
No hay día que no esté asociado a una conmemoración o a una causa. Siguiendo esa tónica, quizá podría instituirse el 27 de junio como “El Día del Mitläufer”. Ese día, el consejo de ministros acordó remitir el proyecto de “Ley Trans” al Congreso de los Diputados para su tramitación. Sin sorpresas. De hecho, el arbitraje de la Moncloa a favor de seguir adelante con ese polémico texto data de la remodelación del gobierno, hace un año. Podemos se había obstinado en hacer de la llamada “autodeterminación de género” – en realidad, “de sexo” – su estandarte, deseando marcar un perfil propio frente al PSOE.
Pero sería un error pensar que todo se reduce a un equilibrio de fuerzas entre los socios del gobierno de coalición. Podemos se ha convertido en el vector del transgenerismo en el seno del gobierno. Sin embargo, estamos ante un fenómeno tan potente como revelador de la época en que vivimos. Se trata de una corriente internacional, sustentada por poderosos intereses económicos y corporativos, que contribuye a perfilar un cierto modelo de sociedad. Una sociedad nada amable para las mujeres. Pero tampoco para la razón y el progreso humano en general. Con frecuencia, el árbol no nos deja ver el bosque. Y lo cierto es que el proyecto que inicia ahora su singladura parlamentaria viene a ser un colofón, el cierre de toda una arquitectura jurídica que ha ido tomando cuerpo, sin debate social, a través de los parlamentos autonómicos. Tanto en las comunidades gobernadas por la izquierda como en aquellas dirigidas por el PP o por fuerzas nacionalistas. Quince autonomías cuentan ya – o están en ciernes de examinar – sus respectivas leyes trans, todas ellas cortadas por el mismo patrón, con los correspondientes protocolos educativos y sanitarios. El Congreso está llamado a legislar en el ámbito competencial que tiene reservado: el del registro civil, donde cabría modificar, a todos los efectos, la inscripción del sexo a partir de una simple declaración. De este modo, quedaría certificado que, por encima de la realidad biológica, el sexo puede escogerse, al emanar de una esencia interna, de un yo preexistente e imperioso, susceptible de revelarse a cualquier edad. Las disposiciones autonómicas ya se ocupan de detallar las instrucciones a los enseñantes para que detecten una “infancia trans” a partir de gustos o conductas que los viejos estereotipos señalaban como características de uno u otro sexo. Esos protocolos cubren asimismo el tratamiento de la disforia de género en la adolescencia, rechazando cualquier análisis de sus causas en nombre de una “despatologización”. Es decir, prohibiendo cualquier intervención profesional que no sea una terapia afirmativa, enmascarando así patologías o experiencias traumáticas previas y empujando a los menores a tratamientos hormonales y quirúrgicos de dudoso beneficio para su bienestar emocional, pero de consecuencias irreversibles.
El movimiento feminista, prácticamente solo, está librando una batalla tenaz contra semejante despropósito. Sus argumentos son bien conocidos. Pero, volvamos al principio. “Mitläufer” es la expresión que utiliza la periodista y escritora Géraldine Schwarz en su libro “Los amnésicos”. Se refiere, hablando del período de ascenso del nazismo en Alemania, a la actitud de toda aquella gente que, aún sin sentir entusiasmo alguno por las ideas del nuevo régimen, se dejaban llevar por la corriente. Resistirse a ella podía comportar problemas. Por el contrario, adaptándose a las nuevas normas, era posible obtener beneficios, hacerse a buen precio con la propiedad que una familia judía se veía obligada a vender, lograr un ascenso… No eran fanáticos. Simplemente, mitläufer. Pues bien, ante la oleada queer que nos invade, el país se nos está llenando de mitläufer. Entendámonos. Una analogía no equivale a una identidad. Rescatar algunos rasgos de situaciones pasadas puede arrojar alguna luz sobre un presente brumoso, aunque épocas y circunstancias sean dispares. Nuestra sociedad es muy distinta a la de los años treinta. Sin embargo, entonces como ahora se vivía una profunda crisis de valores y perspectivas. Las heridas de la guerra, el doloroso fracaso de una revolución, una devastadora recesión… habían ido quebrando los resortes y la moral de una nación que se tornó incapaz de oponer resistencia a los bárbaros. El transgenerismo tampoco es el fascismo. Pero representa una corriente ideológica oscurantista y esencialista, profundamente reaccionaria. No en vano choca frontalmente con el feminismo, enraizado en la tradición ilustrada y el materialismo. Las mujeres conscientes han dado la voz de alarma. Sin embargo… ¡cuántas banderas se arrían ante los mandatos de esta nueva Inquisición! Colegios profesionales y universidades se inclinan ante unos postulados cuyo rigor científico se sitúa al nivel del terraplanismo. Administraciones, sindicatos, asociaciones, partidos… se deshacen en proclamas a favor de unos supuestos derechos que no se refieren realmente al respeto que merece todo colectivo y al rechazo de cualquier forma de discriminación, sino que encarnan la tiranía del deseo individual. ¿Cómo hemos podido caer en semejante delirio?
José Errasti y Marino Pérez Álvarez, cuyas charlas son vetadas en la universidad y asediadas violentamente por grupos transactivistas, proporcionan algunas pistas al respecto en su libro “Nadie nace en un cuerpo equivocado”. No son pocos quienes, dentro del mundo académico, les dan la razón en privado, pero les preguntan por qué se meten en líos. Es cierto. Denunciar la inanidad intelectual de la teoría queer y los peligros que se derivan de la traslación legislativa de sus postulados sólo puede acarrear sinsabores. No obstante, tienen razón estos autores cuando subrayan el compromiso ético de los docentes con la sociedad. A ésta pertenecen el saber, la ciencia y el conocimiento en general. Quienes están al frente de instituciones que deben promoverlo no tienen derecho a ceder ante el oscurantismo, ni a permitir la asfixia del pensamiento crítico y la libertad de expresión. Otro tanto puede decirse de los colegios profesionales. Sin embargo, está ocurriendo todo lo contrario. La cobardía y la dejación de responsabilidades se imponen en una sociedad moldeada por décadas de hegemonía neoliberal, donde reina el individualismo y el mercado dicta su ley en todos los ámbitos de la vida. Nos hemos quedado sin utopías, sin esperanzas colectivas. Una vez más, la sociedad está desmoralizada, con sus defensas bajas ante los embates de los nuevos bárbaros.
Son pocos los fanáticos… pero muchos los acomodaticios. No, nuestro gobierno de izquierdas no se ha vuelto queer. Simplemente, por motivos diversos, se nos ha puesto en modo mitläufer. Unos han preferido darle su chuche a Podemos, ignorando las advertencias de las propias feministas socialistas. Otros prefieren no meter las narices en temas que no corresponden a su negociado. Alguno sobrevuela el suyo, optando por no enterarse del asedio que sufren académicos, psicólogos o enseñantes críticos. Incluso Yolanda Díaz, una de las ministras con mejor desempeño – y esperanza de una reorganización de la izquierda alternativa -, se apunta al discurso oficial. (Es dudoso que Yolanda Díaz tenga grandes conocimientos sobre el tema, pero la alianza con Más País o los comunes bien vale una misa queer). Todo el mundo tiene sus razones para seguir la corriente. Y no será porque no surjan contradicciones, ni dejen de parpadear luces rojas alertando del peligro. Desde el Ministerio de Igualdad hubo todo tipo de objeciones cuando fue cuestión de sancionar la tercería locativa y multar a los “clientes” de la prostitución. Las mismas voces que denunciaban aquel “populismo punitivo” proponen ahora un catálogo de durísimas sanciones para quienes discrepen de los postulados transgeneristas. Algo así como una nueva ley mordaza. La Moncloa ha querido quedar bien con el colectivo LGTBI en la víspera del Día del Orgullo. Pero, en realidad, no ha hecho sino ceder a ciertos grupos de presión que copan su representación y que se caracterizan por una marcada misoginia, en particular por cuanto se refiere a su acceso a los “vientres de alquiler”. El oportunismo, ese viejo vicio de la izquierda que consiste en sacrificar los principios en el altar de efímeros beneficios a corto plazo, induce siempre a optar por la línea de menor resistencia.
Comienza el trámite parlamentario de la ley trans. Todavía hay partido, aunque soplen vientos desfavorables a la objeción feminista. Quizá no logremos evitar, entre otras cosas, muchos de los estragos que amenazan la salud de los menores. Especialmente de las adolescentes, que concentran las tres cuartas partes de los casos de disforia de inicio rápido. Cuando se acumulen las frustraciones y sufrimientos de jóvenes cuya mutilación y medicalización de por vida se habrá propiciado, ¿quién se hará responsable de lo ocurrido? Es urgente reaccionar. Conviene recordar que, dependiendo del contexto, el campo semántico de “mitläufer” puede deslizarse desde el pusilánime “seguidor” al ínclito “secuaz”. La historia nos enseña que los mitläufer de hoy son los amnésicos de mañana. En fin, quizá no sea tan buena idea consagrarles un día…
Lluís Rabell
30/06/2022
Muchísimas gracias por tan profundo, veraz y a la vez sencillo análisis de lo que nos viene encima y sin darnos cuenta.
Esto no se habla en las barras de los bares ni en las mesas de las comidas familiares.
Cuesta entrar en materia porque lo han vestido a conciencia de purpurina y modernidad.
Cómo filósofa, Amelia Valcárcel lidera el movimiento de denuncia de esta posible ley trans por perjudicar los derechos de las mujeres y la Salud de las niñas y niños.
Gracias de nuevo.
M'agradaM'agrada
Eres un imprescindible, Lluis Rabell. Gracias.
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Magnífico artículo, como todos los suyos! Gracias por escribir
M'agradaM'agrada
Gracias.
Hay que reconocer que el público en general no tiene ni idea de esto. Se entiende el movimiento transactivista como uno más de lo colectivos oprimidos y nadie cuestiona las cosas cuando te las venden así. Y si además se camufla dentro del colectivo LGTB… Hay que profundizar un poco para darse cuenta de lo que hay detrás.
Pero en cuanto a la comunidad científica, ahí sí que no hay perdón. Ahí sí que va a haber un montón de amnésicos.
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