El pactito feo

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Dice el profesor Raimundo Viejo que eso de los “Pactos de la Moncloa” se está convirtiendo en un “significante vacío”. No le falta razón. Un reciente sondeo revela que una abrumadora mayoría seria partidaria de un gran acuerdo nacional para hacer frente a la devastación social y económica que dejará tras de sí la epidemia. No obstante, reina entre los encuestados el escepticismo acerca de que tal pacto se materialice, dada la crispación existente entre las distintas fuerzas políticas. Tampoco anda desencaminada, en este caso, la intuición popular. Nadie ha formulado todavía nada en concreto. Aunque se antoja que las prioridades que puedan tener en mente Pedro Sánchez, Pablo Iglesias o Inés Arrimadas no sean las mismas. Por no hablar de lo que ronda por la cabeza de Casado… Con todo, la idea está ya lanzada. A lo largo de los próximos meses, el “significante” en cuestión promete ser objeto de controversias que determinarán su viabilidad. La izquierda en su conjunto debería ahondar cuanto antes en el debate. Sólo quien tenga la capacidad de liderarlo estará en condiciones de gobernar mañana el país.

De modo un tanto intempestivo, podría decirse que la discusión ha comenzado ya. Julio Anguita advierte que, de reeditarse unos pactos como los de 1977, la clase trabajadora lo pasaría muy mal. A lo que José Luis López Bulla, veterano sindicalista, replica airadamente, poniendo en valor los logros obtenidos a través de la negociación. En proporciones que cada cual apreciará, ambos tienen razón. No tanto el uno contra el otro, sino los dos a la vez. Es cierto que la aceptación de los Pactos de la Moncloa por parte de los sindicatos conllevó sacrificios: no sólo en cuanto a salarios y despidos, sino también al maltrato que sufrieron los sectores del movimiento obrero más renuentes al acuerdo. Las contrapartidas llegaron en diferido, a través de la consolidación de las libertades democráticas y el establecimiento de las bases de un moderno Estado del bienestar. En ese sentido, resulta indiscutible la importancia del diálogo y la concertación entre los actores sociales. Pero sus resultados, sin menoscabo de las habilidades negociadoras, tienen que ver ante todo con la correlación de fuerzas existente entre las clases sociales. A lo largo de la historia, las reformas más importantes han sido el subproducto de una amenaza general de los oprimidos o incluso el fruto tardío de revoluciones vencidas. En cualquier caso, parece difícil ponerse de acuerdo sobre un balance del pasado. Intentémoslo sobre lo que hay que hacer.

La reconstrucción no puede consistir en la réplica de un modelo económico y social cincelado por décadas de políticas neoliberales. Ese modelo se ha demostrado ineficiente ante el impacto de una crisis bursátil o una epidemia. No será posible basar la reactivación en sectores como el turismo – que difícilmente volverá a ser lo que fue -, ni sobre la energía dispersa de una miríada de pymes y autónomos. Hoy mismo, a la hora de proporcionar liquidez al tejido empresarial, se observa ya el poco entusiasmo de la banca privada: hace tiempo que el centro de gravedad de sus negocios se ha desplazado del crédito tradicional a los mercados financieros. Tampoco es razonable esperar que las grandes compañías que se han beneficiado de la privatización de sectores estratégicos, como el de la energía, promuevan una transición ecológica de la producción, ni una reindustrialización verde. No bastará con políticas de estímulo, ni con avales. El cambio de paradigma que se plantea pasa necesariamente por un decidido retorno de lo público. Es decir, el liderazgo, el impulso económico, las iniciativas, ayudas y fuertes inversiones por parte del Estado. No tendremos un problema de inflación, como en tiempos de la transición, sino de paro masivo. Ni estaremos en nada similar a una “economía de guerra”, hiperactiva por definición, sino en una fase depresiva. Otra vuelta de tuerca en la austeridad sólo la agravaría, al contraer aún más la demanda. El mercado es incapaz de sacarnos de ese atasco – o sólo a través de costos humanos inasumibles… antes de llevarnos a otra crisis. Hará falta planificación. Pero su eficacia dependerá del grado de participación social con que se conjugue – como el que podría representar una banca pública capaz de articularse territorialmente e incorporar a sus consejos representantes sindicales y empresariales. Del mismo modo, la experiencia lleva a constatar que servicios como la sanidad o la atención a la dependencia no pueden estar sometidos a criterios comerciales, ni presupuestos menguantes. Y no es menos evidente la imposibilidad de abordar estos desafíos sin una audaz reforma fiscal; es decir, sin revertir las exenciones, ni desmontar los mecanismos de elusión con que las mayores fortunas del país y las más poderosas corporaciones detraen cada año miles de millones de las arcas públicas. La pobreza y las desigualdades resultan ya insoportablemente caras a la sociedad.

¿Es posible tejer acuerdos entre las distintas fuerzas políticas y los agentes sociales, aunque sean parciales, que vayan en esa dirección? Añadamos a la complejidad que el retorno del Estado sólo será viable si se declina a su vez a dos niveles: el autonómico y el europeo, ambos en clave federal. Para afrontar una crisis o abordar una profunda transformación del país, la distribución de poder, el gobierno de proximidad, la cooperación y la lealtad institucional son fundamentales. La epidemia no ha despejado el conflicto territorial, sólo lo ha comprimido por un tiempo. Por otro lado, el proyecto de reconstrucción de una economía tan estrechamente vinculada a Europa como la nuestra resultaría inviable sin una solidaridad que, hoy por hoy, rehúsan los Estados del Norte. ¿Son posibles pactos de Estado, siquiera una tregua, en esos ámbitos? Habrá que dar respuesta a muchos interrogantes. De lo contrario, la idea de unos nuevos “Pactos de la Moncloa” quedará en pura retórica. O peor. Desde la FAES de Aznar andan ya esbozando una perspectiva que, de un modo u otro, estará sobre la mesa ante el angustioso panorama del “día después” – y que, desde luego, no bebe de la experiencia de 1977: una gran coalición PSOE-PP – por supuesto, sin los “comunistas bolivarianos” ni, probablemente, Sánchez tampoco – que compusiera con las élites… y fuese capaz de contener el descontento de la gente. No nos engañemos. Las dificultades que se avecinan son enormes. De la firmeza de la izquierda – y del empuje de sindicatos y movimientos sociales – dependerá que se logren acuerdos de progreso. Si no, empezará a rondarnos “el pactito feo”.

Lluís Rabell

6/04/2020       

     

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