
“Una vida revolucionaria sin revolución”. Así concluye “Le Monde” un extenso artículo que repasa la dilatada trayectoria vital y militante – ambas se confunden – de Alain Krivine, histórico líder trotskista y figura emblemática del mayo francés, fallecido ayer. El epitafio resulta bastante acertado. Sin embargo, exhala un engañoso aroma de fatalidad. Como si se tratase de una existencia, sin duda abnegada, pero entregada en vano a una causa que, hace mucho tiempo ya, habría desaparecido del horizonte de los posibles. Nada más lejos de la verdad. Junto a otros hombres y mujeres de su tiempo, Krivine encarnó el legado de un combate heroico, librado por anteriores generaciones del movimiento obrero. La memoria de esas luchas ha reverdecido a cada nuevo embate de los oprimidos. El eco del pasado ha resonado con fuerza en sus anhelos de justicia. A veces, quedó reducido a un tenue murmullo por el estruendo de las derrotas. Pero, más allá del destino de quienes la transmitían, esa herencia siempre quiso ser semilla de futuro. Gracias a gente como Alain Krivine, el propósito acabará por cumplirse.
Amargo retorno de la historia: Krivine nació en 1941, en París, en el seno de una familia judía, huida de Ucrania tras la oleada de pogromos que, a finales del siglo XIX, asoló la llamada “zona de residencia”. A muy temprana edad, en 1955, se adhirió a las Juventudes Comunistas. Entre 1958 y 1965, fue miembro del Comité Nacional de la Unión de Estudiantes Comunistas. En 1966 fue expulsado del PCF por negarse a apoyar la candidatura de François Miterrand, cuyo desempeño durante la guerra de Argelia estaba aún muy fresco en el recuerdo. (Bajo su mandato al frente del Ministerio de Justicia fue guillotinado el comunista argelino de origen europeo Fernand Iveton por su relación con el FLN). Pero, de hecho, Krivine ya había ido evolucionando con anterioridad hacia el trotskismo, como consecuencia de su oposición a la línea oficial del partido, opuesto a la independencia de Argelia.
Conviene recordar que el PCF fue siempre uno de los partidos comunistas occidentales más genuinamente estalinistas, cuya orientación estuvo fielmente sujeta a la política exterior del Kremlin y a todos sus giros. Durante la segunda guerra mundial, con Francia dividida entre la zona de ocupación alemana y el régimen de Vichy, el PCF no se volcó de verdad en la Resistencia, convirtiéndose al cabo en “el partido de los fusilados”, hasta que la URSS fue invadida por Hitler. Fidelidad al pacto germano-soviético. Iniciado el levantamiento argelino, el FLN reprochaba a los comunistas franceses que traicionasen sus propios principios internacionalistas, negándose a apoyar la lucha de emancipación de un pueblo sojuzgado por el colonialismo. Los argelinos atribuían esa actitud a la voluntad de priorizar, por encima de todo, una férrea oposición al imperialismo americano, entendiendo que ésta se vería debilitada si Francia perdía su rango de potencia mundial. El PCF siempre cultivó un espíritu soberanista y nacionalista, que concordaba con esa manera de entender la contención de la influencia americana en Europa en los años de la “guerra fría”. Mucho después, la célebre consigna “fabriquemos francés” mutaría en “fabriquemos con franceses”, cuando la extrema derecha empezó a conquistar el corazón de muchos electores comunistas, convertidos en perdedores de la globalización.
La rebeldía de Krivine ante la deriva del PCF conectó con la tradición comunista que trataban de mantener, en medio de enormes dificultades, las organizaciones trotskistas de entonces. La victoria del Ejército Rojo sobre el nazismo – y los inmensos sacrificios consentidos por los pueblos soviéticos – habían fortalecido la influencia de la burocracia gobernante sobre la clase trabajadora del mundo entero, haciendo olvidar los crímenes de Stalin… y aislando a sus opositores de izquierdas, calumniados y perseguidos como ninguna otra corriente revolucionaria lo ha sido en la historia. El mérito de Krivine – y del grupo de jóvenes comunistas que le acompañaría más tarde en la formación de la LCR – fue el de identificar y retomar el hilo de una continuidad que enlazaba los dilemas su época con la experiencia de la Revolución de Octubre y los primeros pasos de la Internacional Comunista. Esa hornada militante, que había empezado a templarse en la revuelta contra “su” propio imperialismo, recibió así la experiencia de cuadros veteranos, dirigentes de la IV Internacional, como Pierre Frank, antiguo secretario de Trotsky, o Ernest Mandel, cuyos padres habían participado en la fundación de la Liga Espartaquista de Karl Liebnecht y Rosa Luxemburgo. La transmisión de las lecciones y conquistas políticas de una generación revolucionaria – “la más importante y difícil de cuantas tareas debe abordar una dirección”, repetía Wilebaldo Solano, secretario del POUM – quedaba así asegurada.
Ese momento fue crucial. En realidad, por su mentalidad, su estilo, sus referencias culturales, su manera de entender la política… Krivine siempre fue un auténtico comunista. Representaba el espíritu comunista que el estalinismo corrompió en los partidos oficiales, el comunismo que no pudo ser en organizaciones que llegaron a influir a grandes masas obreras y populares. Y entroncaba con el internacionalismo de aquellos que combatieron a Franco, a pesar de ser hostigados y asesinados, como Nin, en el propio bando republicano; con la fidelidad a la causa socialista de quienes, deportados por Stalin, se ofrecieron voluntarios como tropa de choque para combatir la invasión nazi; con la consciencia de clase de aquellos trotskistas bretones que no sólo resistieron a la ocupación alemana, sino que llegaron a organizar células antifascistas en el seno de la Wehrmacht, sin caer en la exaltación patriótica ni siquiera en tan terribles circunstancias… Es útil recordar todas esas cosas cuando se libra de nuevo una cruel contienda en Ucrania, y la izquierda no sale de su perplejidad.
La transmisión de la memoria no es un hecho libresco, ni un ejercicio meramente intelectual. Tiene mucho que ver con el desarrollo vivo de la lucha de clases. La figura de Alain Krivine se asocia al recuerdo de mayo del 68, reduciendo con frecuencia – y de modo nada inocente – aquella fecha a una revuelta estudiantil, a un movimiento contracultural. En el mejor de los casos, estaríamos ante el simpático representante de un trasnochado romanticismo revolucionario. 1968 representó una encrucijada mundial. El mayo francés no se redujo a las barricadas del Barrio Latino de París: fue una huelga general de diez millones de trabajadores que hizo tambalearse al régimen del general De Gaulle. 1968 fue también el año de la revolución de Praga, un intento de avanzar hacia un socialismo democrático aplastado por los tanques del Kremlin. El año anterior, el Che había caído en Bolivia, convirtiéndose en el símbolo de un nuevo embate emancipador que bullía en América Latina, en África, en el Próximo Oriente o en Vietnam… En Europa, se vivía el ascenso imparable de un movimiento obrero clandestino que minaba los cimientos de la dictadura franquista; las fábricas italianas pronto vivirían su “mayo rampante”; la juventud alemana se radicalizaba; a principios de la década siguiente, los trabajadores de la construcción naval del Báltico desafiarían a Gierek… Un convulso y dilatado proceso de revolución mundial, combinando la lucha por rebasar el capitalismo en Occidente, la regeneración del socialismo en el Este y la plena emancipación de las naciones colonizadas – perspectiva en la se inscribían la IV Internacional y cuantas organizaciones se reclamaban del trotskismo – no tenía en aquellos momentos nada de una ensoñación. Muchos vimos mayo del 68 como un ensayo general de una revolución que intuíamos cercana. Esa revolución no llegó a ser. Pero no porque no fuese posible. La historia es una sucesión de disyuntivas y bifurcaciones, de alternativas que no están determinadas de antemano. Sólo la lucha zanja. Y, en la lucha, puede ocurrir que un bando, a pesar de su fuerza, no cuente con un estado mayor a la altura de los acontecimientos. O que se llegue a salidas híbridas, a medio camino entre el cambio anhelado y un pasado en ruinas. La revolución portuguesa, contenida, alumbró la República moderna que hoy conocemos. Y, tras el “crepúsculo del franquismo”, amanecieron los pactos de la transición democrática.
Luego, vino lo que es de todos conocido: la “revolución conservadora” de Thatcher y Reagan, nuevos retrocesos del movimiento obrero, el inicio de una reorganización del capitalismo que socavaba las conquistas del welfare state de la posguerra. Y vino, finalmente, la caída del Muro de Berlín y el colapso de la URSS. Pero el hundimiento definitivo de la burocracia estalinista no revigoró al trotskismo. Con la URSS se hundieron las utopías de emancipación que, a lo largo del siglo XX, habían alentado las esperanzas y sacrificios de millones de hombres y mujeres. Triunfante, el capitalismo proclamaba el “fin de la Historia”. Para la humanidad, no había nada más allá de un mundo regido por el mercado. Esa ruptura ha operado hasta nuestros días como una cancelación de la memoria: si no hay futuro, sólo cabe gestionar las miserias del presente. Sin futuro, el ayer no nos dice nada útil, y la mirada retrospectiva se tiñe de impotencia y melancolía.
Alain Krivine forma parte de los cuadros que han atravesado estas difíciles décadas sin caer en la nostalgia, buscando en cada nuevo combate de los oprimidos la ocasión de recomponer fuerzas y volver a empezar. Con aciertos y desatinos, pero sin equivocarse nunca de enemigo. Desde la revolución nicaragüense y la solidaridad con Palestina a los movimientos alter mundialistas, desde las movilizaciones antirracistas hasta las luchas en defensa de las pensiones… A través de la LCR y, más tarde, del NPA. No ha habido pelea en favor de causas progresistas o derechos de la que Krivine no fuera partícipe. “Constancia e integridad”, tuiteaba el socialista Benoît Hamon, resumiendo la trayectoria de un dirigente cuya desaparición “entristece a toda la izquierda”.
Krivine se marcha cuando nos adentramos en una profunda crisis del orden global. Tras dos años de una pandemia que ha acelerado cambios estructurales, ahondado desigualdades, haciéndonos sentir la amenaza del cambio climático, la disputa de la hegemonía mundial ha alumbrado al Este de Europa una guerra de impredecibles consecuencias. La Historia no ha terminado. Más urgente que nunca y de nuevo ante inmensas dificultades, se plantea la compleja tarea de una reorganización de las izquierdas. El testigo que recogió Krivine de la precedente generación no pudo fructificar en las adversas condiciones de las décadas neoliberales. El aislamiento de las vanguardias las empuja muchas veces al izquierdismo o a una ímproba búsqueda de atajos. Se avecinan años de intensas luchas entre las clases que liberarán raudales de energía social. Será la hora de hacer valer el legado de la independencia política de la clase trabajadora y del internacionalismo. Y entonces se verá que ningún esfuerzo anterior fue vano, que ninguna lucha inútil.
En su libro de memorias sobre la guerra – “Sin botas ni medallas” – el trotskista bretón André Calvès dice que a todos se nos hace muy difícil aceptar que el advenimiento de una sociedad socialista no se produzca cuando aún gozamos del vigor de la juventud. Es algo muy humano. Pero el capitalismo necesitó siglos de tumulto y violencia antes de dominar y formatear el mundo. Superarlo requerirá sin duda la abnegación y creatividad de varias generaciones. Sumarnos conscientemente a esa corriente debería procurarnos satisfacción intelectual y moral. La sonrisa burlona de Alain Krivine perseguirá siempre sobre los escépticos, incapaces de cambiar nada. Que la tierra te sea leve, camarada.
Lluís Rabell
14/03/2020