
El primer aniversario de la guerra iniciada por Putin contra Ucrania está siendo la ocasión de múltiples análisis y comentarios sobre un conflicto que ha sacudido la escena mundial y precipitado nuevos alineamientos geoestratégicos. Es una guerra que, a miles de kilómetros de distancia, pesa sobre nuestra vida cotidiana y cuyo desenlace marcará el futuro de Europa… y mucho más allá. La efeméride ha dado pie también a toda una serie de manifestaciones por la paz. Una parte de la izquierda ha tenido presencia en ellas. Se han desempolvado las pancartas del “No a la guerra” que desfilaron por las calles de nuestras ciudades contra la aventura militar en Irak y han vuelto a sonar los viejos eslóganes sobre el desarme. Condena moral de la agresión rusa, petición de alto el fuego y de negociaciones, denuncia de los horrores de la guerra… En resumen: una retahíla de loables deseos, pero una mirada ingenua sobre el trasfondo de los acontecimientos que están ensangrentando el Este de Europa. Una parte de la izquierda – pero asimismo de los propios gobiernos que están apoyando a Ucrania – se muestran vacilantes, se resisten a admitir la radicalidad del dilema planteado por Putin a nuestras sociedades.
El escritor y cineasta Jonathan Littell se elevaba este 25 de febrero en las páginas del diario “Le Monde” contra las reticencias de los gobiernos occidentales a la hora de brindar a Ucrania todo el armamento que necesita para decantar la balanza de la contienda. En gran medida, nos dice, Putin prosigue una guerra en la que sólo ha cosechado fracasos porque Occidente no deja de enviarle mensajes diciéndole que, al cabo, podría ganarla. “Eso se debe ante todo a nuestro fondo de pusilanimidad, que este antiguo agente del KGB es capaz de olfatear infaliblemente bajo todas nuestras acciones, incluso fuertes, en favor de Ucrania”. Son las resistencias de Olaf Scholz a entregar unos tanques que, de haber llegado a tiempo, hubiesen podido modificar en beneficio de Kiev las líneas del frente en el Dombás. Son las reiteradas declaraciones de Emmanuel Macron, diciendo que “no hay que humillar a Rusia”. Es como si nuestros gobiernos enviasen este recado al amo del Kremlin: “Vladimir, a pesar de todo lo que nos has mostrado – acerca de las limitaciones de tus ejércitos -, seguimos teniendo miedo de ti. Tenemos miedo de tus misiles y de tus bombas nucleares. Y para probarte nuestra buena voluntad, continuaremos combatiendo contra ti con una mano atada a la espalda”. No es dudoso que Putin lea de este modo las lentitudes de una Unión Europea donde pesan aún los inputs de las relaciones comerciales anteriores de sus Estados miembros con Rusia y donde el régimen autocrático cuenta con las simpatías de la extrema derecha. Tampoco lo es que Putin vea en las manifestaciones pacifistas la expresión de la debilidad congénita de unas sociedades que considera decadentes e incapaces de soportar siquiera los rigores económicos derivados de una guerra lejana.
Pero, por cuanto se refiere a la izquierda europea, no sería exacto decir que hay una izquierda belicista y otra pacifista. Más bien tenemos una izquierda que, en su conjunto, tiene dificultades para definir una orientación propia, conforme a sus ideales y al futuro que imagina para Europa. Una orientación opuesta a los designios de la autocracia rusa, pero autónoma respecto a la política exterior americana – por mucho que la UE no tenga otra, en el incipiente estado actual de la defensa europea, que moverse en el marco de la OTAN. Pero no se trata de una controversia entre quienes rechazan la guerra y aquellos que se enardecen con su épica. La guerra representa, en toda circunstancia, un acto bárbaro. En su estela no hallaremos sino dolor y atrocidades. No. La verdadera cuestión es ésta: cuando nos declaran e imponen una guerra que no deseábamos, cuando la guerra deviene un hecho y una realidad insoslayable en la que estamos inmersos… no nos queda más remedio que tratar de librarla a nuestra manera, por nuestros propios objetivos. Unos objetivos políticos que probablemente difieran de los planes de “nuestro” Estado Mayor occidental y que, a cierto plazo, bifurcarán de mejor o peor manera.
En la izquierda todavía persiste la ilusión de que ésta es una guerra ajena, que sólo nos afecta de rebote. Por eso tienen tanto predicamento los llamamientos a una “diplomacia de precisión” o las ilusiones acerca de una posible “política de apaciguamiento”, intercambiando “paz por territorios”. (Un intercambio muy fácil de imaginar, decía estos días con amarga ironía Josep Borrell, Alto representante de la política exterior europea, “cuando hablamos de los territorios de otros”.) Quienes así se expresan deberían escuchar la voz de la oposición democrática rusa, conocedora de primera mano del régimen autocrático de Putin, alertándonos de que ninguna concesión territorial detendrá su ambición, del mismo modo que la entrega de la región de los Sudetes a Hitler no contuvo, sino que alimentó, el ardor guerrero nazi. “Ucrania no sólo lucha por sí misma – escriben Leonid Gozman, Lev Ponomarev y Gennady Gudkov -, sino por el mundo entero, por Occidente y por Rusia, cuya esperanza de renacer reside únicamente en la derrota militar y política de Putin. (…) Rusia saldrá de esta guerra en un estado económico, político y moral desastroso. Su desintegración en distintos Estados, acompañada de guerras sangrientas, parece un escenario probable. Sin el apoyo de los países occidentales a las fuerzas constructivas de Rusia o a los Estados que emerjan de sus escombros, una nueva dictadura, sin duda más temible aún, verá la luz, desencadenando tarde o temprano otra guerra a mayor escala. (…) En esta Rusia que hoy parece una tierra quemada, únicamente poblada por fascistas locos y un pueblo sumiso, viven en realidad millones de personas altamente cualificadas y que comparten la visión europea, aquellas y aquellos que aspiran a ver su país libre, abierto y en alianza con Occidente. En esta Rusia, hay decenas de miles de personas que han arriesgado su vida y su libertad para detener la guerra. Y están dispuestas a trabajar por un futuro mejor para su país”. (“Le Monde”, 25/02/2023).
La izquierda debería aspirar a una paz democrática, sin conquistas, anexiones, ni castigos colectivos. Una paz de reconstrucción y federación, en las antípodas de aquella “Paz de Versalles” que, tras la primera conflagración mundial, alumbró una guerra aún más espantosa. Y, atención, porque quizá sea el modelo de aquel tratado el que inspire en un momento dado los cálculos geoestratégicos y corporativos americanos. Siendo así, la izquierda europea debería consagrar menos tiempo a las lamentaciones pacifistas y más energías a tejer vínculos efectivos con la oposición rusa, con las corrientes feministas y progresistas que se rebelan contra el régimen y que se ven hoy sometidas a una implacable persecución policial. Y debería escuchar a esa oposición cuando reclama todo el apoyo necesario a las fuerzas ucranianas para derrotar a Putin. Una victoria posible, cuando menos, en términos de forzar la retirada rusa en el este del país. “Entendemos los temores en cuanto a la posible reacción de Putin. Es el tipo de persona capaz de desencadenar una guerra termonuclear. Pero, para evitarla, no cabe confiar en una sensatez que ya ha demostrado no tener, sino privarlo de la posibilidad de dar una orden tan descabellada. En caso de derrota, perderá el control de la situación, y las élites políticas y militares que hoy le obedecen rehusarán acompañarle en ese suicidio colectivo. Por el contrario, si la guerra se prolongase, las probabilidades de que se diera una orden fatal aumentarían”.
Lluís Rabell (26/02/2023)