
No fue tanto como resultado de un balance de las políticas de rigor fiscal que imperaron durante la gran recesión, sino impelida por la fuerza de las cosas, como Europa encaró los desafíos planteados por la pandemia con una estrategia mancomunada, de sesgo federal. Hoy, los reajustes geoestratégicos en marcha y la guerra de Ucrania – una guerra en suelo europeo y con el propio proceso de construcción de la UE entre los objetivos a batir por parte de Putin – plantean dilemas todavía más acuciantes. Por más que algunos nostálgicos del poderío de las antiguas metrópolis se resistan a verlo, lo cierto es que el PIB de ningún Estado europeo, tomado por separado, pesa demasiado ya en la economía-mundo. Durante las pasadas décadas de globalización neoliberal, los principales gobiernos europeos, conservadores o socialdemócratas, creyeron que Europa podía vivir al amparo del paraguas militar americano, importando a buen precio gas y petróleo del Este y deslocalizando en gran medida la producción industrial. Pero, he aquí que “la fábrica del mundo” china se ha convertido en un gigante tecnológico y financiero, dispuesto a disputar su hegemonía a Estados Unidos, la gran potencia vencedora de la “guerra fría”. Xi Jinping se codea incluso con las monarquías petroleras del Golfo. Aún con los misiles rusos cayendo sobre Odessa y Kiev, el verdadero centro de gravedad de las tensiones mundiales se desplaza al Pacífico. La protección de la OTAN, que alguien ha definido como una suerte de alianza militar entre la UE y el Partido Demócrata americano, se intuye incierta, al albur del mandatario que ocupe la Casa Blanca. Más aún: las fricciones comerciales entre Europa y Estados Unidos, que inyecta fuertes subvenciones a su industria y saca partido de la dependencia energética del viejo continente, demuestran que el “America first” no era una monomanía trumpista, sino una constante estratégica, dictada por los intereses expansivos de las grandes corporaciones del otro lado del Atlántico.
Europa toma bruscamente conciencia de sus debilidades. Y éstas tienen que ver ante todo con su fragmentación, con un proceso histórico de integración inconcluso, que se halla ante la disyuntiva de una aceleración… o de un retroceso de impredecibles consecuencias. La guerra en las planicies del Este ha puesto indirectamente el foco sobre lo reducido de los ejércitos europeos. España, Francia y Alemania acaban de cerrar un acuerdo industrial para la producción de un nuevo avión de combate europeo. Pero estamos lejos aún de un dispositivo conjunto autónomo de defensa, con capacidad disuasoria, que diese credibilidad a la voz de UE en la arena internacional y emancipase la seguridad europea de la tutela del amigo americano. Sólo un esfuerzo mancomunado y coordinado puede evitar el dislate de una carrera armamentística de los Estados, una fuga hacia adelante que desequilibraría sus presupuestos nacionales en detrimento de las urgencias sociales, medioambientales y de investigación. Pero la necesidad de un avance federal se hace sentir ya en todos los dominios. La transición energética tampoco puede ser abordada por separado. Los fondos Next generation, que pretenden incentivarla, representan una clara apuesta por un esfuerzo mutualizado. Sin embargo, las tiranteces entre las distintas inercias nacionales no han tardado en aparecer. Francia quisiera revitalizar su apuesta nuclear, mientras que Alemania – que levantó su preeminencia industrial merced al suministro ruso – aún sueña con un final del conflicto en Ucrania que permita a Berlín volver a hacer negocios con Rusia. Un proyecto como el corredor del Mediterráneo ve su esperada conexión con el granero de Europa cuestionada por la voluntad de establecer un eje hanseático alternativo. La construcción europea sigue siendo una ambición en disputa.
Pero, ¿acaso hay otro camino progresista? Si esa construcción no envuelve los anhelos de justicia social y progreso de la ciudadanía, es la propia arquitectura de las democracias liberales la que estará en peligro ante los embates del populismo y la ensoñación de un repliegue nacional que, supuestamente, protegería a los pueblos de las inclemencias del mundo. Más allá de las dimensiones que pueda revestir, el complot golpista desarticulado estos días en la República Federal alemana nos advierte de que la atmósfera está cargada de electricidad. El avance de la extrema derecha, que agita el temor irracional de un “gran reemplazo” y llama a una guerra de pobres contra pobres, no será contenido sin una política migratoria comunitaria. Para mantener su capacidad productiva y su Estado del bienestar, Europa necesitará acoger unos sesenta millones de inmigrantes en las próximas décadas. Es necesario, pues, encarar ordenadamente esos flujos, de un modo seguro y respetuoso con los derechos humanos. El drama de los boat people en el Mediterráneo o la sangre vertida en la valla de Melilla interpelan a nuestra conciencia humanista. Europa no puede encerrarse en sí misma sin condenarse al declive, ni sus Estados fronterizos – como España – convertirse en una muralla donde se estrellen la vida y los sueños de los desheredados.
Sería prolijo enumerar aquí todos los ámbitos en los que Europa necesita avanzar hacia su federalización. Dos artículos, recientemente publicados en el rotativo francés “Le Monde”, ayudan a entender hasta qué punto los pasos a dar son concretos y no admiten demora. El primero da cuenta de la superación de los tratados de corte neoliberal inaugurados en Maastricht y la exigencia de una ambición presupuestaria compartida. El segundo subraya la necesidad de una respuesta económica europea a la crisis inflacionista, distinta de la seguida por Estados Unidos e Inglaterra. Elementos de reflexión. La izquierda, en dificultad en todos los países, no podrá recomponerse sin abordar en profundidad – y con todas sus implicaciones – la perspectiva federal europea.
Lluís Rabell
10/12/2022
Hacia un federalismo presupuestario
Xavier Ragot (“Le Monde”, 4-5/12/2022)
El marco de Maastricht y sus criterios económicos uniformes han quedado superados y la política económica europea está en cuestión. La Comisión de Bruselas ha presentado, el 9 de noviembre, un proyecto de modificación del marco presupuestario que constituye una evolución importante. No es un debate entre expertos: se trata del inicio de un cambio de paradigma de la política económica que podría, si ese cambio es bien concebido, imprimir un nuevo rumbo en la buena dirección al proyecto europeo.
La importancia de una política presupuestaria para reducir el paro y estabilizar la actividad económica se ha convertido en objeto de consenso, tras la crítica de las políticas de austeridad entre 2011 y 2015. Las políticas de “cueste lo que cueste”, desarrolladas durante la crisis del Covid-19, han permitido una transferencia de ingresos a familias y empresas. El actual escudo tarifario supone una utilización de la política presupuestaria para reducir la factura energética de los hogares y las empresas. Asistimos a un retorno de la política presupuestaria para estabilizar los ciclos económicos, pero también para realizar las inversiones necesarias a la transición energética.
El marco europeo de los tratados ya no se adapta a estas nuevas orientaciones y genera fuertes tensiones. La divergencia entre las distintas deudas públicas da lugar a una heterogeneidad de los medios de que disponen los Estados para responder a cada ciclo económico e invertir a largo plazo. En 2021, la deuda pública alemana representaba el 70% del producto interior bruto del país (PIB), la deuda francesa era del orden del 110% y la italiana rondaba el 150%. Esas diferencias, enormes, procuran palancas muy distintas a los Estados. Durante la crisis sanitaria, esa diferencia se vio en parte compensada por el plan de endeudamiento europeo Next Generation EU, de un montante de 750.000 millones de euros, que ha supuesto importantes transferencias, en particular hacia Italia: no hay que olvidar esa demostración de solidaridad.
La ilusión de la regla se disipa
La crisis energética renueva el desafío. Alemania dispone de los medios necesarios para sostener la actividad de sus empresas a través de un plan masivo de 200.000 millones, mientras que Italia no dispone de recursos para brindar semejante apoyo a las suyas. Por supuesto, es legítimo que Alemania ayude a su economía con sus propios medios, y su bajo nivel de endeudamiento le resulta muy útil para hacerlo. Sin embargo, las diferencias de inversión y de actividad contribuirán a reforzar la divergencia estructural de la Unión: el PIB por habitante italiano no ha aumentado desde hace veinte años, mientras que el de Alemania ha progresado un cuarto.
¿Cómo coordinar las políticas presupuestarias de manera sostenible dentro de una unión monetaria en la que las deudas divergen? La Comisión propone, en su proyecto de nuevo marco presupuestario, sustituir el criterio de convergencia uniforme del 60% de deuda sobre el PIB por un criterio diferenciado por países, teniendo en cuenta la coyuntura y la sostenibilidad de las deudas públicas. De hecho, y es una buena cosa, salimos de una coordinación en base a reglas uniformes para ir hacia una apreciación más económica, facilitando una mejor utilización del espacio presupuestario nacional.
Así pues, sería una institución, en este caso la Comisión Europea, quien dispondría de un margen de interpretación importante para tener en cuenta la complejidad de las situaciones en los distintos países. No obstante, habrá que determinar un proceso democrático para la definición de los objetivos nacionales de endeudamiento, a fin de que no sean fruto de un debate de expertos sino de opciones políticas. Un objetivo de deuda sostenible resulta, en efecto, de los impuestos y del gasto público que los contribuyentes estiman legítimo pagar y ser beneficiarios. Por ejemplo: ¿cuál debería ser el nivel de la deuda pública de Francia, y la evolución necesaria de su fiscalidad a cinco años vista, con la información de la que hoy disponemos acerca de las consecuencias de la guerra de Ucrania y sobre la inversión requerida para la transición energética?
Los propios Parlamentos nacionales deberían definir las nociones de sostenibilidad y los objetivos de endeudamiento, con la contribución de los dos Altos Consejos de finanzas públicas y de estabilidad financiera. Jean-Paul Fitoussi se ha esforzado en demostrar que la coordinación por medio de reglas uniformes resultaba económicamente desestabilizadora y políticamente perjudicial, porque las necesarias decisiones políticas. La ilusión de la regla se disipa. Asistimos a la lenta constitución de un federalismo presupuestario europeo, hoy posible gracias a una comprensión compartida de los desafíos económicos y políticos a la cual Jean-Paul Fitoussi ha contribuido de manera esencial.
(Xavier Ragot es director de investigación en el CNRS, profesor de economía en Sciences Po y presidente del Observatorio francés de coyunturas económicas)
¿Una economía de guerra para Europa?
Patrick Artus (“Le Monde”, 4-5/12/2022)
Estados Unidos no considera en absoluto que se encuentre en economía de guerra. Al contrario, ha desplegado una política económica de austeridad más bien tradicional; el déficit público ha disminuido en 8 puntos entre 2022 y 2021, pasando del 12% al 4% del PIB, y no aumentará en 2023; la Reserva Federal incrementará sus tipos de interés por lo menos hasta el 5% – y más todavía si fuese necesario – para quebrar la curva inflacionista; a lo largo de 2022, la cotización del dólar en relación al euro ha subido un 15%.
La política económica americana prioriza, pues, la lucha contra la inflación, probablemente al precio de un incremento del paro: se considera que el nivel de desempleo deberá superar la tasa de paro estructural para que la inflación subyacente retroceda; es decir, pasará del 3’5% a cuando menos un 5% antes de que se pueda atenuar la política monetaria, a medida que progrese la desinflación. El punto crucial de esta política consiste en que, dado que tanto la línea presupuestaria como la monetaria son restrictivas, los tipos de interés no necesitarían subir considerablemente. En el Reino Unido, el gobierno de Rishi Sunak acaba de decidir igualmente, tras las vacilaciones de su predecesora Liz Truss, aplicar una política presupuestaria y monetaria restrictiva, siguiendo el modelo de Estados Unidos.
¿Y la zona euro? ¿Debería adoptar a su vez una política económica restrictiva? El mandato del BCE la empuja en ese sentido. La inflación ha rebasado el 10% (10’7% en octubre). Pero – lo que resulta más inquietante todavía -, la inflación subyacente (al margen de los precios de las materias primas, o sea grosso modo la inflación salarial) alcanza ya el 6%, un dato que podría llevar al BCE a instaurar tipos de interés similares a los de la Reserva Federal americana (un 5% por lo menos).
La zona euro, confrontada a una disyuntiva estratégica
Sin embargo, semejante subida de los tipos de interés sería perjudicial para la zona euro, cuya necesidad de inversiones es considerable: para asegurar la transición energética (por lo bajo, el equivalente al 4% del PIB, del cual sólo la mitad está actualmente financiada), para recuperar su retraso en I+D (necesitaría incrementar el gasto en más de un punto del PIB para alcanzar el nivel de Estados Unidos), para invertir en sanidad y educación. Haría falta incrementar alrededor de 4 puntos del PIB el gasto público actual para atender debidamente esas necesidades.
Por otra parte, el déficit público primario (sin contar los intereses de la deuda) de la zona euro se elevará aproximadamente al 2% de su PIB en 2022. Eso implica que una política monetaria restrictiva que respetase la obligación de solvencia presupuestaria llevaría a reducir el déficit público estructural en 2 puntos del PIB, renunciando por tanto a incrementar un gasto público por lo esencial muy útil.
La primera solución sería hacer bajar artificialmente la inflación por medio de subvenciones públicas a la energía (e incluso a los productos agrícolas y a la alimentación). Es lo que, en parte, se está haciendo con los famosos “topes” que limitan los precios de la energía en los distintos países europeos: la inflación francesa, por ejemplo, habría sido por lo menos dos puntos más alta si los precios de la energía hubiesen seguido siendo libres. Llevada al extremo, esta política de subvenciones tal vez lograse mantener los tipos de interés a un nivel bajo, inferior al crecimiento a largo plazo, evitando así tener que limitar el gasto público, puesto que no se activarían las restricciones para la sostenibilidad de la deuda pública.
Por supuesto, el precio de semejante política sería un déficit público elevado, que no sería soportable si esa subvención masiva a la energía se prolongase demasiado. Ahora bien, esa orientación sería practicable si los precios de la energía, merced al esfuerzo en la producción de energías renovables y a la moderación del consumo, deviniesen a medio plazo netamente inferiores a los actuales.
La segunda solución sería considerar que la realización de todo el gasto público antes mencionado resulta indispensable. Se trataría entonces de pasar a una economía de guerra – o una casi economía de guerra-. En una economía de guerra, todo el gasto público necesario se hace efectivo (en este caso, las inversiones destinadas a la transición energética, a fin de evitar una catástrofe climática). La lucha contra la inflación solo pretende conjurar una situación de hiperinflación, sin perseguir la estabilidad de los precios. Los tipos de interés se mantienen a un nivel inferior al de la inflación, lo que supone una suerte de imposición permanente sobre el efectivo, tanto si se trata de la moneda del banco central (por lo respecta a los pagos cotidianos) como de los depósitos bancarios.
La imposición inflacionista permite evitar el alza nominal del endeudamiento público, así como el incremento de la presión fiscal. En el caso, más que probable, de que el déficit público superase el nivel de esa tasa inflacionista, habría que aumentar la presión fiscal. Como se hizo en todas las guerras… Además, la imposición inflacionista afecta en mayor medida a los ahorradores modestos que a los acomodados, que tienen a su disposición productos financieros sofisticados. Una redistribución de las rentas por medio de la fiscalidad resulta, por tanto, igualmente necesaria.
La zona euro se halla hoy confrontada a una disyuntiva estratégica: si quiere llevar a cabo una política monetaria tradicional de lucha contra la inflación, o bien tendrá que reducir drásticamente el gasto público, o bien deberá reducir artificialmente esa inflación inyectando subvenciones, en particular a la energía, que no pueden ser duraderas; si decide pasar a una suerte de economía de guerra, deberá financiar un gasto público elevado a través de una imposición inflacionista o mediante verdaderos tributos.
(Traducción: Lluís Rabell)
(Imagen: “El rapto de Europa”, Alejandro Decinti)