
Enésimo rifirrafe entre los socios del gobierno de coalición. Esta vez a cuenta del incremento en el gasto en defensa. Y, como siempre, hay un fondo de verdad… y un punto de teatralización. A tenor de sus posiciones críticas, tiene sentido el desacuerdo expresado por UP. Tanto más cuando algunos han considerado desenvuelta la manera de proceder del PSOE. Como lo recordaba con amarga ironía Gaspar Llamazares, no se trata de la primera ampliación que se aprueba en verano, al margen de la tramitación de los PGE. Pero, a pocos días de la cumbre de la OTAN y a las puertas de la presentación en sociedad del proyecto de Yolanda Díaz, se hace difícil pensar que no ha habido, por una y otra parte, ganas de marcar perfil. Tampoco en esta ocasión la sangre llegará al río. Sin embargo, la escenificación reiterada de desavenencias en el seno del ejecutivo siembra dudas sobre su estabilidad y desdibuja el relato de sus logros, significativos en materia económica, laboral y de protección social. No es momento de perder de vista lo importante.
Más allá de la discrepancia planteada, importa entender su trasfondo, ligado a la evolución de la situación en Europa. La sociedad en su conjunto – y las fuerzas políticas – aún no se hacen a la idea de hasta qué punto estamos involucrados en la guerra de Ucrania. La contienda propiamente dicha se libra en sus lejanas planicies, pero los avatares del conflicto pautan ya la vida de nuestras naciones. Sería ilusorio pensar que podemos zafarnos de esa realidad. Todo se declina como una prolongación de la estrategia militar. La inflación no surgió con la guerra. Los cuellos de botella en los suministros, provocados por la pandemia, y las graves disfunciones en la economía global ya la habían hecho aflorar. La invasión de Ucrania no ha hecho sino agravarla y convertirla en un arma de guerra. Putin espera que el descontento popular ante la erosión de salarios y pensiones desestabilice a los gobiernos europeos. La insuficiente integración europea juega a favor del Kremlin. La dependencia energética pone en un brete a las principales economías. Alemania había mantenido su posición preeminente en la UE gracias a una potente base industrial, unos salarios contenidos y el suministro de energía procedente del Este. Eso se acabó. El motor económico de Europa podría entrar en recesión. Y, cuando más imperativo se torna avanzar en la transición ecológica, la coalición progresista tiene que quemar carbón a destajo. El Parlamento europeo declara “verdes” la energía nuclear y el gas. Boris Johnson acaba de dimitir, víctima, más allá de sus escándalos, de la imposibilidad de gestionar airosamente el brexit. El gobierno de Macron pena para echar a andar y el de Draghi se aguanta con pinzas. Ese es el cuadro general. Incluso los movimientos migratorios que ya estaban en marcha desde el continente africano, alentados ahora por hambrunas conscientemente provocadas, pueden convertirse en otro factor de presión.
Mientras los Estados colindantes desean una derrota de Putin, la tentación de ensayar una “política de apaciguamiento” planea sobre las principales cancillerías europeas. Eso es algo que responde a una doble ensoñación. Convertir una parte de Ucrania en los “sudetes” de Putin no satisfaría la ambición expansionista de su régimen. Pueden darse situaciones de alto el fuego. Pero no es imaginable lograr una paz democrática con ese poder ultranacionalista. Por otro lado, nada cabe esperar de un repliegue de los Estados sobre sus respectivas “soberanías”. Al contrario. La autocracia rusa pretende expandir sus dominios frente a una Europa dividida, donde impere el sálvese quien pueda. No hay que dejarse embaucar por quienes invocan la esencia inmutable de un alma rusa, supuestamente avezada al sufrimiento y la obediencia. La fuerza de atracción de una Europa federal, socialmente avanzada, representaría la peor de las amenazas para la alianza mafiosa de oligarcas y exagentes del KGB que gobiernan el país. La otra vertiente – acaso la más decisiva – de la “operación especial” del Kremlin es justamente la tentativa de sabotear ese proceso de construcción europea. En apariencia, Putin está fracasando. Finlandia y Suecia se han echado en brazos de la OTAN. La cumbre de Madrid ha exhibido una imagen de unidad. Pero la procesión va por dentro y el futuro está en disputa. La debilidad de los gobiernos puede resolverse en una voluntad redoblada de cooperación… o en un retroceso ante el temor a una explosión de cólera social. Optar por el improbable apaciguamiento y el repliegue nacional supondría deslizarse por la pendiente de la decadencia, facilitando el asalto del populismo a las instituciones democráticas. El camino del infierno está sembrado de buenas intenciones. Sin quererlo, el pacifismo de izquierdas se sitúa en esa pendiente. Invoca los intereses del imperialismo americano, su hegemonía en la OTAN, su confrontación geoestratégica con China… pero no alcanza a proponer una política operativa de seguridad para que prevalezca la autonomía europea. En general, la izquierda pacifista repudia, horrorizada, el militarismo. “Es preferible invertir en escuelas y hospitales antes que gastarse el dinero en armamento”. Cierto. Solo que, enfrente, tenemos a un tipo que no vacila en bombardear escuelas y hospitales.
En el próximo período, será menos malo que la izquierda adopte un semblante que algunos puedan tildar de militarista… a que vaya con un lirio en la mano. Y no, no se trata de sumarse a los ardores guerreros de ningún lobby, sino de darles la vuelta a cuenta de los intereses de la clase trabajadora. En lugar de lanzarse los Estados, cada uno por su lado, a un dispendio armamentístico, mejor será mancomunar esfuerzos, mutualizar el gasto en función de un dispositivo conjunto a nivel europeo. Los pasos en ese sentido son aún muy tímidos. Una fuerza europea de despliegue rápido de algunos miles de soldados tiene un valor simbólico, pero no modifica el escenario. El “paraguas” americano sigue siendo decisivo. Pero, por lo que respecta a los países miembros de la UE, ante la naturaleza de la amenaza a la que están confrontados, cada vez más carecerá de sentido la lógica de una “defensa nacional”. La verdadera cuestión no residirá tanto en el esfuerzo presupuestario propiamente dicho, sino en quién debe asumirlo. De hecho, esta disyuntiva se sumará a las muchas que se acumularán este otoño con una intensidad – acaso un dramatismo – que no podemos prever. Rusia inicia estos días el camino hacia una economía de guerra. Si el conflicto no se detiene, esa dinámica se planteará también, en mayor o menor medida, en el bando opuesto. ¿Hasta dónde llegará la inflación? ¿Habrá penuria energética? El movimiento obrero y la izquierda deben prepararse a escenarios de gran tensión, que requerirán claridad de ideas y audacia. El gobierno insiste en un pacto de rentas, establecido con la patronal y los sindicatos. Pero, ¿cabe pedir moderación salarial – lo que implica pérdida de poder adquisitivo de las franjas más humildes de la población, menor consumo y menos ingresos fiscales – sin contrapartidas que permitan contener la pobreza, mantener el Estado social y asumir también un mayor gasto en seguridad? No bastará con medidas simbólicas o parciales, como la limitación del reparto de dividendos o algún impuesto a las eléctricas. Pero, de momento, hay temblor de piernas en el ejecutivo por cuanto se refiere a una reforma tributaria de calado. Es evidente que no la habrá sin una fuerte presión social. Francia anuncia la nacionalización completa de EDF. Tras tantos años de hegemonía neoliberal, establecer el control estatal sobre una gran compañía eléctrica se antoja una osadía revolucionaria. No lo es, ni mucho menos. Leamos la noticia, sin embargo, como una señal precursora de la radicalidad de los tiempos que se avecinan.
Lluís Rabell
7/07/2022