
Por cuanto a su producción teórica se refiere, off course. Lo cual no quiere decir que no se trate de una pensadora relevante. Al contrario, sigue siendo necesario prestarle atención. Pero su importancia no reside en la originalidad de sus investigaciones, ni aún menos en la profundidad y coherencia de su discurso, sino en su funcionalidad. Es decir, en su utilidad como ariete contra el feminismo en una encrucijada histórica como la actual, en que la lucha de las mujeres por la igualdad deviene un factor decisivo, cuyo avance o retroceso se confunde con el destino de la civilización. Los escritos de Butler – empezando por su obra referencial, “El género en disputa” – son en gran medida ininteligibles. No se trata, sin embargo, de una lectura difícil en razón de lo elevado del pensamiento, sino de su enmarañada vacuidad. Paradójicamente, esa opacidad explica en gran medida el éxito y los reconocimientos que concita su obra, convertida en una Biblia del movimiento queer y transgénero. (La filósofa americana recibió recientemente el 33 Premio Internacional Catalunya y nuestra ministra de Igualdad sólo jura por ella). Lo farragoso de la escritura se presenta como una pátina de rigor. Algo parecido a los latinajos empleados por los médicos de Molière en “El enfermo imaginario”, con los que se daban importancia ante el vulgo.
“La Academia ya no es lo que era”, dice a veces Amelia Valcárcel con amarga ironía. Pero toda corriente que pretenda incidir en la sociedad y modificar su semblante necesita recabar la validación de la universidad. Los campus americanos, cuna del zeitgeist de nuestro tiempo, entronizaron a Butler y su influencia llegó hasta nosotros. Lo que podía parecer una excentricidad de escaso recorrido fue elevado a los altares del pensamiento y tenemos que lidiar con ello. El reproche de ser una autora antifeminista ha levantado ampollas estos días entre los entusiastas de Butler. Basta sin embargo atender a las escasas conclusiones asequibles de sus circunloquios para convencerse: “Si bien la afirmación de un patriarcado universal ha perdido credibilidad, la noción de un concepto generalmente compartido de las ‘mujeres’, la conclusión de aquel marco, ha sido mucho más difícil de derribar”. (“El género en disputa”). Butler en estado puro. Dando la espalda al pensamiento materialista, es incapaz de considerar la realidad de la opresión cotidiana que viven las mujeres del mundo. Naturalmente, ninguna de ellas se ha tropezado con el “patriarcado universal”. Pero, desde Kabul y Teherán hasta los barrios de nuestras ciudades, ellas sí conocen el modo en que se materializan la violencia material y simbólica, las discriminaciones y desigualdades… en una palabra, el dominio de los varones sobre las mujeres. Del mismo modo que el patriarcado existe a través de sus distintas manifestaciones, las mujeres existen concretamente, encarnadas en la diversidad de sus entornos sociales y culturales, pero sometidas todas ellas a una misma condición subalterna en razón de su sexo. Desde luego, no resulta fácil “derribar” al sujeto del feminismo. Pero a ese propósito se emplea la profesora de Retórica y Literatura Comparada de Berkeley: “Si se refuta el carácter invariable del sexo, quizás esta construcción denominada ‘sexo’ esté tan culturalmente construida como el género; de hecho, quizá siempre fue género, con el resultado de que la distinción entre sexo y género no existe como tal.” (Id.)
¿Qué evidencia empírica o científica permite refutar el carácter invariable del sexo? Butler no necesita responder a tan impertinente pregunta. Ella se mueve en el mundo del lenguaje, donde todo puede construirse y deconstruirse, rehusando cualquier contacto de verificación con la realidad material. Es el Verbo autosuficiente, principio y fin de todas las cosas. Se trata de un juego de espejos, donde se deforman las imágenes y se desplaza el significado de las palabras… pero con el objetivo de acabar incidiendo de un modo determinado en vida. Al final, el Verbo se hace carne.
En su libro “Distopías patriarcales. Análisis feminista del generismo queer” (Ed. Cátedra), la filósofa Alicia Miyares insiste en que, para el feminismo, el género es una “categoría analítica” y no “una fuerza causal”. La teoría feminista entiende por género el conjunto de mandatos, pautas culturales y estereotipos que configuran el semblante impuesto a las mujeres, las hembras humanas, para perpetuar su subordinación a los varones. El sexo es una realidad biológica. El género un entramado cultural opresivo. Pero el pensamiento queer diluye y fusiona ambas cosas, transformándolas en un espectro del que fluyen múltiples identidades. Para Luce Irigaray, teórica del “feminismo de la diferencia”, opuesto a la corriente materialista, el género es un atributo natural del “yo” y una potencia subjetiva “liberadora”. Así pues, subsumido y difuminado el sexo dentro del género, nos dice Butler: “Los géneros no pueden ser verdaderos ni falsos, ni reales ni aparentes, ni originales ni derivados. No obstante, como portadores creíbles de esos atributos, los géneros también pueden volverse total y radicalmente increíbles”. (Id.) Increíble resulta la paciencia de Miyares para desenredar esa madeja.
En resumidas cuentas, Butler nos está diciendo que el feminismo no sirve porque no es aceptable el binarismo hombre/mujer, puesto que excluiría a otras identidades que brotan con fuerza de un “género” creador. Por eso anima a los jóvenes a pensar en el género – aquello que quieren abolir las feministas – como en un “espacio de libertad”. ¿Cabe antagonismo más flagrante? Butler expresa de manera inapelable la escisión entre el feminismo de tradición ilustrada y el posmodernismo. La crítica del género ha permitido al feminismo identificar la naturaleza y contornos del patriarcado, y pergeñar una agenda de emancipación de valor universal. Una agenda que, como dice Amelia Valcárcel, “las mujeres de cada país abren por distintas páginas”, pero que es una y configura un movimiento multiforme y transformador a nivel mundial. “El feminismo se articula en torno a una agenda política y no se fragua en torno a identidades”, remacha Miyares.
Butler no puede ignorar la violencia y los sufrimientos que asolan nuestras sociedades. Pero, en lugar de plantearse una acción colectiva, nos propone movernos en los dominios del género, recurriendo a la parodia. Puesto que estamos ante un continuum de constructos, nada nos impide deconstruirlos o fluir entre ellos. La parodia, la repetición de determinados rasgos – supuestamente definitorios de una identidad -, es la única forma de subversión que se le ocurre. Sin embargo, a la hora de sugerir posibles parodias, recurre fundamentalmente a caricaturas basadas en los estereotipos sexistas más rancios acerca de las mujeres, formas histriónicas de representar la feminidad, como el travestismo o las Drag Queens. Como dice Butler, el femenino es “el género espectacular” y, por tanto, el más susceptible de ser parodiado. “Como resultado de una performatividad sutil y políticamente impuesta, el género es un ‘acto’, por así decirlo, que está abierto a divisiones, a la parodia y crítica de uno mismo o una misma y a las exhibiciones hiperbólicas de ‘lo natural’ que, en su misma exageración, revelan su situación fundamentalmente fantasmática”. (Id) No obstante, por ninguna parte aparecen mandatos específicos que los hombres estemos llamados a deconstruir mediante esas parodias. Los dominios del patriarcado están bien guardados.
Pero queda claro que hay que “derribar” a las mujeres. ¿Pura digresión teórica? La proyección mediática e institucional de Butler se debe a que hay poderosas fuerzas decididas a lograr de veras ese objetivo. Como dice Slavoj Zizek, una corriente de pensamiento de esta naturaleza sólo podía florecer en el marco de la globalización neoliberal. Y su predicamento en la izquierda sólo podía darse en un contexto de ausencia de horizonte estratégico socialista, de interiorización del relato sobre “el fin de la historia” y de adaptación a la chata visión del mundo y a los temores de las clases medias. O sea, en una fase de desorientación de las fuerzas progresistas, donde los proyectos emancipadores han cedido el paso a la expresión de disidencias culturales y performances.
Pero ese delirio no es inocuo. En realidad, proyecta un modelo de sociedad, marcado por las tendencias decadentes del tecno-capitalismo, y apunta a una era de nuevas servidumbres para las mujeres. En estos momentos, asistimos a un movimiento pendular, a una profunda reacción de las élites patriarcales contra los avances del feminismo. Ayer mismo, 2 de noviembre, “La Vanguardia” publicaba un extenso artículo titulado: “Crece la misoginia en los hombres jóvenes de a mano de youtubers, gurús y foros machistas”. No es de extrañar. La pornografía, que escenifica y erotiza la violencia más descarnada sobre las mujeres, se impone como el modelo de sexualidad propuesto a la nueva generación. Mientras, la izquierda mira para otro lado… cuando no descubre potencialidades liberadoras en esa industria. Para buena parte de esa izquierda la prostitución sería un “trabajo sexual”, susceptible de regulación, e incluso un espacio donde surgen identidades. Los vientres de alquiler, un tema espinoso a evitar. Las leyes “trans” se inscriben en esa oleada antifeminista. La “autodeterminación de género” confiere un rango de incontestable identidad, surgida del fondo de cada individuo, a lo que son estereotipos sexuados, construidos socialmente, a cuyo imperativo habría que adaptar los cuerpos. Esos cuerpos “confusos”, como dice Irene Montero; esas superficies neutras sobre las que se proyecta y fluye el género, según Butler, son los que habrá que remodelar a golpe de hormonas y bisturí. Los desvaríos filosóficos, hechos ley, devienen una siniestra distopía.
Y, al tiempo que la izquierda se enfanga en ella, la derecha radicalizada y populista propone, como bien señala Enric Juliana, un nuevo modelo de mujer: Giorgia Meloni, Marine Le Pen, Díaz Ayuso, Macarena Olona… Profundamente antifeministas en su ideología y en sus políticas. Pero rotundamente reconocidas como mujeres, con un potencial simbólico que en modo alguno podemos ignorar, como lo señalaba la historiadora italiana Paola Lo Cascio en un acto de la corriente Comunes Federalistas, celebrado hace unos días en Barcelona. La parodia de la feminidad se acompasa con el advenimiento de la “mujer auténtica” de la extrema derecha, encarnación de un retorno desacomplejado a los roles patriarcales tradicionales – esmaltados, eso sí, con el toque de modernidad de aquellas triunfadoras en un mundo de hombres que han logrado hacerse llamar “primer ministro”. A diferencia de la izquierda desnortada y su disparatada neolengua, ellas hablan a las clases populares un idioma comprensible y enarbolan la bandera de un aparente “sentido común”. Por tediosa que sea la tarea, habrá que seguir pasando cuentas con nuestra sobrevalorada Judith Butler.
Lluís Rabell
3/10/2022
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Gracias Lluis, estoy totalmente de acuerdo con tus opiniones. Esperemos que hagan reaccionar a algunas de todas las personas que son incapaces de ver la imposición cultural del género que nos discrimina a las mujeres.
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Totalmente de acuerdo
con tu análisis.Butler va en contra del feminismo,y más cerca del pensamiento neoliberal.
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