
Desde principios del 2020, las sucesivas predicciones sobre el curso de la economía mundial, apenas formuladas, han ido saltando por los aires, impelidas por catástrofes imprevistas. Entre las pocas certezas acerca de lo que nos espera, hay una que nadie discute: Europa estará en el ojo del huracán que se cierne sobre la economía-mundo. Como un relámpago que ilumina bruscamente el paisaje sumido en la oscuridad de la noche, la pandemia y la guerra de Putin han revelado el estado terminal de la globalización que hemos conocido durante los últimos cuarenta años. O, más exactamente, su mutación en otra forma de interdependencia, “regionalizada y balcanizada”, adaptada a las pulsiones proteccionistas de las naciones industriales y a las nuevas configuraciones geoestratégicas, escribe Alain Frachon en las páginas de “Le Monde” (6/01/2023). La globalización neoliberal contribuyó a crear enormes riquezas, “la distancia entre los países del Norte y los del Sur se redujo considerablemente; pero en el seno de cada uno de ellos surgieron enormes desigualdades”.
Los acontecimientos de los tres últimos años, sobre el telón de fondo de la crisis climática, han impactado sobre esa realidad, generando cuellos de botella en los suministros, encareciendo el precio de la energía y propiciando el retorno de la inflación… al tiempo que las tensiones sociales y la inestabilidad política se generalizaban por doquier. La confrontación entre Estados Unidos y China actúa como un irresistible factor de polarización. Y no hay contrapesos, mecanismos ni instituciones capaces de embridar esas tendencias. Ni Naciones Unidas, paralizada por los vetos de las grandes potencias, ni una Organización Mundial del Comercio (OMC), cuyo órgano de apelación lleva años bloqueado. Trump ahondó un proceso iniciado por Obama. Y Joe Biden no ha hecho sino certificarlo. “La dinámica de la globalización está rota – escribe Éric Albert, corresponsal en Londres del rotativo francés. La proporción del PIB mundial correspondiente al comercio internacional pasó de un 31% en 1975 al 43% en 1995, llegando a alcanzar el 61% en 2008. Desde entonces ha ido refluyendo ligeramente hasta situarse en un 57% en 2021”. Una curva que apunta a un declive de esos intercambios, ante el colapso de las reglas internacionales que prevalecieron durante la fase expansiva anterior.
Estados Unidos está marcando el ritmo del giro proteccionista. El Chips and Science Act, votado este último verano, somete a todas las empresas americanas de alta tecnología a una autorización administrativa sobre sus exportaciones. Se trata, por un lado, de impedir que China pueda hacerse con los componentes electrónicos más sofisticados, Por otro, impulsar la autonomía de la industria americana en materia de semiconductores, excesivamente dependiente hasta ahora de Taiwán. La propia lucha contra el cambio climático se ha convertido en una fuerza inductora del proteccionismo. La Inflation Reduction Act, promovida por Biden con un presupuesto de 369.000 millones de dólares, subvenciona a los fabricantes de baterías y de coches eléctricos… a condición de que sean producidos en Estados Unidos. Reindustrialización. La consigna empieza a generalizarse, anunciando cambios importantes en las cadenas de valor y una exacerbada competición. “Los Estados Unidos han dejado de creer en las reglas multilaterales, están convencidos de que nos adentramos en una nueva era de lucha entre grandes potencias”, estima Edward Alden, miembro del grupo de reflexión americano Council on Foreign Relations.
Como señalaba en un reciente artículo Thomas Piketty (“Repensar el proteccionismo”, 12/12/2022), Francia, subvencionando el coche eléctrico independientemente de su procedencia, aún permanece cautiva de un librecambismo que, más que nadie, parece haber calado en Europa. Y es justamente Europa quien más debería apresurarse en aterrizar sobre la nueva realidad mundial. El destino de su proyecto comunitario está en juego. La economía española está sorteando con relativo éxito la inflación – gracias al voluntarismo de medidas intervencionistas, como la limitación del precio del gas. Pero la amenaza de recesión pesa sobre el conjunto de la UE. Y ese mal es contagioso. La crisis energética ha revelado dependencias – como las del modelo industrial alemán, sostenido por los suministros rusos obtenidos a buen precio – y notables retrasos en el desarrollo de fuentes renovables. Además, si bien Europa tiene objetivos ambiciosos en materia de transición energética, “de momento, los miles de millones gastados para proteger a familias y empresas, advierte Marie Charrel, no están beneficiando a las energías renovables.” Sin olvidar el impacto de unos tipos de interés que el BCE mantiene al alza. El mayor peligro para la UE radica en la persistente disparidad entre las respectivas economías de sus Estados miembros. Las tensiones sociales derivadas de la inflación y el acoso de las fuerzas populistas pueden acentuar la búsqueda – ilusoria – de soluciones particulares, así como el desentendimiento de la guerra en Ucrania. Un conflicto cuyo desenlace, más allá de los cálculos estratégicos de las grandes potencias, pesará sobre el destino de las democracias liberales. Esas tensiones pueden incluso propiciar alineamientos distorsionadores del difícil proceso de armonización europea. Polonia o los países bálticos tienden poderosamente a orbitar en torno de la política exterior americana. Y, aunque la diplomacia y las alianzas militares obliguen a todas las cancillerías a poner buena cara, de Estados Unidos puede decirse lo mismo que en su día del imperio británico: Washington no tiene amigos, sólo intereses.
Los intereses de la democracia política, así como la defensa del Estado del bienestar – agrietado tras años de beata adoración del mercado – y de la justicia medioambiental pasan por el fortalecimiento de la soberanía europea. Objetivo que se confunde con el desarrollo federal de la UE, con todo lo que ello implica: desde la revisión de unos tratados de marcado sesgo librecambista hasta la adopción de políticas mancomunadas en todos los órdenes. Sin olvidar la credibilidad y transparencia de las instituciones, contra las que atentan sin duda los recientes escándalos de corrupción en Bruselas. Por lógico y sensato que ese camino parezca, no se andará espontáneamente. Poderosas fuerzas en la coyuntura mundial operan en sentido contrario. En el seno del gigante asiático se acumulan explosivas contradicciones (ver a continuación artículo sobre China), que anuncian un período de convulsiones y agudas luchas entre las clases. Ciertamente, la izquierda europea no se encuentra en su mejor momento para librar una batalla que le incumbe en primerísimo lugar. Pero no encontrará otro mejor. Ni otra pelea tan decisiva.
Lluís Rabell
7/01/2023
China correrá la misma suerte que la URSS
Di Guo y Chenggang Xu
El 20º congreso del Partico Comunista chino (PCC), que tuvo lugar entre el 16 y el 22 de octubre de 2022, confirmó el liderazgo del presidente Xi Jinping durante los próximos cinco años. Las instituciones fundamentales de China son de naturaleza totalitaria, reflejan el control del PCC sobre cada una de las facetas de la sociedad, incluida la economía. Las instituciones del partido-Estado fueron íntegramente copiadas a partir del modelo soviético, en 1949. Pero, si bien el totalitarismo soviético se hundió hace tres décadas bajo el peso de sus fracasos económicos, China parecía ser una excepción. Pero, ¿será una excepción duradera?
El “totalitarismo al estilo chino” combina un control férreamente centralizado de la política, de la ideología y de la población, con la descentralización de las cuestiones administrativas y económicas. Esa disposición facilitó la implantación de las reformas introducidas tras la muerte de Mao. Pero, desde que Xi accedió al poder, en 2012, China ha vuelto a caer bajo un control totalitario global, en particular por lo que respecta a un sector privado en plena expansión. Ese giro constituye una de las principales causas de la grave ralentización experimentada por la economía en 2022.
Gran parte del rápido crecimiento económico de la década de 1990 no era más que una recuperación, después de la devastación infringida desde finales de los años 1950 hasta 1970 por el Gran Salto Adelante y la Revolución Cultural. Tras la muerte de Mao, el PCC adquirió la convicción de que la clave de su supervivencia residía en el crecimiento. Los buenos resultados económicos a nivel regional se convirtieron en determinantes para la promoción de los burócratas locales del partido-Estado, lo que condujo a una competencia entre esos mandatarios regionales. Para ganar ventaja, algunos de ellos disimularon o apoyaron a empresas privadas, propiciando de este modo el rápido crecimiento de ese sector. El PCC modificó entonces la Constitución a fin de reconocer los derechos inherentes a la propiedad privada (2004). Se permitió, pues, la eclosión de un sector privado, de una sociedad civil rudimentaria y de órganos de prensa independientes – que conocieron un crecimiento fulgurante – a condición de que no se opusieran al monopolio político del PCC. El acceso de China a la Organización Mundial del Comercio (OMC), en 2001, propició una enorme afluencia de inversiones extranjeras, así como un aumento espectacular de las exportaciones – que se convirtieron, merced a la rápida expansión de dicho sector privado, en la fuerza motriz del crecimiento.
Inversiones ineficaces
Pero ese régimen económico se basó en un endeudamiento masivo para impulsar el desarrollo de las infraestructuras. Sin embargo, la mayoría de las inversiones efectuadas se revelaron ineficaces. Y China entró en un círculo vicioso, con un efecto de palanca sobredimensionado y sobrecapacidad.
Por otro lado, el monopolio del Estado sobre la propiedad del suelo ha derivado en graves problemas en el sector inmobiliario (que representa, aproximadamente, un tercio del producto interior bruto, PIB). La privatización del mercado inmobiliario, emprendida en 1998, sirvió en realidad para convertir el suelo nacionalizado en ingreso presupuestario para el partido-Estado a nivel local. La principal reforma consistió en hacer de cada gobierno local el único propietario de suelo en su jurisdicción.
Pero, para maximizar sus ganancias financieras, las administraciones locales hicieron todo lo posible para reducir la oferta. Como consecuencia de ello, el mercado inmobiliario chino es, en relación la renta media por habitante, uno de los más caros del mundo. Esa burbuja, creada de modo intencionado, está a punto de estallar. Además, el monopolio estatal sobre las operaciones bancarias ha desestabilizado el sistema financiero. Utilizando la titularidad del suelo como garantía, los gobiernos locales han contratado ingentes préstamos con los bancos estatales, llevando la ratio de la deuda nacional en relación al PIB al 300% durante el primer trimestre de 2019.
Peor todavía: la mayoría de las deudas en China la constituyen préstamos hipotecarios que utilizan como garantía el suelo y otras hipotecas. En un momento en que la actividad se ralentiza, esas hipotecas devaluadas empiezan a pesar sobre el conjunto de la economía, lo que probablemente desencadenará crisis financieras y presupuestarias.
Desigualdad de rentas
La debilidad de la demanda interna agrava todos esos problemas. Hasta ahora, China pudo reemplazarla por los ingresos generados merced a las exportaciones. Pero, ahora, cuando se deterioran las relaciones con las economías avanzadas, no puede seguir contando del mismo modo con ellas. La proporción del PIB correspondiente al consumo privado sigue siendo una de las más bajas del mundo (un 38’5% en 2021 frente a un 70% en Estados Unidos y un 56% en Japón). Esta debilidad se explica por el hecho de que el crecimiento de los rentas familiares ha sido inferior al incremento del PIB a lo largo de décadas, pues el Estado ha ido acaparando una parte demasiado grande de esos ingresos a través de agencias y monopolios. Otra causa reside en la fuerte desigualdad entre las rentas: un gran número de hogares – en particular, rurales – vive en una absoluta pobreza. En 2020, el antiguo primer ministro Li Keqiang reconoció que aproximadamente unos 600 millones de chinos disponían de una renta mensual de alrededor de 1000 yuan (140 euros). De hecho, 500 millones de chinos ganan menos que eso, incluso mucho menos.
Pero el mayor desafío que hoy se plantea a la economía china tiene que ver con la nueva estrategia adoptada por el PCC para asegurar su supervivencia. El desarrollo económico ha sido suplantado por un objetivo de estabilidad política y de prevención de revoluciones prooccidentales. Aunque los rasgos de pluralismo sean limitados (empresas privadas, organismos de la sociedad civil, medios de comunicación independientes), los dirigentes temen siempre que ese estrecho espacio se convierta en la plataforma de una rebelión. Los empresarios de más alto nivel del sector privado han sido objeto de purgas y las principales compañías independientes de la economía digital suprimidas.
Tras el 20º congreso, está claro que el poder totalitario se reforzará. Las empresas públicas y los burócratas del partido-Estado empujarán hacia la salida a empresas y mercados privados. Dado que China carece de un poder judicial independiente, susceptible de confirmar los derechos de propiedad privada reconocidos por la Constitución, la magistratura tiende a proteger a las empresas estatales y a los capitales controlados por el partido, y favorece las expropiaciones de particulares a manos del partido-Estado. Para el mundo de los negocios, eso significa que en China los contratos no son ejecutables, ni previsibles.
En los años 1950, una de las consignas más famosas del PCC era: “El presente de la Unión Soviética es nuestro futuro”. Quizá ese futuro haya llegado. El PCC está a punto de convertir la China de hoy en la URSS de ayer. Aparentemente, los dirigentes del partido no se dan cuenta de que los mismos problemas que hundieron ayer a la economía soviética amenazan hoy con hundir a China.
Di Guo y Chenggang Xu (Conferenciantes en la Brunel Business School de Reino Unido). “Le Monde”, 6/01/2023. Traducción: Lluís Rabell