Alcaldes y activistas

       La abrupta decisión de la alcaldesa Ada Colau de suspender el convenio que hermanaba Barcelona con Tel Aviv (y Gaza) está haciendo correr ríos de tinta. Más aún ha sido el caso en Israel, donde la ruptura ha causado un notable impacto emocional. Los símbolos son poderosos. Por parte de la alcaldesa, se argumenta, urgía enviar una señal fuerte de reprobación al Estado de Israel y a su agresiva política de ocupación y cuarteamiento de Cisjordania, así como mostrar la solidaridad de una ciudad amante de la paz hacia la maltratada población palestina.

            Desgraciadamente, con su apuesta, la alcaldesa ha sembrado confusión en lo primero y ha malogrado la proyección de Barcelona – y lo que se ha dado en llamar “la diplomacia de las ciudades” – en lo segundo. De entrada, el anuncio, destinado a generar titulares de prensa altisonantes, es falso: no hay “ruptura de relaciones con Israel”. Barcelona no es una ciudad-Estado de la Grecia clásica. Sólo los Estados establecen y rompen relaciones entre sí. Eso sólo son fuegos artificiales en torno a un tema cuya gravedad debiera alejarnos de vacuos postureos. Si lo que en realidad se pretende es mandar un recado al gobierno de Netanyahu, nada puede resultar más desenfocado en estos momentos que hacerlo a través de un desaire a Tel Aviv.

            La situación en Palestina es ciertamente dramática. El año pasado se saldó con centenares de muertos, a manos de los colonos o del ejército israelí, en los territorios ocupados. Por no hablar del ahogo permanente que padece Gaza. Este año, el conflicto arroja una media de una víctima al día. Y todo el mundo es consciente de que la irrupción en el gobierno de la extrema derecha religiosa, decidida a llevar hasta el final la reconquista de las “tierras bíblicas”, puede derivar en un auténtico baño de sangre. Palestina se sabe más sola que nunca. Los gobiernos árabes la han abandonado a su suerte. La Autoridad Nacional, presidida por Mahmud Abbas, está absolutamente desprestigiada. La nueva generación se siente atraída por la resistencia armada o sucumbe a la desesperación del terrorismo.

            Es verdad que esta situación no cae del cielo. La radicalización de todo conflicto favorece a las tendencias que lo expresan de modo más agudo. Fracasados los acuerdos de Oslo, era cuestión de tiempo que los herederos ideológicos del asesino de Isaac Rabin llegasen al gobierno de Israel. Los asentamientos coloniales no han parado de crecer. El ascenso de la extrema derecha más fanática, abiertamente racista y homófoba, resulta sin duda de una exacerbación de la pulsión colonialista en el seno de la compleja sociedad israelí. Hace años ya que la hegemonía laborista cedió el paso a una derecha sionista cada vez más dura. Pero, al mismo tiempo, esa deriva genera contradicciones explosivas en el seno de esa sociedad. La consagración, en 2018, de Israel como “Estado nación judío” – es decir, como una entidad de legitimidad étnico-religiosa -, no sólo relegaba la minoría árabe israelí a un estatus jurídico inferior, sino que colocaba una auténtica bomba de relojería bajo las instituciones formales de la democracia representativa en Israel. Ministros como Itamar Ben Gvir – “Poder Judío” – o Bezalel Smotrich – “Sionismo Religioso” -, aliados de un Likud radicalizado, coronan de algún modo esa imparable evolución. Y el relativo freno a sus desmanes que supondría un Tribunal Supremo independiente se torna insoportable para el ejecutivo. Con todo ello, una parte de la sociedad israelí ha comprendido que, bajo la égida de los partidos ultra-ortodoxos, la democracia política y las libertades civiles tal como las había conocido están en peligro. Tel Aviv ha sido, a lo largo de las últimas semanas, teatro de manifestaciones masivas contra el gobierno de NetanyahuRon Huldai, alcalde laborista de la ciudad, ha llegado incluso a denunciar la transformación de Israel en un Estado “teocrático fascista”. ¡Nada menos!

            Eso debería bastar para entender hasta qué punto resulta desacertado pretender castigar al gobierno israelí… dando la espalda a quienes se están movilizando contra él. No faltan, sin embargo, quienes repudian al conjunto de la sociedad israelí, arguyendo que esas protestas están muy lejos de representar una ruptura con el colonialismo sionista, raíz del problema, y sólo se elevan contra sus últimas derivadas iliberales. Sin duda es así en muchos casos. Pero no se puede ignorar el potencial de cambio que encierra ese choque entre la sociedad civil y el gobierno. Es comprensible que un activista como el médico y escritor Salah Jamal, que denuesta el intento de “blanquear a Tel Aviv”, no lo vea así, movido por una legítima indignación ante el calvario de Palestina. Algo más de finezza podrían mostrar Santiago Alba Rico – y algunos buenos amigos -, entusiasmados con la ruptura. El gusto por los juicios morales ha sustituido el análisis crítico de los acontecimientos en buena parte de la izquierda. Pero la conciencia de los pueblos no progresa siguiendo los grados escolares. Lo hace de manera desigual y abrupta, bajo el impacto de sus propias experiencias. El enfrentamiento entre los sectores pacifistas, democráticos y de izquierdas que se han echado a las calles de Tel Aviv y el nuevo gobierno de Netanyahu podría abrir paso a una decisiva evolución de las mentalidades. ¿Hasta qué punto se empieza a percibir que, al cabo, no habrá democracia en Israel si no hay justicia para Palestina? Imposible decirlo desde la lejanía. Pero algo parece fuera de duda: cualquier avance en ese sentido se inscribe en la brecha abierta desde Tel Aviv.

            Quizá la alcaldesa no tenga por qué adentrarse en ese razonamiento. No obstante, sí parece exigible que ejerza de alcaldesa y no de activista. En el ecosistema de la democracia cada actor debe cumplir con su papel. Es natural que asociaciones y entidades solidarias con Palestina demanden tomas de posición enérgicas por parte de las instituciones. Pero no es de recibo que la alcaldesa se agarre a la pancarta en lugar de recoger esas demandas desde la magistratura que ocupa, dándoles un recorrido transitable. ¿Cabe imaginar alguna iniciativa que responda a la emergencia actual y sea conforme al espíritu original del convenio? Un convenio, recordémoslo, a tres bandas. Lo que identifica a Barcelona, su tradición democrática y su vocación mediterránea, es la voluntad de contribuir a la paz, a una solución dialogada de los conflictos entre pueblos hermanos. Y ese espíritu, el del convenio, pasa por encima de otras consideraciones. Hoy por hoy, desde un punto de vista ideológico y cultural, el gobierno de la ciudad de Barcelona se parece mucho más al de Tel Aviv que al de Gaza, en manos de Hamas. Pero nuestro papel es favorecer los encuentros. Y Barcelona podría acoger algunos, útiles para la paz, por incierto que eso pueda parecer en la actual tesitura. No estaremos en condiciones de hacerlo, sin embargo, si rompemos esa tenue conexión que representa el convenio entre las tres ciudades. Gaza será la primera perjudicada.

Es aconsejable reconducir el tema cuanto antes. En cuestiones que afectan a la reputación y a la proyección de la ciudad, conviene buscar acuerdos mayoritarios. Hay que entender, además, que esa gestualidad que proyecta la imagen de una sociedad israelí reprobable en bloque no puede sino encender las pasiones. Y, por muchas precauciones retóricas que se tomen, dar pábulo a la reacción de quienes tildan de antisemita cualquier crítica al Estado de Israel. Los actos pesan más que las palabras. En Barcelona como en todo el mundo, la comunidad judía, incluidos los sectores que no se reconocen en el proyecto sionista o que repudian la política del gobierno de Israel, conservan fuertes lazos emocionales con su sociedad. Los mandatarios de una ciudad como la nuestra no deberían olvidarlo. Proceder por decreto en un tema tan delicado ha sido una alcaldada. Hacerlo a sabiendas de que el resto del consistorio desaprueba esa iniciativa, pone de manifiesto el carácter meramente propagandista de tal proceder. La democracia se fortalece en la tensión entre alcaldes y activistas, no en la confusión de sus respectivos roles. 

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