
¡Menudo cabreo agarró Pablo Iglesias a cuenta del artículo publicado el pasado 23 de octubre en “La Vanguardia” acerca de “la izquierda de Isengard”! Su autor, el cronista político Pedro Vallín, más allá de su gusto inmoderado por situar – metafóricamente – cualquier acontecimiento en los sombríos parajes imaginados por Tolkien, no anda desacertado en el diagnóstico. Hay, en efecto, una izquierda, más desnortada que verdaderamente radical, que, deseosa de rebasar unas democracias liberales que acusan una notable fatiga de materiales, tiende a considerar como “disruptivos” movimientos, fuerzas y fenómenos socio-políticos cuyo trasfondo tiene mucho de regresivo e incluso de autoritario. Podemos, por ejemplo, siempre ha sentido una innegable fascinación por la vistosidad de las movilizaciones de masas del independentismo catalán… y una cierta querencia hacia sus líderes. ¿No se trataba acaso de un movimiento de impugnación del “régimen del 78”? El problema es que esa impugnación, como se demostró en las jornadas del 6 y 7 de septiembre de 2017, si bien apuntaba hacia la consecución de un nuevo Estado, no desembocaba en una República más avanzada en un plano democrático o social, sino todo lo contrario. Más aún: cabalgando un problema mal resuelto de reconocimiento o encaje territorial de Catalunya, el “procés” se alimentó sobre todo de la desazón de unas clases medias que, temerosas de perder su estatus en la vorágine de las crisis globales, creyeron que les iría mejor separándose de España. Ese movimiento fracturó emocionalmente a la sociedad civil catalana y frenó el ímpetu del movimiento obrero contra las políticas de austeridad. Los pobres nunca quieren marcharse, sólo los ricos aspiran a la secesión. ¿Cómo no lo entendió así una parte tan significativa de la izquierda? Cuando se sustituye la visión estratégica de la lucha de clases por una electrizante gestión de las “multitudes”, se deforma la percepción de la realidad y pasan estas cosas.
Ahora bien, de ahí a acusar a Pablo Iglesias, a propósito de la guerra de Ucrania, de ser una suerte de “putinista” agazapado, hay un trecho. Vallín, desde luego, no se lo salta. Pero sí que pone el dedo en la llaga al señalar una insoportable – por falsa – neutralidad en la narrativa podemita sobre el conflicto bélico. “En el boletín del podcast ‘La Base’ que hoy dirige el ex-vicepresidente, se informaba de los ataques rusos contra la población civil ucraniana, tras el sabotaje del puente de Crimea, en estos términos: ‘Después del ataque al puente de Kerch, las tropas rusas llevaron a cabo un ataque masivo con armas de alta precisión y largo alcance contra blancos energéticos, militares y de comunicaciones ucranianos’. Caligrafía cirílica”. No se trataba de una simple redacción desafortunada. Juan Carlos Monedero, por citar a otro referente de este mismo espacio ideológico, se ha expresado en más de una ocasión en la misma onda, poniendo en un mismo plano la “locura belicista” de Putin y Zelenski. Equiparación entre agresor y agredido, en nombre de una aventurada evaluación clínica de su estado mental. El pacifismo que no persigue una paz democrática – es decir, una paz sin anexiones, conquistas, ni humillaciones – resulta tan vacuo como el reformismo sin reformas. Pero su invocación sentimental permite muchas argucias.
Miguel Pajares, antropólogo, activista y novelista, hablaba en un reciente acto de presentación de su último libro, “El legado”, de los conflictos que asolan el mundo y de su efecto perverso sobre el impostergable esfuerzo de las naciones por avanzar en la senda de la transición ecológica. (África y el expolio al que la ha sometido Occidente es el trasfondo de su narración). Pues bien, reflexionando sobre Ucrania, se decía que, a diferencia de momentos como el de la guerra de Iraq, ahora, a pesar de la aversión de nos inspira Putin, nos cuesta reconocer dónde andan “los nuestros” y salir a la calle. Hay mucho de cierto en ese razonamiento. Lo que pasa es que, abordando estrictamente la guerra en términos de confrontación de bloques, sin tratar de discernir los intereses de la clase trabajadora e incapaz de definir una política activa e independiente en función de los mismos, la izquierda contribuye poderosamente a esa parálisis.
Más allá de comentarios periodísticos, superficiales o interesados, no faltan los trabajos documentados sobre las raíces y el trasfondo del conflicto. El blog de Rafael Poch-de-Feliu, buen conocedor de Rusia, contiene esclarecedores artículos sobre la evolución del poder tras la caída de la URSS, configurando un régimen autoritario, basado en la alianza entre una parte de la antigua nomenklatura y un estamento de oligarcas enriquecidos con el saqueo de los inmensos recursos, antes nacionalizados, del país. Un capitalismo extractivista y “político”, que busca su lugar en el orden mundial, generando y comprimiendo a la vez enormes tensiones sociales. Economistas como Juan Torres López han documentado el flujo de intereses comerciales que, a pesar de la aspereza del conflicto y de las sanciones impuestas a Rusia, siguen operando con gran intensidad. La guerra de Ucrania sólo se entiende en el marco de una redefinición geoestratégica global, marcada por la rivalidad creciente entre Estados Unidos y China. Si Putin fuese derrotado gracias al apoyo de la OTAN, Pequín recibiría un claro mensaje acerca del poderío que aún conserva Occidente. También es verdad que la industria de armamento ve la ocasión de beneficiarse de los ingentes esfuerzos presupuestarios de los Estados, que la guerra ha revitalizado una Alianza en horas bajas tras su fracaso en Afganistán, que Europa ha acrecentado su dependencia militar respecto al “amigo americano”… Como tampoco cabe olvidar que, tras la implosión del bloque soviético, la dinámica expansionista del capitalismo empujaba inexorablemente las fronteras hacia el Este… aunque sin poder engullir – ni digerir – todo lo que representaba Rusia, capaz de mantenerse como una potencia mundial a pesar de la debacle de la URSS. Las fricciones habían de tornarse inevitables y la tensión bélica aflorar tarde o temprano.
Todo eso es exacto. Pero la vieja pregunta leninista vuelve a ser pertinente: ¿qué hacer? La izquierda no puede conformarse con ser una comentarista impotente de los acontecimientos. Su ambición histórica es organizar la independencia política de la clase trabajadora. Y esa ambición debe ser, a su vez, concreta. El propio Josep Borrell lo reconocía ante los representantes diplomáticos de la UE: no podemos hablar de una confrontación, a nivel mundial, entre un bloque democrático y otro bloque de regímenes autoritarios. En el “nuestro”, contamos con líderes de dudosas virtudes liberales. No. La izquierda no debería caer en semejante maniqueísmo. Pero tampoco debería ceder a la tentación, harto frecuente en determinados círculos, de buscar explicaciones conspirativas a cuanto ocurre. Los poderosos de uno y otro lado están más superados de lo que parece por la dinámica de los acontecimientos que ellos mismos han desencadenado. Que se lo digan si no a las élites de Gran Bretaña, cautivas de un brexit que devora a sus propios hijos. ¿Cuál podría ser la política exterior americana si el trumpismo vuelve a la Casa Blanca? La izquierda no puede remitirse a las decisiones de los grandes centros de poder, implorando que no nos precipiten al abismo, ni perderse en especulaciones sobre el futuro.
Pero, justamente, hay mucho de eso en la izquierda. En un sentido o en otro. “No humillemos a Putin”, “si cayese Putin, vendría alguien peor”. ¿Y si en lugar de esas monsergas la izquierda se dedicase a organizar la solidaridad y el apoyo militante a la oposición rusa? Porque la hay. Y pelea en condiciones terribles: grupos opositores de izquierdas, opositores democráticos, movimientos feministas, madres de soldados… Ahí están “los nuestros”. La movilización de cientos de miles de soldados está suscitando enormes tensiones internas. A cada incidente, viene a la memoria el recuerdo de los marineros de Kronstadt o de los amotinados del Potemkin. Por poderoso y temible que siga siendo el régimen, los viejos fantasmas de la revolución siguen rondando los muros del Kremlin. ¿De verdad no sabemos dónde está nuestra gente?
Más allá de bulos y contrainformación, es posible que tengamos un montón de cosas que objetar al gobierno de Zelenski. Pero nuestro deber moral es defender a Ucrania frente a una agresión militar, no defender al gobierno de Kiev frente a las aspiraciones democráticas y sociales de su propio pueblo. ¿Alguien cree que esos anhelos progresarían bajo una ocupación rusa? Putin libra su guerra en el campo de batalla, pero también en Europa, esperando que las penurias derivadas de la crisis de suministros energéticos solivianten a las poblaciones, desestabilizando los Estados alineados con Ucrania. Frente a ello, la política de la izquierda ha de ser la de un reparto equitativo de los esfuerzos, incrementando la contribución de grandes corporaciones y fortunas. De no ser así, el cálculo de Putin podría resultar acertado. Y, en ese caso, sería la extrema derecha quien tendría mejores opciones para irrumpir en las instituciones. Lo que la izquierda debería exigir sin vacilaciones a todos los gobiernos es un apoyo armamentístico y humanitario consecuente a Ucrania. La guerra va para largo. Estamos lejos de escenarios de negociación. La “colusión” de nuestros intereses con los de la OTAN – que tanto atemoriza a algunos – no es más que tangencial. Una nación que defiende su supervivencia frente a una invasión tiene el derecho moral de recabar armas de manos del mismísimo diablo. Si bien, como dice un viejo proverbio ruso y la izquierda nunca debería olvidar, “cuando vas a cenar a casa del demonio, conviene llevar una cuchara con el mango muy largo”. La propia UE empieza a ver el riesgo que supone depender del paraguas americano. Avanzar hacia un sistema federal de defensa europeo, capaz de respaldar y dar credibilidad a su diplomacia, sería una apuesta realista de las fuerzas progresistas.
No creo que tengamos que hacer frente a ninguna “infiltración”. Lo que tenemos es una “sexta columna”: liderazgos un tanto presuntuosos y malhumorados que se mueven sin mapas, ni brújula de clase… y que acaban obstruyendo el camino.
Lluís Rabell
26/10/2022