No siempre nos quedará París

        La segunda vuelta de las elecciones presidenciales francesas se anuncia muy disputada. Nadie se atreve a hacer demasiados pronósticos sobre el desenlace del enfrentamiento entre Emmanuel Macron y Marine Le Pen. La extrema derecha no solo se planta por tercera vez en la recta final de unas presidenciales, sino que nunca había tenido tantas posibilidades de acceder al Elíseo. Si lo lograse – en eso coinciden todos los analistas – la conmoción política sería enorme. En Francia y en toda Europa. El proyecto de la Unión Europea, zarandeado por el brexit, tensionado por la guerra de Ucrania y cuestionado por los embates del nacional populismo, se vería amenazado. La elección de Trump ya nos mostró en su día que lo impensable puede producirse. Las sociedades “líquidas” pueden optar por las alternativas más alocadas. (Lo cual no significa que tal fenómeno carezca de explicación racional).

            Los dos candidatos, dice la prensa, se lanzan ahora a la conquista del voto de las franjas sociales más desfavorecidas. Así pues, el proletariado, cuya irremisible desaparición de la escena de la historia tantas veces se había anunciado, decidirá el destino de Francia. Tan irónico como cierto. Y ese hecho nos remite a un factor realmente crucial, determinante en la configuración del actual escenario político y sus dilemas: la profunda crisis de la izquierda. Los resultados de la primera vuelta son conocidos, y certifican tendencias de fondo que operaban desde hace años en el seno de la sociedad francesa. Pero perfilan también algunos cambios cualitativos. El PCF, por primera vez desde 1969, logra el “sorpasso” sobre el PS… recogiendo poco más del 2% de los sufragios. El partido, que se sostiene gracias a una red de cargos municipales y sindicales, nunca logró recuperarse del descrédito provocado por el hundimiento histórico de la burocracia soviética. Más allá del valor militante de sus cuadros, no representa ninguna referencia susceptible de atraer a las nuevas generaciones.

            Pero, sin duda, el resultado más llamativo, por catastrófico, ha sido el de la candidata socialista, Anne Hidalgo. Con un 1’7% apenas consigue superar a las dos candidaturas testimoniales de la extrema izquierda. Es el peor resultado jamás obtenido por el PS. Enric Juliana escribe que éste es “un partido que surgió de las brumas y en ellas se pierde”, sin que merezca que se vierta una lágrima por él. En realidad, la cosa no es tan espiritual. La guerra de Argelia dejó en los huesos a la vieja SFIO. En 1969, Gaston Deferre obtuvo un 5% de votos. El socialismo, refundado en torno a François Mitterrand, no devino un gran partido hasta la década siguiente, como efecto combinado del desgaste del gaullismo, la onda expansiva de mayo del 68 en el plano electoral y el declive imparable del PCF. Hoy asistimos al final de un largo ciclo en que el PS se fue adaptando a los postulados de la globalización neoliberal, perdió pie sobre la clase trabajadora y se orientó hacia las clases medias cultas y mejor retribuidas. François Hollande fue el sepulturero del socialismo francés, culminando esa deriva: Macron ofició como su ministro de Economía y Manuel Valls fue su primer ministro. El proyecto del aún presidente de la República representa el encuentro de las clases medias aspiracionales que habían votado por la socialdemocracia y de una parte del electorado de la derecha neoliberal, bajo un liderazgo unipersonal. Populismo con traje de Armani. Su base es una franja social esencialmente urbana, acomodada y que ha logrado encajar con los parámetros de la globalización. La animadversión que suscita Macron entre los “perdedores” de las sucesivas crisis y reajustes da la medida de la insalvable distancia de clase que les separa. Deseosa de preservar su modus vivendi, toda una promoción de cuadros socialistas saltó sobre ese proyecto, que inevitablemente iría escorándose hacia la derecha a lo largo del mandato. De la derecha provenían los principales cargos ministeriales con que ha contado Macron. Lo que quedaba del PS no ha sabido reaccionar, ni ha podido sobreponerse a ese descalabro.

            Sobre el papel, el planteamiento de Anne Hidalgo era coherente: apoyarse en los alcaldes socialistas y proponer un programa bien trenzado de reformas sociales y medioambientales, con un horizonte europeísta. Pero ya era tarde. La gente estaba demasiado exasperada tras los impactos de la pandemia y la carestía de la vida para atender a razonamientos. Y la losa del descrédito, acentuada por las constantes fricciones entre la alcaldesa de París y el aparato del partido, se ha revelado demasiado pesada. No se resuelve un alejamiento social, vivido por los de abajo como una traición, con un elegante discurso de campaña. ¿Significa eso la desaparición definitiva del PS? Una vez más, las cosas no son tan sencillas. Las siglas quizá hayan quedado comprometidas para siempre. Pero, guardémonos de entierros prematuros: el espacio de la izquierda reformista se ha recuperado de anteriores debacles. A pesar de todo, el PS sigue contando con una red solvente de cargos locales y regionales. Pero la recomposición de un proyecto socialdemócrata, más allá de cómo convenga llamarlo, se antoja una tarea hercúlea. Harán falta caras nuevas. Y hará falta un proyecto que tome la medida de la polarización que atraviesa la sociedad francesa – la derecha clásica se ha hundido de un modo igualmente estrepitoso –, que busque recuperar credibilidad entre la clase trabajadora y que conecte con una nueva generación, ajena a las tradiciones y referentes de la izquierda.

            Una parte significativa del electorado natural del PS, sobre todo de sus estratos más plebeyos, se ha reconocido en la propuesta de Jean-Luc Mélenchon, gran triunfador – amargamente derrotado – de la noche electoral. Sólo la falta de reflejos por parte de las restantes candidaturas de izquierda – en la recta final de la campaña eran evidentes los magros resultados a que podían aspirar – hizo que permaneciesen en liza hasta el final. La dispersión del voto progresista impidió por bien poco que La France Insoumise superara a Marine Le Pen, cambiando radicalmente con ello el panorama político. Puede que la izquierda tenga que lamentar ese error durante bastante tiempo. Sobre un fondo de frustración, los reproches estarán a la orden del día entre sus distintas sensibilidades.

            Sin embargo, el desenlace de la contienda presidencial depende del comportamiento de ese notable electorado – nada menos que un 22% – que votó por Mélenchon. En sus comentarios sobre Francia, el mismo Juliana, señalando esperanzado ese espacio, dice que “la izquierda no ha desaparecido”. Y es cierto. Ese porcentaje electoral es similar, en cuanto a su volumen se refiere, al que sucesivamente atesoraron el PCF y el PS. Pero ni su composición, ni su cultura política son las mismas. Los procesos de desregulación neoliberal y deslocalización de la producción – que empezaron ya bajo el primer mandato de Mitterrand – han modificado en profundidad la geografía sobre la que se asentaba la izquierda. A medida que dejaba de hablar a los desheredados, el rechazo abstencionista de la política institucional y el discurso de la extrema derecha penetraban en las regiones desindustrializadas. Hoy, la retórica lepenista se dirige muy conscientemente a esas capas obreras y populares, denunciando confusos e inalcanzables poderes – “las élites”, “la tecnocracia de Bruselas” – y designando cercanos enemigos, no sólo en la emigración, sino entre sus hijos franceses. En la guerra de pobres contra pobres que alienta la extrema derecha ganan siempre los ricos. La política “social” de Marine Le Pen pasa por bajar los impuestos con los que se financian los servicios públicos, propiciando una disputa aún más feroz por las migajas del Estado providencia. Tal es el cimiento de su cacareada “reconciliación del Capital y el Trabajo”, de inconfundibles consonancias petainistas. Por otra parte, la candidatura de Éric Zemmour, de aires más radicales y pretensiones intelectuales, ha permitido a Marine Le Pen reforzar su imagen popular, distanciándose del aura sulfurosa de su padre, torturador durante la guerra de Argelia.

            El electorado popular que atrae Le Pen corresponde a ciertas franjas de edad. Los apoyos de Mélenchon son marcadamente juveniles. Un dato esperanzador de cara a una futura recomposición de la izquierda, pero que comporta un problema. Esa generación, crecida bajo la hegemonía neoliberal, carece de vínculos con las experiencias de un movimiento obrero y de una izquierda que sólo ha conocido ya desfondados y faltos de ambición transformadora. La vieja “disciplina republicana” – votar en la segunda vuelta por el candidato progresista mejor situado – no significa gran cosa para los jóvenes de los barrios periféricos. Las repetidas torpezas de la izquierda han contribuido a desdibujar las antiguas trincheras de clase… justamente cuando las desigualdades sociales se tornaban más y más insoportables. La ira y el resentimiento han ocupado el lugar de la conciencia política. El éxito de Mélenchon reside en gran medida en el hecho de haber sabido conectar con ese estado de ánimo. Pero su talante es francamente populista y cabalga sobre la ilusión de una autosuficiencia nacional; su discurso es soberanista y no europeísta; su ambigüedad sobre la guerra de Ucrania y acerca de Putin, manifiestas. El populismo de izquierdas no representa un balance superador de los viejos partidos, ni una transmisión de las experiencias políticas adquiridas por las anteriores generaciones. Y eso puede deparar sorpresas muy desagradables.

            Para ganar, Macron necesita el voto de mucha de la gente que ha maltratado y despreciado a lo largo de su mandato y que lo percibe, con mucha razón, como “el presidente de los ricos”. A ellos ha beneficiado con sus rebajas fiscales, mientras desoía el clamor de los “chalecos amarillos” o suprimía recursos hospitalarios en plena pandemia. Consciente de la amenaza inminente de la extrema derecha y de la fuerte emotividad que domina en su propio movimiento, Mélenchon lanzaba, tras el escrutinio de la primera vuelta, un dramático llamamiento a sus votantes para que no se dejasen llevar por la ira. (“Ni un voto para la extrema derecha”, decía, aunque sin llamar a votar por Macron, como hicieron socialistas, comunistas y ecologistas). Sus temores son fundados. Una parte del electorado de La France Insoumise puede retraerse en la abstención. No hay que descartar incluso que algunos voten a Le Pen como un “voto de castigo”. El populismo trae consigo vientos nihilistas. A falta de una consciencia política sólidamente construida, la rabia y la frustración pueden desembocar en un “cuanto peor, mejor” de funestas consecuencias. La izquierda deberá afrontar una severa penitencia por sus reiterados pecados de oportunismo. Para la propia democracia política, la amenaza – esta vez sí – deviene muy seria. Ninguna inercia garantiza que siempre nos quede París.

            Lluís Rabell

            13/04/2022

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