Una izquierda militarista

       La cumbre de la OTAN, celebrada en Madrid con el estruendo de la guerra en Ucrania como telón de fondo, constituye un acontecimiento cuya transcendencia la izquierda debería asimilar cuanto antes mejor. De algún modo, la Alianza ha esbozado los contornos del gran conflicto global que marcará el siglo XXI. Los misiles rusos caen sobre Kiev y Odessa. Pero el Este de Europa no es sino el primer escenario de una confrontación de dimensión planetaria, polarizada entre la primera potencia de la pasada centuria – Estados Unidos – y China, postulante a la hegemonía mundial. El agresivo régimen de Putin es señalado como la amenaza más inminente. Pero, en el horizonte, se vislumbra el choque con Pequín. La estrecha interrelación de las economías que han supuesto décadas de globalización no ha disuelto el marco de los grandes Estados-nación, crisol del desarrollo capitalista, incluido el de China. Y la lógica implacable de la acumulación lleva una y otra vez a la disputa por el control de los mercados y las materias primas. La asfixia de las fuerzas productivas en el marco de las fronteras nacionales ya condujo la humanidad a dos guerras mundiales. Aunque nadie se atreva a verbalizar esa hipótesis – ni sea posible en la actual etapa imaginar su semblante o su desenlace -, la amenaza de una tercera guerra mundial empieza a cernirse sobre la civilización. Basta con echar un vistazo al mapa del Ártico, reserva de ingentes yacimientos de hidrocarburos, cercado de bases militares. O seguir el trazado de las zonas de fricción en Oriente, en Asia y el Pacífico.

            Ese marco geoestratégico presidirá la vida de las naciones. Sería ilusorio pretender hacer política ignorando la constricción que va a suponer en todos los órdenes. El principal desafío concierne a la izquierda, condenada a la irrelevancia si no es capaz de declinar sus principios en ese nuevo contexto. La cumbre de la OTAN ha evidenciado dos maneras de situarse ante él que, cada una a su manera, resultan problemáticas. Pedro Sánchez apuesta resueltamente por la Alianza, esperando que la sintonía con Washington le refuerce en una Europa que reconoce la hegemonía americana… y le ayude a blindar la frontera sur. Es una orientación pragmática, teñida de realpolitik, pero que conecta con un amplio sentir ciudadano: la desazón provocada por invasión de Ucrania ha logrado que un 70% de la opinión pública española se declare hoy favorable a la OTAN. La dependencia respecto a Estados Unidos – en estos momentos insoslayable – encierra, sin embargo, no pocos riesgos para Europa. Sus dirigentes lo intuyen perfectamente. Un loco como Trump podría suceder a Biden o el centro de gravedad de los esfuerzos americanos bascular hacia el Pacífico en un momento dado… La autonomía defensiva de la UE, sin la cual no habrá política exterior ni diplomacia creíbles, todavía es poco más que un deseo. La insuficiente integración europea hace que las exigencias de gasto militar que plantea la OTAN, en lugar de ser moduladas racionalmente a través de un presupuesto federal de defensa, recaigan sobre las partidas de cada país, desequilibrándolas en momentos de gran dificultad social y emergencia ecológica. Eso sí, la industria de armamento – y, en primer lugar, el complejo militar-industrial americano – se frotan las manos. La guerra será siempre un gran negocio.

            Pero, confrontado a la opción socialdemócrata, el discurso pacifista de la izquierda alternativa se antoja irrealista e impotente. La reiteración de las viejas consignas – “OTAN no”, “Bases fuera” – puede incluso hacerla aparecer como una aliada vergonzante de Putin. Algo nefasto cuando es la extrema derecha quien más se identifica con su ideología. Más allá de la concatenación de los acontecimientos desde el fin de la guerra fría – e incluso de la responsabilidad de Occidente en el devenir del régimen autocrático -, la guerra desatada por el Kremlin contra la República ucraniana no admite neutralidad. Y no se trata de un lejano conflicto: nuestras sociedades están plenamente inmersas en esa guerra. Putin lleva tiempo trabajando para desestabilizar y dividir a los Estados miembros de la UE. Ahora, utiliza la mayor dependencia energética de algunos países y provoca una penuria en el suministro de cereales, amenazando con desencadenar una hambruna en África. Cuenta con que la inflación y la presión migratoria hagan tambalearse a los gobiernos que apoyan a Ucrania. Trotsky decía que “la política exterior constituye la extensión y desarrollo de la política interior”. La guerra de conquista y anexión emprendida por Moscú responde a la necesidad de comprimir las tensiones que resultan de una insostenible desigualdad social y una ausencia casi total de derechos, mediante la violencia de un ultranacionalismo armado. Hablamos de un país de vastos recursos y que dispone de armamento nuclear. En tales condiciones, la invocación de la paz surte el mismo efecto que las plegarias ante el avance de una división acorazada. Peor todavía: si, Europa empujase a Ucrania a aceptar una “paz” a cambio de Crimea y el Dombás, esas concesiones territoriales no serían sino los Sudetes de Putin. Es decir, el preludio de nuevas agresiones. No sólo los países fronterizos de Rusia perciben el peligro. En mayor o menor grado, toda la ciudadanía europea se siente insegura. El hecho de que un ministro como Joan Subirats, que pertenece al espacio de la izquierda crítica, encuentre razonable incrementar el gasto en defensa no hace sino reflejar lo extendido de ese estado de ánimo.

            Si quiere transformar la realidad en un sentido progresista, la izquierda debe empezar por situarse en el nuevo paradigma, aprehender las fuerzas colosales que están en movimiento. La lógica de la guerra y el militarismo irán invadiéndolo todo. No podremos sustraernos a ello. No, ahora no saldremos de la OTAN. Nuestra propia gente la percibe como un escudo defensivo. Más que invocaciones retóricas, lo que debe elaborar la izquierda es una política viable, que refuerce su independencia y construya su liderazgo social. Una suerte de militarismo socialista, por decirlo de un modo expresamente provocador. En las décadas venideras, sólo alguna gran revolución podrá detener la deriva mundial hacia la guerra. Pero no podremos preparar profundos cambios sociales, ni labrar las condiciones de una era de paz y cooperación entre los pueblos, si no somos capaces de acompañar la evolución de la clase trabajadora a partir de la tesitura actual.

            Si hay que armarse, hagámoslo de la manera más razonable posible: mancomunando el esfuerzo a nivel europeo, levantando un dispositivo operativo conjunto que llegue a garantizar la autonomía de la UE, con independencia de los previsibles vaivenes de la política exterior americana. Hoy por hoy, el realismo obliga a trabajar en esa dirección bajo el paraguas de la OTAN. A pesar de su turbia historia y de compañías poco recomendable, como la de Erdogan. Y sabiendo que no será fácil trenzar los mimbres de esa defensa europea bajo la hegemonía de Washington. Pero no hay otra. El régimen de Putin está en guerra contra las democracias, que considera corruptas y decadentes. Es una guerra híbrida, paralela a su ofensiva militar en las planicies de Ucrania. He aquí que, una vez más, los trabajadores son llamados a sacrificarse para contener una espiral inflacionista descontrolada y una crisis social convulsa, susceptibles de poner en riesgo la democracia liberal. Efectivamente, nadie tiene más interés que el movimiento obrero en preservar un régimen de libertades. Pero las clases populares no se sacrificarán por una democracia que no esté netamente asociada al progreso social. El invierno que se avecina será durísimo para millones de hogares. Las economías motrices de la UE conocerán grandes dificultades, acaso entren en recesión. Una coyuntura excepcional exige medidas extraordinarias. La izquierda debe prepararse para ello. El pacto de rentas del que tanto se habla no puede limitarse a un acuerdo de moderación salarial; debe comportar asimismo una audaz reforma tributaria, tanto sobre los beneficios empresariales y las transacciones financieras como sobre las herencias y transmisiones patrimoniales, fuente primera de las desigualdades estructurales. Y, ante la gravedad del momento, ese pacto debería contemplar también fórmulas de cogestión que incorporasen los sindicatos al gobierno de las empresas. La eficiencia de esa participación en términos económicos ha sido ya probada en Alemania. Es el momento de generalizar esa experiencia. En su día, los Pactos de la Moncloa hicieron posible la consecución de una Constitución democrática, al precio de un gran esfuerzo de contención por parte del movimiento obrero. El desafío actual es aún mayor.

            No olvidemos que la guerra es la prosecución de la política por otros medios. El combate de la izquierda europea contra la autocracia rusa no sólo se libra con las armas enviadas a Ucrania. Requiere recuperar un discurso internacionalista en apoyo a la oposición democrática y de izquierdas rusa, hoy severamente perseguida por el régimen. Al cabo, los avances hacia una Europa federal y socialmente avanzada, deseosa de una paz democrática, tendrán un efecto más devastador sobre el nacionalismo gran-ruso que toda la artillería desplegada contra su ejército y su armada. Es necesario que la izquierda se sacuda las viejas rutinas para encarar una etapa que exige tanto realismo como osadía. Ni el seguidismo de la OTAN – sin más iniciativa europea -, ni un pacifismo inoperante nos sirven ya. Todo va a estar sobre determinado por el curso de la guerra. El gobierno de coalición de izquierdas, incluso la viabilidad del proyecto de Yolanda Díaz, se verán sometidos a una tremenda tensión. Para la izquierda alternativa, ésta será una prueba decisiva. Si prefiriese refugiarse en la retórica en lugar de gestionar las contradicciones del momento, estaría abriendo la puerta a escenarios políticos inciertos, desde un retorno de la derecha al poder – de la mano de la extrema derecha – hasta la hipótesis de una “gran coalición” entre el PP y el PSOE, salida que podría ser reclamada desde distintos sectores ante una situación crítica. La izquierda no tiene más remedio que pensarse en el marco de una militarización subyacente a toda la vida política.

            Lluís Rabell

            1/07/2022

1 Comment

  1. Proliferan consignas simplistas e infantiles como “OTAN no” porque (casi) todo el establishment i la inteligentsia de izquierdas se han pasado al atlantismo con armas y bagajes. Incapaces de enfrantar la propaganda atronadora del atlantismo, los intelectuales y los cargos electos se han arrugado. Así se consuma el final de la izquierda que ya sin discurso económico se había refugiado en el humanismo y la hermandad universal. Son tiempos muy tristes en los que la cobardía de algunos i la inanidad intelectual de otros deja la gente de izquierdas tirada sin saber si llorar o gritar Otan No.

    M'agrada

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