Reconozcámoslo: la izquierda siente un gusto inmoderado por las analogías históricas. Pero hay que andarse con cuidado cuando se recurre a ellas. Analogía no es identidad. Ninguna situación se repite en los mismos términos. Eso sí, algunos rasgos destacados de acontecimientos pretéritos pueden arrojar luz sobre el presente; estableciendo comparaciones, llegamos a detectar ciertas pautas reiterativas del comportamiento social que nos ayudan a entender lo que ocurre y a tomar decisiones. Pero, para ser útil, la analogía debe ser tanto más cautelosa cuanto más compleja se presenta la coyuntura que hay que afrontar. Con inquietud creciente, gobiernos y opiniones públicas tratan de entrever el escenario económico y social que nos dejará la pandemia. Y, aunque resulte azaroso especular cuando son tantas las incertidumbres al respecto, los datos que van apareciendo no invitan precisamente al optimismo. Marzo cierra con 800.000 afiliados menos a la Seguridad Social y con 300.000 parados más. Al mismo tiempo, más de dos millones de trabajadores han sido afectados por un expediente de regulación temporal de empleo. Unas cifras que sólo tienen parangón con las de los primeros meses tras la caída de Lehman Brothers. Las medidas que despliega el gobierno de Pedro Sánchez, además de evitar la penuria de numerosas familias, pretenden contener el derrumbe de la economía. Con todo, es de prever que muchas pyme, numerosos comercios y autónomos no puedan recuperarse del parón en su actividad a que se han visto obligados. El panorama cambiará sustancialmente para sectores como el turismo o la construcción, que tienen un peso de primer orden en el PIB. Miles y miles de empleos precarios desaparecerán. Es previsible que, apenas superada la epidemia, el país deba abordar una ya anunciada fase de reconstrucción con un tejido productivo muy tocado y unas cifras de paro disparadas. Pero, al mismo tiempo, con restricciones crediticias por parte de un sector financiero más frágil y “apalancado” de lo que quisiera admitir… y con un Estado en dificultad tras el gasto efectuado y – es de temer – condicionado por los guardianes hanseáticos del déficit. ¿Reconstrucción bajo el rigor de un memorándum? El futuro se antoja altamente conflictivo. Nada más natural que, en tales circunstancias, echemos la vista atrás, buscando referentes, inspiración si cabe, ante lo que se nos viene encima. Es lo que en cierto modo ha hecho Enric Juliana en un reciente artículo, publicado en “La Vanguardia” (2/04/2020). Pronostica este analista que no tardaremos en escuchar invocaciones a la “unión nacional” y recuerda el precedente de los “Pactos de la Moncloa”, suscritos en octubre de 1977 por CCOO (y luego UGT), bajo el gobierno de Adolfo Suárez.
No debe ir muy desencaminado Juliana cuando, en rueda de prensa, el ministro Ábalos debe responder a preguntas acerca de la eventualidad de un acuerdo de tales características para relanzar la economía… y Pepe Álvarez, secretario general de UGT, empieza a reclamarlo abiertamente. Los matices, sin embargo, son aquí muy importantes. Criticados en su día por una parte del movimiento obrero, los “Pactos de la Moncloa” no fueron un acuerdo de unión nacional. Que el lenguaje belicista tan en boga hoy en día no nos lleve a error. La unión nacional es, por excelencia, una política de guerra. Supone la cancelación de la lucha de clases en aras de un esfuerzo total y sin fisuras contra la amenaza exterior. Históricamente, esa política ha supuesto el sometimiento de los trabajadores a los designios de la burguesía nacional y ha facilitado las más espantosas carnicerías que han conocido los campos de batalla de Europa. En 1977 se trataba de otra cosa. La transición democrática estaba aún lejos de haberse consolidado. A mediados de aquel año, la inflación superaba el 26% y había el peligro de que se descontrolase del todo. La conflictividad social era alta, sostenida por movimientos sindicales y vecinales muy activos. Las elecciones del 15 de junio, sin embargo, dieron la victoria a UCD… y el PCE sólo recogió el 9’3% de los sufragios. Había una discordancia notable entre el estado de ánimo de las franjas obreras más politizadas y el sentir de sus sectores más moderados y de las nuevas clases medias. Podemos discutir si la izquierda se mostró excesivamente conciliadora o si leyó adecuadamente la correlación de fuerzas. En cualquier caso, los “Pactos de la Moncloa” supusieron una transacción entre el movimiento obrero y la oposición democrática, por un lado, y los testaferros reformistas del franquismo, por otro. Los sindicatos aceptaron limitar los aumentos salariales, admitiendo incluso la posibilidad de que los empresarios despidieran libremente hasta el 5% de sus plantillas. En contrapartida, se ampliaban libertades, derechos democráticos y civiles. Los acuerdos alcanzados, ratificados a nivel parlamentario, desbrozaron el camino de la Constitución y, más tarde, del Estatuto de los Trabajadores, consagrando el papel preeminente y la capacidad negociadora a los sindicatos. Con sus luces y sombras, esos pactos quedan lejos no obstante del sometimiento a la férrea disciplina de la unión nacional.
Pero, sobre todo, puesto que se invoca su memoria, cabe preguntarse en qué podrían consistir unos nuevos “Pactos de la Moncloa”. Desde luego, tras la epidemia, habrá que reconstruir tejido productivo y reactivar la vida económica, si queremos crear empleo y generar bienestar. Pero, ¿se trata de que los trabajadores acepten peores condiciones salariales y contractuales o que las pensiones se vean congeladas? Esas medidas ya se aplicaron tras la crisis de 2008 y aún sangran las heridas de la austeridad. ¿Habría que reducir acaso la demanda interna, ahondando de nuevo en la recesión? Ante la previsible contracción del comercio mundial, ¿permitiría una segunda “devaluación interna” a costa de las rentas del trabajo mantener las exportaciones? Y sobre todo: ¿deberíamos replicar tal cual un modelo económico tan poco resiliente? Sin inflación que yugular, ni dictadura de la que deshacerse, ¿cuál sería la contrapartida a tales sacrificios? El panorama actual es muy distinto al de 1977. España está plenamente integrada a los circuitos de la economía global y forma parte de la UE. La reconstrucción exigirá liderazgo público y estrategia europea. Es posible que, so pena de sucumbir, un gobierno progresista deba rebasar con creces su propio programa: reforzar los servicios públicos, barriendo el parasitismo de intereses privados que han devenido intolerables; recuperar la gestión de sectores estratégicos, indispensables para pilotar la transición ecológica; disponer de un potente servicio público de crédito y ahorro, participado socialmente, para poder reconfigurar la economía… No. Lo que estará a la orden del día no será otra vuelta de tuerca sobre las ya difíciles condiciones de vida de las clases populares, sino un gran esfuerzo redistributivo de la riqueza, acabando con la evasión fiscal y los mecanismos que permiten eludir el pago de sus tributos a corporaciones y grandes fortunas. Algo que, como tantas otras cosas, no puede realizarse plenamente ya en el marco de una ilusoria soberanía nacional. Nunca el destino del país habrá estado tan estrechamente ligado a la evolución de Europa. No habrá reconstrucción bajo las condiciones de un rescate, ni impulso renovador con un raquítico presupuesto comunitario del 1% del PIB. ¿Es posible un pacto nacional capaz de encarar tales cambios, de tejer acuerdos para afrontar semejantes desafíos? Cuesta imaginarlo sin que, de un modo u otro, las clases sociales midan de nuevo sus fuerzas. En frío, sin un rearme del proyecto de la izquierda, es de temer que los nuevos “Pactos de la Moncloa”, lejos de parecerse al armisticio de 1977, condujesen a un retroceso social y a un hundimiento moral de la clase trabajadora propios – entonces sí – de un episodio de “unión nacional”.
Lluís Rabell
3/04/2020