
El adiós a los escenarios de Joan Manuel Serrat ha hecho correr ríos de tinta y desatado un vendaval de emociones. Probablemente se haya dicho todo ya acerca de su prolífica obra y de su trayectoria artística. Y también acerca de un compromiso con las causas democráticas que jamás se desmintió. Permítaseme la licencia de añadir que, para quienes somos de su “quinta” – o poco nos falta -, Serrat ha sido y seguirá siendo un chaval de nuestros barrios, de esa Barcelona que hoy se envuelve en “mil perfumes y mil colores”, pero cuyo corazón palpitaba entonces, sobrecogido, bajo un cielo plomizo de derrota. En los exiguos pisos donde nacimos, en la Barceloneta, el Raval o el Poble-sec, había gallineros en la galería, adosados a retretes de fortuna. Coplas y boleros mecieron nuestra infancia. Y en nuestras cabezas todavía resuena aquella sintonía con la que arrancaba el “consultorio femenino y de belleza de doña Elena Francis”, donde la voz bien timbrada de Maruja Fernández circunvenía a “una desdichada” o a “una que no sabía qué hacer”, si por ventura esas jovencitas se habían entregado a un mozalbete que. al cabo, resultó “no ser un muchacho de todas prendas”. Eran tiempos “de estraperlo y tranvías”, de sueños forjados en la calle y en las sesiones dobles de los sábados por la tarde, con NO-DO incluido. Nuestros mayores hablaban en voz baja de la guerra… o callaban. Sólo la mítica delantera azulgrana nos brindaba de vez en cuando la ocasión de manifestar cierto júbilo colectivo, con aroma de desafío hacia el régimen. Esos tiempos, antes que buenos o malos, fueron, efectivamente, los nuestros. Serrat ha puesto música y palabras a los anhelos que tienen sus raíces en esos lugares y en esas vivencias compartidas. Por eso, nosotros, los huérfanos de aquel país y de aquella Barcelona retratada en blanco y negro, no podemos por menos que seguir viéndole como a uno de la pandilla, el guaperas que encandilaba a las chicas con su guitarra. Alguien a quien le han ido bien las cosas en la vida, pero que siempre vuelve a casa. Porque, en el fondo, nos echa de menos.
Pero debemos hacer un esfuerzo de contención. La lágrima fácil no forma parte de nuestra tosca educación sentimental. Como decía Georges Brassens, exhibir a plena luz del día el corazón puede resultar tan impúdico como enseñar el culo. Las despedidas son momentos propicios para las fotos. Y cuando alguien alcanza la notoriedad y el reconocimiento que envuelven a Serrat, es inevitable que muchos quieran apropiarse de su figura. No creo que, sin embargo, que “el noi” vaya a molestarse si decimos que las gentes de tradición federalista nos sentimos identificados con muchos de los gestos, actitudes y compromisos públicos que han definido la trayectoria vital del cantautor. Porque rezuman amor por la libertad y un profundo respeto por las distintas culturas, lenguas y arraigos. Y porque han estado siempre teñidos de fraternidad. Joan Manuel Serrat defendió y promovió como pocos lo han hecho una lengua largamente maltratada cuando más necesario era hacerlo. Llevó la dulce sonoridad mediterránea del catalán a todos los rincones de España y de América latina. Y logró que su acento se antojase a todos, más que un descubrimiento, un reencuentro. Del mismo modo que, “desde el abismo del idioma” de Cervantes, hizo vibrar los versos de Antonio Machado, Miguel Hernández, Mario Benedetti o León Felipe.
No es de extrañar que Serrat haya concitado, a una y otra orilla del Ebro. la animadversión de los nacionalismos. La de quienes imaginan una España uniformizada y la de aquellos que invocan una Catalunya de esencias herderianas que nunca existió. En la obra de Serrat las lenguas no se dan la espalda, no se ignoran. Se miran, fascinadas. Cada una contiene un inmenso legado de humanidad y la poesía habita en todas ellas. Reconozcámoslo. algunos fuimos muy afortunados en nuestra infancia. De un modo natural, las dos lenguas se sentaban con nosotros a la mesa cada día en el comedor familiar. Se cruzaban allí el respeto del emigrante que había venido a ganarse el pan… y el espíritu abierto, lleno de curiosidad hacia lo nuevo, muy propio del halo libertario que había envuelto la juventud de los abuelos maternos. Reivindicar el legado de esa confluencia tiene en estos momentos muy poco de nostálgico y mucho de apuesta militante. La desazón y la incertidumbre que pesan sobre un mundo donde soplan de nuevo vientos de guerra propician, aquí y allá, reacciones populistas, autoritarias e intolerantes. La ilusión de resguardarnos de la tempestad retornando a la tribu. Ahí está el Brexit. Ahí estuvieron el “procés” y el “a por ellos”. Y ahí siguen todavía, como brasas crepitando bajo las cenizas del fracaso, esperando el soplo vivificador de un nuevo agravio.
A través de su labor artística y de su propia vivencia, Serrat nos recuerda que “España forma parte de Catalunya” y que Catalunya, con su singularidad y su idiosincrasia, puede ser reconocida y amada en España. Si la historia de España ha sido la más triste de todas las historias – y para la generación que nos precedió “terminó mal”, como escribía Jaime Gil de Biedma -, este país debe ser capaz de expulsar un día a sus demonios. Y sin duda contribuirá al exorcismo democrático esa Catalunya orgullosamente mestiza que, a su manera, sin pretensiones de profeta, ha encarnado Serrat: la Catalunya laboriosa que de nada reniega, ni renuncia a ninguna herencia cultural; la que aprendió de labios de Joan Salvat-Papasseit que “nada es mezquino”. Cada época tiene sus canciones. Pero sólo algunos tipos – con quienes tenemos, en el mejor sentido de la palabra, “algo personal” – son capaces de escribir unas cuantas que se nos prenden para siempre en el alma, que nos hacen mirar hacia atrás sin amargura y nos invitan a soñar con un mañana digno de ser vivido. Habrá que agradecérselo a ese bardo arrabalero que nos birlaba las novias.
Lluís Rabell
3/01/2023
Com sempre, genial Lluís Rabell
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Entusiaste de tot. 75 anys,criat al Poble Sec. Ok per tot.
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