Una izquierda con acné

       La controversia que ha envuelto la convalidación de la reforma laboral pactada por los agentes sociales ha puesto de relieve un buen número de problemas políticos. Algunos afectan en particular al espacio que comúnmente ubicamos a la izquierda de la socialdemocracia. Vale la pena reflexionar sobre dos de ellos, especialmente relevantes.

           La reforma “se había quedado corta” a ojos de algunos, y reclamaban el derecho del Congreso de los Diputados a enmendar el acuerdo, en lugar de proceder a la convalidación del decreto. Dejemos de lado el desprecio que revela esa actitud hacia los avances contenidos en dicha reforma; avances de gran calado por cuanto se refiere a la situación contractual de millones de trabajadores y a la capacidad de negociación colectiva de los sindicatos. Las propias organizaciones obreras se han encargado de explicitarlos y ponerlos en valor. Importa aquí llamar la atención sobre la exacerbada reivindicación de la potestad del parlamento a que hemos asistido. “¿Cómo? ¿Pretenden que avalemos sin más unas disposiciones que nos vienen dadas? ¡Y el Gobierno se opone a que cambiemos siquiera una coma! Somos la representación de la soberanía popular”.

           En efecto, el Congreso de los Diputados lo es. Pero, cuando una verdad se convierte en algo absoluto, deja de ser cierta. La democracia representativa y la expresión de la voluntad de la ciudadanía no se reducen a la cámara legislativa, ni ésta dispone de un poder irrestricto. La democracia consiste en un complejo conjunto de instituciones, y también de ámbitos de actuación de la sociedad civil, que se reequilibran entre sí, actuando como contrapesos; ora en tanto factores de impulso político o como elementos fiscalizadores del poder. Daniel Innerarity dice que la democracia viene a ser un sistema concebido para que la mayoría no pueda hacer lo que le venga en gana. Existe la consabida separación de poderes, definitoria de un Estado de Derecho. Pero, por decirlo en términos puestos de moda por la eclosión de las criptomonedas, no sólo el parlamento practica la minería legislativa – aunque sea él quien deba certificar sus resultados. El diálogo y los acuerdos alcanzados por los actores sociales representativos – las centrales sindicales y la patronal – constituyen un elemento primordial de la arquitectura democrática. Así lo avala la propia Constitución. Y, más que nadie, debería tenerlo claro la izquierda. Los engranajes institucionales de la democracia, para funcionar adecuadamente, requieren el engrase de la cultura democrática, practicada desde la sociedad. (Digámoslo de paso, es ante todo esa cultura lo que la derecha y la extrema derecha están corroyendo de modo sistemático al actuar como aprendices de brujo trumpistas).

           La reforma laboral no sólo ha sido trabajosamente negociada durante meses por las organizaciones confederales, sino que éstas han generado durante años las condiciones para sacarla adelante: desde las huelgas generales contra la pérdida de derechos hasta el esfuerzo por incorporar a miles de riders a un marco laboral reglado, pasando por innumerables luchas, negociaciones de convenios e incluso sacrificadas peleas por las libertades sindicales. Es dudoso que haya alguien más conectado con la realidad de las empresas y la disposición de la clase trabajadora que esos sindicatos. ¿Qué sentido tiene, pues, que la izquierda parlamentaria – o parte de ella – se ponga a enmendarles la plana? Las organizaciones sindicales no se dirigen, ni se “radicalizan” desde la tribuna de oradores. La función de la izquierda es esforzarse para que haya leyes progresistas y, sobre todo, garantizar que los sindicatos puedan ejercer su función. La izquierda no está para tutelarlos ni reñirlos. Aún menos para cuestionar su solvencia desde un escaño.

           ¿De verdad la reforma parece poca cosa a algunos grupos parlamentarios? Más que nadie, los sindicatos saben el trecho que queda por andar. Y, aunque son conscientes de lo duro que será “pasar de las musas al teatro” y materializar esa reforma en los centros de trabajo, no han tardado ni un día en apretar para obtener una nueva subida del SMI. Justo cuando tocaba actualizarlo. Si alguien quiere expresar la necesidad de ir más lejos en la conquista de derechos, sólo tiene que echar mano de la agenda de CCOO y UGT para inspirarse de cara a futuras iniciativas legislativas.  En cualquier caso, por lo que respecta a la votación del 3 de febrero, nada justificaba poner en peligro los logros alcanzados en la negociación. Efectivamente. ERC, Bildu y BNG, “jugaron a la ruleta rusa” – como dice Nicolás Sartorius – mientras exhibían una retórica enardecida. Pero incluso en las filas de la izquierda alternativa, que ha permanecido junto al gobierno de Pedro Sánchez, ha habido discusiones acerca de la “imposición” de un acuerdo “cerrado” por parte del PSOE. Aparte de no entender el riesgo que suponía iniciar un farragoso procedimiento de enmiendas, con todos los números para desbordar los límites de lo pactado y dar al traste con una reforma a la que no había sido nada fácil atraer a la CEOE, esa actitud revelaba sobre todo un trasfondo populista y simplista en la concepción de la democracia, al devaluar la importancia del diálogo y la concertación social. O, según la afortunada expresión de Unai Sordo, al confundir “el centro” con la centralidad de la reforma como factor de estabilidad política – en medio de un clima enrarecido por los exabruptos de la derecha -, de modernización de las relaciones laborales en España y de su adecuación a los estándares europeos. Así es. Aquella intempestiva invocación de la soberanía parlamentaria cuestionaba en realidad la representatividad de los sindicatos y, por ende, hacía un flaco favor a la democracia.

           Pablo Iglesias – que, como ya no está en el gobierno, “dice lo que piensa” – se ha abonado a la tesis de la “rigidez” de Pedro Sánchez en la defensa de la literalidad de la reforma, lo que le hizo sucumbir a la vieja tentación de practicar una “geometría variable” en busca de apoyos parlamentarios. Y esa exploración le habría llevado a dar la espalda a la mayoría que hizo posible su investidura. Admitámoslo: ponerse en manos de dos diputados de UPN era un tanto temerario. Daba la impresión que no se había aprendido nada con la penosa experiencia de la moción de censura en la comunidad murciana. Pero, tal como lo expresa, el razonamiento de Pablo Iglesias blanquea la frivolidad de ERC, EH Bildu y BNG, que creyeron llegada la oportunidad de hacer una machada ante sus respectivas parroquias nacionales… sin coste alguno. Es decir, contando con que ya se encargarían otros de sacar adelante la reforma laboral. Más allá de las torpezas que haya podido cometer, el gobierno tenía la obligación de buscar apoyos y preservar los términos de lo pactado. Los “socios” en cuestión no facilitaron precisamente la cuadratura del círculo. Esa es su responsabilidad y no tiene sentido ocultarla. Lo que hay detrás de ese enfoque es la idea de que la izquierda alternativa debería aglutinar a esa constelación de izquierdas “periféricas”, haciendo de contrapeso al reformismo socialdemócrata. A falta de sorpasso

           El problema es que esas izquierdas son ante todo nacionalistas. Y eso tiene un claro sesgo ideológico de clase. La idea que se hace ERC de la justicia social es “la caseta i l’hortet” de Macià. Es el “socialismo” chato y provinciano del “senyor Esteve”, aquel personaje teatral de Santiago Rusiñol cuya cosmovisión apenas rebasaba las paredes de la mercería que orgullosamente regentaba, como ya señalara en su tiempo Andreu Nin. Entre derecha e izquierda, sobre todo fuera de Catalunya, ERC se inclina por la izquierda; pero entre izquierda y nación, escoge siempre la nación. O la idea distorsionada que se hace de ella. Es ilusorio querer trenzar una izquierda estatal, para imprimir al gobierno un rumbo transformador más ambicioso, con semejantes mimbres. Una cosa son los pactos episódicos, incluso de legislatura con tales formaciones. Pero hay que saber que no tienen un proyecto para España, ni pretenden tenerlo. Una izquierda seria, que quiera ocupar un espacio a la izquierda del PSOE, debe buscar sus apoyos entre la clase trabajadora. Y debe hacerlo en torno a un horizonte estratégico que corresponda fielmente a sus intereses. Ese horizonte sólo puede ser federal. Más allá de pactos progresistas bien definidos, la connivencia con fuerzas independentistas, capaces de declamar discursos radicales en Madrid que se guardan muy mucho de llevar a la práctica allí donde gobiernan, sólo puede empujar la izquierda alternativa a comportamientos inmaduros y sobreactuaciones estériles. El populismo nos sienta mal, muy mal. Ojalá fuese como el acné. Pero ya sería hora de ir espabilando, no vayamos a eternizarnos en la adolescencia.

           Lluís Rabell

           10/02/2022

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