissions bilaterals i sectorials, convenis entre comunitats per tal de compartir recursos o casar projectes… També podríem enfortir la vessant de cambra representació territorial del Senat, tal volta modificant el sistema d’elecció dels seus membres i fent de cada comunitat autònoma una circumscripció única. Ens caldran dosis ingents d’imaginació i voluntat política per tirar endavant.
Només aquest esperit de racionalitat i fraternitat pot obrir camins de sortida al bloqueig que pateix Catalunya. Contràriament al nacionalisme – que exalta les singularitats d’un poble, cercant-hi una essència sobrenatural o un destí històric – i de manera no menys oposada al centralisme espanyol – que menysté la dolorosa memòria de les injustícies i la força reparadora del reconeixement -, el federalisme vol abraçar la diversitat de llengües, cultures i sentiments de pertinença que componen Espanya; vol fer-ne una riquesa i un potencial compartits, acomodant aquesta diversitat en el si d’unes institucions funcionals i acollidores. Hi va haver una Espanya que no va poder ser, un somni de progrés esclafat per la violència de la guerra civil i el triomf del feixisme. Hi va haver també una Catalunya que cercava el seu propi lloc en aquell somni. Ambdues pugnen encara per florir enmig de les tensions de la nostra democràcia, inacabada i sacsejada pel les tempestes del segle. Contribuir a fer-ho possible és la noble ambició del federalisme.