Asalto a la democracia

       Abundan ya los análisis que han identificado el sentido de los exabruptos machistas lanzados por Vox contra la ministra Irene Montero, la semana pasada, en el Congreso de los Diputados. No se trataba de la sobreexcitación oratoria de una diputada, ni de una búsqueda individual de notoriedad en las redes sociales. No. Estamos ante una estrategia de la extrema derecha, fríamente diseñada. Steve Bannon, el que fuera asesor de Trump e ideólogo de cabecera de la derecha nacional-populista europea, la formuló con toda claridad. A diferencia de los años treinta, en que ese espectro político pretendía anular por la fuerza las instituciones representativas, ahora se trataría de asaltarlas, corromperlas y vaciarlas de sustancia democrática para imponer una deriva autoritaria a la sociedad. El cálculo es inteligente. La democracia no se reduce a una mera arquitectura institucional. El correcto funcionamiento de sus engranajes necesita del “engrase” de elementos como el respeto entre rivales, la lealtad institucional, el decoro, la responsabilidad ante la ciudadanía… La democracia no funciona sin el lubricante de la cultura democrática. La extrema derecha lo ha entendido perfectamente y es eso lo que trata de desvirtuar. Los insultos, las descalificaciones, las mentiras descaradas, la bronca permanente, las provocaciones… trasladan a la ciudadanía la imagen de unas instituciones poco acreedoras de respeto. De este modo, se convierten en el teatro de trifulcas dialécticas que, o bien son percibidas por la gente de la calle como ajenas a sus preocupaciones cotidianas, o bien caldean su mal humor, exacerbando la polarización social en términos puramente emocionales. Es decir, inaptos para el debate racional, la negociación y el pacto. Las crisis sucesivas han generado desigualdades, desazón y un profundo y extendido malestar en las naciones postindustriales. La extrema derecha encarna una determinada política de preservación del orden social existente: antes de que ese descontento pueda encontrar una expresión política consciente, organizada y de voluntad transformadora, se trata de fomentar el caos, desacreditar la política y formatear el resentimiento; que haya guerras de pobres contra pobres, de autóctonos precarizados contra inmigrantes, de capas medias en declive contra funcionarios, de autónomos en dificultad contra personas “asistidas”, de nuevas generaciones mal pagadas contra pensionistas “privilegiados”…  Y también de varones, frustrados o desestabilizados en su ancestral masculinidad dominadora, contra las mujeres y sus avances en el terreno de la igualdad.

            Sobre ese revoltijo de conflictos, devenidos insolubles por la vía de una deliberación democrática previamente gripada, la extrema derecha proyecta la perspectiva de un poder fuerte y de una relación directa, sin intermediaciones efectivas, entre el liderazgo nacional y un pueblo atomizado y convulso, incapaz de articularse como sociedad civil. Esa es su perspectiva estratégica. Una estrategia no exenta de peligros, pues podría provocar estallidos sociales que desbordasen los cauces previstos. Lo que explica cierta cautela por parte de las grandes élites corporativas, industriales y financieras. Pero, en el desorden generado por la crisis de la globalización neoliberal, la opción de la extrema derecha gana puntos; hoy es testada con prudencia en Italia, ejerce el poder en la periferia del núcleo central de la UE, se postula a la presidencia de la República en Francia… Y, a través de un discurso populista que apela al repliegue nacional, desdibuja sus fronteras con los partidos conservadores tradicionales. La ideología de la extrema derecha ya ha colonizado al viejo Partido Republicano americano y ha permeado la militancia tory en Gran Bretaña. En el PP, la jefatura de Núñez Feijóo se ve zarandeada por el trumpismo de Díaz Ayuso y las exigencias de una oposición más radical al gobierno de izquierdas, formuladas a golpe de editorial en los rotativos de la capital por esos sectores, ayer valedores del líder gallego, que Oriol Bartomeu califica de “accionistas mayoritarios” del partido conservador. (“El País”, 28/11/2022).

Ese es el trasfondo de la agresividad mostrada por Vox hacia la ministra de Igualdad… justamente en la víspera del Día Internacional por la erradicación de las violencias contra las mujeres. Presión sobre el PP desde su derecha y crescendo en el discurso deslegitimador del gobierno de Pedro Sánchez. Las elecciones municipales y autonómicas están a la vuelta de la esquina, y la legislatura encara su último tramo. Ante ese cuadro, ¿está reaccionando bien la izquierda? La verdad es que no mucho. Más allá de la condena al espectáculo indecente de la extrema derecha, el PSOE ha respondido moviéndose en los parámetros previsibles de una socialdemocracia en el poder: poniendo en valor, frente al ruido, la aprobación de los terceros presupuestos de esa “mayoría Frankenstein” a quienes muchos auguraban una efímera existencia. Es decir, haciendo bandera de la “política útil” y de la capacidad negociadora del ejecutivo. Pero, ¿y su izquierda, diana de los ataques de Vox? ¿Está leyendo bien el momento político y lo que supone esa acometida contra la democracia?

La cuestión es trascendental. A nadie se le oculta que sería imposible renovar una mayoría de progreso si el espacio de la izquierda alternativa, hoy sacudido por las disensiones entre Pablo Iglesias y Yolanda Díaz, no acudiese unido a las urnas a finales de 2023. Y, desgraciadamente, hay motivos de inquietud al respecto. En efecto: ante la agresividad de la extrema derecha, todas las fuerzas democráticas tenían la obligación de cerrar filas en torno a Irene Montero y la defensa de la dignidad del parlamento. Sin embargo, parece que Podemos quiere estirar el chicle y arrimar el ascua a su sardina por cuanto se refiere a los intereses partidistas más estrechos… y a sus apuestas políticas más discutibles. El sábado, día 26, el partido morado organizó en Madrid un “acto de desagravio” a la ministra. Un acto que difícilmente puede entenderse de otro modo que como una advertencia y un emplazamiento al resto de sensibilidades de la izquierda alternativa y, en particular, al feminismo que se ha mostrado crítico con las políticas del Ministerio de Igualdad. Quien no estuviese allí era sospechoso de “tibieza”, por no decir de connivencia con la extrema derecha. Aviso para navegantes dirigido a Yolanda Díaz: poca broma con Podemos. Según vayan las cosas con Sumar, bien podría plantearse una candidatura propia a las generales en torno a Irene Montero, cual nueva Pasionaria, aureolada por su resistencia al fascismo. ¿Apuesta suicida? Desde luego. ¿Simple farol? Probablemente. Pero, en tiempos agitados y con egos desmedidos de por medio, ya hemos visto acabar mal unas cuantas fanfarronadas.

No obstante, el llamado más explícito, la más perentoria exigencia de unidad, tuvo como destinatario al feminismo. Aunque, en realidad, se trataba de un claro emplazamiento a tragarse la “ley trans” sin rechistar. Allí estaban “todos, todas y todes”, con Carla Antonelli para certificarlo y Cristina Fallarás gritando desaforadamente contra las ausentes al sacro. Mientras, Pablo Echenique, el de “el feminismo son los cuidados”, se encargaba de fustigar en las redes sociales a las “cuatro tránsfobas” que no comulgan con la religión queer. Las cosas no podían estar más claras: la unidad del feminismo sólo puede realizarse en torno a la ministra de Igualdad. La contestación de sus orientaciones situaría a quien osase aventurarse por ese camino en la órbita del fascismo. “Y punto”, como diría Fallarás. ¿Por qué esa obstinación? No solo se trata de que la “ley trans” se haya convertido en el proyecto estrella del Ministerio de Igualdad. Hay más: la ideología transgénero se ha convertido para Podemos en algo nuclear, definitorio de su identidad política. Lo queer ha venido a ocupar el lugar del populismo inicial, hoy agotado e impracticable. La jurista y escritora feminista Tasia Aránguez – de cuyos servicios ha decidido prescindir, de modo algo sospechoso en estos tiempos de caza de brujas, la Universidad de Granada – lo exponía con meridiana claridad en su artículo “Del borrado de la clase trabajadora al borrado de las mujeres” (“Tribuna Feminista”, 29/07/2020):“En un intento desesperado por recuperar la unidad masiva de los movimientos ‘tipo 99%’, a la izquierda posmoderna se le ha ocurrido comerse al potente movimiento feminista, repitiendo la operación populista que realizó con la clase obrera” – clase diluida en favor de conceptos pretendidamente “inclusivos”, como “la gente”, “el pueblo”, etc., que desdibujaban fronteras sociales y equiparaban distintas agendas políticas. Una izquierda formateada en la ilusión de sustituir la lucha de clases por los “relatos”, a pesar de los desmentidos que le ha ido aportando la cruda realidad, recae una y otra vez en el idealismo: “Si la ‘clase obrera’ no es más que un discurso en la mente de un líder, la ‘mujer’ solo es un sentimiento en el corazón de un hombre. A la persona que solo es un ‘no-hombre’, se le concederá la denominación de ‘mujer cis-privilegiada’, mientras que la ‘mujeridad’ adquirida por sentimiento puntúa doble o triple en la escala de la opresión interseccional. Para la posmodernidad queer las categorías solo existen cuando son fruto de la libre determinación del sujeto y solo son revolucionarias cuando transgreden la aburrida normalidad con elementos discordantes. Nada más subversivo que autodeterminarse ‘no binarie’ y combinar una falda y una barba”.

No cabe imaginar que el feminismo se alinee con semejante negación de su razón de ser y de su propósito emancipador. Pero el peso desmesurado adquirido por esas creencias en el núcleo dirigente de Podemos, poco dado a la reflexión autocrítica, se ha convertido en un problema para toda la izquierda. Lo estamos viendo en el pulso que mantiene con el PSOE a lo largo de la tramitación parlamentaria de la “ley trans”, oponiéndose a cualquier enmienda que pudiese retrasar siquiera la edad para ejercer “la autodeterminación de género”. Ya hemos advertido en repetidas ocasiones que una ley que, como ésta. amenaza la salud y la integridad física de los menores será explotada por la extrema derecha – y no precisamente para promover la coeducación feminista, ni favorecer el progreso de la igualdad. Hay motivos de preocupación. Una parte de la izquierda reacciona al ataque corrosivo Vox contra la democracia aferrándose a una doctrina que divide a las fuerzas progresistas, choca con el feminismo y extiende una alfombra roja al paso de la extrema derecha. Nuestras defensas están en peligro.

Lluís Rabell

28/11/2022  

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