
Pablo Iglesias y Yolanda Díaz, la izquierda alternativa en modo Pimpinela. La cosa se prestaría a la broma fácil, si no hubiese tanto en juego. Daniel Bernabé lo apuntaba ayer en un artículo, y su observación admite poca discusión: si el espacio político que se reivindica a la izquierda del PSOE concurriese dividido a las próximas elecciones generales, el tercer puesto sería para Vox en no pocas provincias… y la derecha se haría con el gobierno. Un PP presa, aquí también, de la radicalización que se manifiesta en las formaciones conservadoras de todas las democracias occidentales, desde el Partido Republicano americano al Tory británico, desdibujando sus fronteras con la extrema derecha. La posibilidad de renovar una mayoría progresista depende, pues, de lo que ocurra en ese ámbito de la izquierda. Concretamente, depende de cómo se resuelva el pulso entablado entre Podemos y “Sumar”, el proyecto aún en ciernes de quien fuera designada por el propio Pablo Iglesias para liderar y renovar ese espacio.
Los episodios del desencuentro han sido ya abundantemente narrados. Sin duda, las marcadas personalidades de sus principales protagonistas están desempeñando un papel importante en esta crisis. Pablo Iglesias querría tutelar la reconfiguración de la izquierda… y Yolanda Díaz no es persona dócil, ni carente de criterio propio. El choque estaba servido desde el principio. Sin embargo, convendría ahondar en el trasfondo político de esa situación. Porque, justamente, es el peso desmesurado que adquieren los egos enfrentados lo que pone de manifiesto la naturaleza de los verdaderos problemas que aquejan a la izquierda: su fragmentación orgánica, la ausencia de una cultura compartida y de un horizonte estratégico… Por no decir, cuando menos en algunos casos, una llamativa indigencia ideológica. La responsabilidad, sin embargo, es más compartida de lo que parece. No nos precipitemos en arrojar la primera piedra. En la década anterior, resolvimos mal la tarea de recomponer una izquierda combativa, cuando intentamos recoger las energías y el espíritu crítico que liberó la oleada de indignación contra las políticas de austeridad. La práctica dilución de Izquierda Unida – puntuada de tensiones – en el marco de UP es buena prueba de ello. La izquierda de matriz comunista llegó a la gran recesión cansada, con un sentimiento de derrota histórica profundamente interiorizado, pidiendo a gritos un relevo generacional para encarar los desafíos del nuevo siglo. Pero lo que se produjo fue un reemplazo, repleto de desdeño hacia los predecesores. La indignación lo era contra el sistema económico y la arquitectura partidista que condenaban a la precariedad a una juventud cargada de diplomas universitarios. Pero lo era en cierto modo también contra una generación militante que no alcanzó sus sueños, ni evitó la pesadilla en que se veían sumidos sus hijos. Una generación fracasada, de la que no había gran cosa que aprender. El adanismo de la nueva hornada de dirigentes procedía de aquella “ruptura epistemológica”.
El populismo de izquierdas desplegado por Podemos se impuso porque correspondía a “l’air du temps”. El anhelo socialista había quedado enterrado bajo los escombros del Muro de Berlín… y la nueva generación no venía para desenterrarlo. No había lugar para un programa propiamente dicho, sino para una sucesión de significantes vacíos, susceptibles de agrupar de modo amplio y transversal el descontento social: la gente frente a la casta. El lenguaje era radical, pero rehuía las caracterizaciones de clase. Los objetivos declarados no rebasaban la elemental defensa de los servicios públicos – batalla sin duda necesaria frente al neoliberalismo, pero que no definía un horizonte de superación del capitalismo. Incluso la denuncia del “régimen del 78” tenía menos de crítica de la transición que de reproche a quienes fueron incapaces de lanzarse al asalto de los cielos.
Todo eso daba para montar una exitosa máquina de guerra electoral – lo que no fue poca cosa -, pero no para levantar un partido consistente. Es decir, una fuerza organizada, enraizada social y territorialmente, con una vida interna intensa, con una organicidad generadora de inteligencia colectiva, con unos cuadros capaces de leer los cambios en la situación y definir las tareas de cada momento. Todo eso, que resulta extraordinariamente complejo y requeriría una asimilación crítica de experiencias anteriores, sigue estando por hacer. El populismo, nervioso, táctico, confinado en el corto plazo, no permite desarrollar esa organicidad, ni tampoco reflexión transcendente alguna. Muy al contrario, favorece los liderazgos supremos y el espíritu cortesano. Nadie puede discutir de tu a tu con el gran timonel. Y una vez que éste llega al gobierno no sabe muy bien qué hacer en él. Ahora pagamos las consecuencias de esa deriva. Pablo Iglesias quiere seguir dirigiendo Podemos desde una radio… y Yolanda Díaz, trata de zafarse de su pupilaje. Pero, más allá del prestigio adquirido por su buen desempeño al frente del Ministerio de Trabajo, sigue sin rebasar la fase de un proceso de escucha. Los rasgos laboristas mostrados en los primeros meses – sin duda la mejor baza que podía exhibir Yolanda Díaz – han ido perdiendo fuerza en aras de una apelación genérica a la esperanza de un futuro mejor. Por muchas simpatías que despierte, la ministra sabe que tendrá que acabar pergeñando una plataforma de acción política y formando candidaturas con las fuerzas disponibles. Y ahí es donde Pablo Iglesias pretende imponerse, amagando con dar al traste con todo “si no se respeta a Podemos”.
¿Qué cabe pedir a estos líderes? Que hagan lo necesario para evitar un estropicio en las próximas citas electorales y permitan reconducir un gobierno progresista durante otra legislatura. Es decir, que ganen tiempo. Porque los problemas que hay que resolver – o cuando menos, abordar – para recomponer una izquierda crítica así lo requieren. Encontrarse a la defensiva ante un agresivo gobierno de derechas, relamiéndonos las heridas y prodigándonos reproches unos a otros en medio de un clima general de desánimo, no sería desde luego el escenario más favorable para semejante tarea. Derrotados, no lucharíamos mejor. Evitar la dispersión, conservar el gobierno. En lo inmediato, no parece razonable exigir más que un armisticio y una propuesta electoral centrada en demandas y propuestas realizables, en las que se reconozca lo más ampliamente posible un electorado popular, juvenil y femenino. Algo así como el programa de un gobierno de las izquierdas en la actual tesitura europea y mundial.
Pero ni lo imprescindible será tarea fácil. El lastre de estos años puede arrastrarnos al fondo. Baste con el ejemplo de las tensiones generadas en torno a la “Ley Trans”, una aventura que tiene visos de acabar muy mal para la izquierda. La derecha más rancia se permite el lujo de abrazar el sentido común – y lo que será el sentir de muchas familias – , denunciando que sus hijos e hijas se convertirán en víctimas de mutilaciones y tratamientos experimentales, y proclama que “les niñes no existen”. La izquierda, por el contrario, está reivindicando una policía religiosa que vele por el dogma queer. Tarde o temprano, para nuestra vergüenza y oprobio, esas leyes serán tumbadas por el Tribunal Constitucional por liberticidas y contrarias a los progresos de la igualdad entre hombres y mujeres.
La obstinación por aferrarse a una doctrina acientífica y misógina revela una cuestión de fondo que no tiene solución en el corto plazo, pero que no habría que perder de vista: esta izquierda no cree en una transformación revolucionaria de la sociedad y busca un perfil radical en corrientes de apariencia “disruptiva” – corrientes que, en el fondo, no hacen sino vehiculizar las tendencias disgregadoras del capitalismo de nuestro tiempo. ¿Cómo distinguirse de modo relevante del PSOE? La cuestión no es baladí. En la actual correlación de fuerzas – entre las clases como a nivel parlamentario -, en un estadio todavía incierto de la construcción europea, en medio de las amenazas que se ciernen sobre la democracia… el margen de actuación es estrecho; no cabe más que un programa de corte socialdemócrata y ajustado a los retos del cambio climático. O sea, un programa destinado a reducir las desigualdades sociales, recomponer los servicios públicos, establecer una fiscalidad más exigente para grandes fortunas y corporaciones, y promover una industrialización acorde con la transición energética. Y, en el plano institucional, un impulso a la federalización de España y de la Unión Europea. Si alguna radicalidad hay que mostrar hoy, es la de la determinación reformista. Sin rehacer sus fuerzas, su autoestima y sus esperanzas, la clase trabajadora no podrá aspirar a metas superiores.
La llamada izquierda alternativa parece incapaz de pensar este siglo como una época de revoluciones. Y, sin embargo, nada es más razonable que contar con que las habrá. La Gran Revolución francesa marcó el devenir del siglo XIX. Octubre imprimió su sello a la última centuria. Las gigantescas contradicciones económicas y sociales que se acumulan en China, en la India, en Brasil o en Estados Unidos no podrán resolverse de manera evolutiva y pacífica. Tal vez guerras y grandes sufrimientos la precedan, pero es esperable alguna gran irrupción de los oprimidos en la arena política, capaz de subvertir las relaciones sociales y despertar las ansias de cambio en el mundo entero. ¡Qué lejos estamos de pensar en esos términos el devenir de la humanidad! A falta de utopías, una parte de la izquierda se deja mecer por distopías. No queda más remedio que tratar de desbrozar el camino. Aunque, muy probablemente, una rotunda clarificación de las ideas requiera que, aquí o allá, la propia lucha de clases libere nuevas energías. Trotsky decía que la revolución es un momento de sublime inspiración de la Historia. Pues bien, si la inspiración ha de venir a nosotros, mejor será que nos encuentre trabajando… en reformas que mejoren la vida de la gente y fortalezcan su espíritu cooperativo.
En esa labor habría que poner ahora los cinco sentidos. Es hora de congelar aquellas cuestiones que, a falta de una reflexión suficiente, amenazan con estallarnos en las manos. La clase trabajadora no reprochará a la izquierda que no tenga resueltos de antemano todos los interrogantes de nuestra compleja sociedad. Lo que no le perdonará es que no se comprometa con su dura vida cotidiana. La buena relación de “Sumar” con el movimiento obrero es sin duda insuficiente para diseñar un proyecto político. Pero constituye un buen inicio y una fortaleza que no habría que perder. Lo más urgente es poner coto a las querellas que merman la credibilidad del proyecto y el reconocimiento ciudadano de quien debe encabezarlo. “Pimpinela” está muy bien para un plató televisivo o un teatro de variedades. En la escena política, sin embargo, sólo puede entonar una canción fúnebre para las aspiraciones de la izquierda.
Lluís Rabell
10/11/2022