
Tras la adopción en consejo de ministros del anteproyecto de ley que reconoce la “autodeterminación de género”, la cuestión “trans” sigue agitando la actualidad. Como era de esperar, ha sido el tema estrella en las manifestaciones del Orgullo. Y esto no ha hecho más que empezar. Para cualquier observador resulta sorprendente que la causa de un colectivo minoritario concite, a nivel mundial, el apoyo entusiasta de gobiernos, ámbitos académicos, medios de comunicación y producción cultural, que arrastre a sindicatos y fuerzas políticas de signo variado… Y eso, incluso en países donde los derechos de las mujeres son precarios o inexistentes y las sociedades siguen siendo muy homófobas. La paradoja se explica porque, en realidad, no se trata de preservar los derechos humanos, ni la dignidad de un determinado colectivo, sino de invocarlos… a fin de introducir un nuevo paradigma en la sociedad y grabarlo en el mármol de sus leyes.
Como ocurre con todo fenómeno de cierta amplitud, en su génesis y desarrollo intervienen distintos factores, materiales y culturales. Hay poderosos intereses económicos tras la promoción del transgenerismo. Investigadoras feministas han desvelado el entramado de fundaciones, vinculadas a grandes corporaciones con intereses en las industrias biomédicas y farmacéuticas, desde las que fluye la financiación de los lobbies. Sin embargo, eso no explica la explosión de lo queer a la que estamos asistiendo. Sin pretender, ni mucho menos, agotar el tema, creo que podemos distinguir dos razones que contribuyen a ello. La primera tiene que ver con la propia naturaleza de los postulados de este movimiento. La segunda, se refiere a su método de expansión, perfectamente adaptado a las características de las sociedades post-industriales, moldeadas por décadas de hegemonía neoliberal.
En última instancia, el transgenerismo es un movimiento de hombres tratando de imponer su dictado a las mujeres. De ahí su éxito en un mundo patriarcal. El movimiento feminista no sólo ha alcanzado logros en materia de igualdad, sino que ha irrumpido en todos los territorios del conocimiento humano. Más aún: en las primeras décadas del nuevo milenio, el feminismo está pergeñando una ambiciosa agenda que afecta a importantes nodos del capitalismo global. No pocos varones – algunos muy poderosos – sienten amenazada su preeminencia sobre las mujeres e incluso sus negocios. El transgenerismo es parte de una reacción multiforme del patriarcado. Su fuerza reside en las resistencias “naturales” que esa agenda feminista encuentra entre los hombres – incluidos los hombres de izquierdas -, pues cuestiona ancestrales privilegios masculinos, en los que hemos sido socializados desde nuestra niñez.
La escena resultará familiar a muchos. Algunos amigos se reconocerán incluso en ella. Plantear en un marco organizado – sindicato, asociación, partido… – la cuestión de la prostitución suscita reacciones recurrentes entre los hombres. “Es una cuestión compleja”, decreta doctamente el primero. A lo que otro, emulando a los Hernández y Fernández de las historias de Tintín, añade: “Yo aún diría más: es una cuestión poliédrica“. Finalmente, inapelable, un tercero remata: “El tema es tan controvertido que ni las feministas se ponen de acuerdo. Quizá habría que escuchar a las mujeres que ejercen la prostitución”. ¿Os suena? La “complejidad” es invocada para esquivar una pregunta, simple y directa, a los varones: “¿Consideramos legítimo que haya en nuestros países reservas de mujeres, mayoritariamente traídas desde regiones pobres del planeta, para satisfacer nuestros caprichos sexuales y colmar nuestro sentimiento de dominio?”. Para los hombres progresistas la interpelación es incluso más descarnada: “¿Acaso avanzaremos hacia el socialismo si seguimos siendo miembros de una fratría viril que abusa de las hijas más desvalidas de la clase trabajadora?”.
Preguntas incómodas. Por no hablar del enojo que provoca hablar de pornografía. La primera vez que mi compañera evocó – en una reunión militante, mayoritariamente masculina – el impacto negativo que la exhibición de una violencia erotizada sobre las mujeres tendría en menores y adolescentes, desencadenó una hilaridad general. “¡No vayamos a caer en la moralina!”. He aquí otra cuestión poliédrica que deben dilucidar las feministas. Como la controversia en torno a los vientres de alquiler. A la espera de que las feministas alcancen una opinión unánime, los burdeles siguen a pleno rendimiento, nada impide masturbarse compulsivamente viendo como unos tipos zurran y violan a una chica… Y las parejas, heterosexuales o gays, que quieran hacerse con un bebé y tengan recursos para ello podrán aprovechar las rendijas legales que permiten alquilar el vientre de una mujer pobre en Europa del Este o en otra parte.
Las mismas resistencias que encuentra la agenda feminista entre los hombres explican la facilidad de penetración de la agenda queer: ningún hombre se siente amenazado en su estatus por el transactivismo. Sólo las mujeres perciben el peligro. Ningún actor está inquieto porque se retiren las distinciones a la mejor interpretación masculina y femenina en un festival de cine. Ningún atleta ve peligrar sus medallas si algunos colegas se declaran mujer e irrumpen en el deporte femenino. Ningún recluso se echará a temblar si un compañero de celda obtiene su traslado a una cárcel de mujeres. Tampoco faltarán las familias que prefieran ver hormonados y operados a sus hijos, como si de una terapia correctora se tratase, antes que tener en casa a un “maricón” o una “bollera”: la modernidad no ha llegado a todos los hogares. El discurso transgenerista no impugna ninguna pauta machista. Al contrario, hace de ellas una identidad en busca de un cuerpo adecuado. No es de extrañar que, allí donde existen legislaciones transgeneristas, sean las muchachas quienes se lleven la peor parte; que sea allí donde un número creciente de adolescentes, cuyos cuerpos no encajan con los agobiantes cánones de feminidad dictados por los hombres, opten por transicionar, poniendo en peligro su integridad física y su salud de por vida.
Una amiga se preguntaba hace unos días si la campaña feminista alertando de los peligros de las leyes trans adolecía de poca pedagogía. No creo que sea ese el problema. El discurso feminista está siendo riguroso, documentado e impecable. Pero es racional y materialista, como lo es el propio feminismo histórico. Y, en este caso, se enfrenta a un movimiento esencialmente dirigido a la emotividad. Un movimiento que funciona de modo similar a como lo ha hecho el “procés” independentista: interpela a una sociedad individualista y líquida, con instituciones y referentes desacreditados, angustiada, que desconfía de la ciencia y se muestra receptiva a la narrativa de charlatanes y taumaturgos. El transgenerismo le ofrece relatos mágicos, conceptos vacuos donde cada cual puede colocar sus anhelos, sus temores o sus delirios. “Los derechos trans son derechos humanos“. Nadie sabe muy bien qué quiere decir “trans” – pues no se trata de transexuales, sino de un caleidoscopio de identidades. Ni “escoger sexo” constituye un derecho humano reconocido en parte alguna. Pero eso no importa. Se trata de inocular la emoción en vena, de hacer vibrar los sentimientos. ¡Y las feministas vienen y se oponen al triunfo del deseo, a que sea “ley”! ¡Duro con esas brujas! Por eso no hay consenso, ni acercamiento posible entre feminismo y transgenerismo: cada uno se expresa en su propio registro. Y el segundo constituye un embate directo contra la propia existencia de las mujeres como sujeto político.
En estos momentos, la izquierda está completamente entregada a la ofensiva queer. No es consciente de que se está jugando el alma en este asunto. Santiago Abascal publicaba esta semana un artículo de opinión denunciando el peligro que se cernía sobre menores y adolescentes. La izquierda se ha abonado al terraplanismo… y Vox se permite reivindicar la teoría heliocéntrica. Con su actitud irresponsable, la izquierda está propiciando que la extrema derecha pueda aparecer como el partido del sentido común frente al dislate. Ya no quedan alarmas por activar.
Lluís Rabell
4/07/2021
Me parece que Rabell, una vez más, ha dado en el clavo con una extraordinaria lucidez
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Bravo a su lucidez, en medio de tanta tiniebla queer es alentador leerlo.
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Una mente lúcida
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Gran artículo, las feministas no estamos locas, sabes el atentado que suponen estas leyes contra los derechos de las mujeres y la infancia.
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