Borgen mediterráneo

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Vivimos tiempos complejos que demandan una política a la altura de sus desafíos. Vale la pena al respecto adentrarse en la profunda reflexión que nos propone Daniel Innerarity en su último trabajo (“Una teoría de la democracia compleja. Gobernar en el siglo XXI”. Ed. Galaxia Gutenberg). Pero, como bien explica el filósofo, complejidad no es sinónimo de caos o de embrollo. Conviene tenerlo claro, pues, ante la perplejidad que causan en nuestro ánimo situaciones intrincadas, con distintos desenlaces posibles – y, por tanto, difíciles de gestionar -, estamos tentados de caer en la simplificación reductora de esa complejidad o en el sincretismo.

Algo así nos está ocurriendo con el actual momento político. Constituido por fin el gobierno de izquierdas, uno de sus mayores retos es el conflicto territorial. Todo cuanto suceda en Catalunya reviste gran importancia, y lo que ha ocurrido estos últimos días no es una minucia. Los presupuestos del gobierno municipal de Ada Colau están a punto de ser aprobados con el apoyo de ERC y JxCat. Simultáneamente, se hace público un acuerdo entre los comunes y el gobierno de la Generalitat sobre los presupuestos de 2020 – tras el de hace unas semanas acerca del marco tributario autonómico. La estética impide reconocer en público el “cambio de cromos” entre las dos instituciones – que se admite en privado y que resulta evidente. La política tiene episodios prosaicos. Y la cosa no terminaría ahí según el relato que va abriéndose paso: la carambola a tres bandas se completaría con el apoyo de ERC a los presupuestos generales del Estado.

¡Ojalá entre esa bola! Pero no hay garantías de que así ocurra. Ni determinadas maneras de hacer las cosas empujan la bola republicana en la buena dirección. Quizás sería aconsejable, de entrada, que la izquierda alternativa se mostrase más mesurada en la valoración de los acuerdos alcanzados. Y que procediese sin demora a analizarlos a fondo, junto a las implicaciones políticas de los pasos que pretende dar. Los focos de la atención mediática son tan deslumbrantes como erráticos. De entrada, prudencia al manejar las cifras. La presentación de una partida puede ser tan cierta en cifras absolutas como engañosa por cuanto se refiere a la evolución presupuestaria a su impacto real en la vida de la ciudadanía: todo depende de con qué se compare y en qué secuencia se inscriba. Sin ir más lejos, basándose en los datos facilitados por el propio Departament de Treball, Afers Socials i Famílies, desde la Comisión promotora de la Renta Garantizada de Ciudadanía calculan que el incremento presupuestario real correspondiente a esta prestación sería del orden de los 40 millones de euros, y no de los 125 anunciados. (En cualquier caso, muy lejos de la atención requerida por las bolsas de pobreza existentes). Tenemos la experiencia de innumerables presupuestos prorrogados. Los que se van a tramitar ahora deberían substituir las cuentas que se fraguaron en 2016 y se aprobaron finalmente en 2017. (Unos presupuestos reconocidos como antisociales por la propia ERC… y por la CUP, que los aprobó en aras de celebrar el referéndum del 1-O). En el curso de las prórrogas ocurren muchas cosas: generación de nuevos créditos – merced a un incremento de ingresos por vía tributaria, a liquidaciones o adelantos por parte del Estado -, transferencias entre distintos departamentos… Hay que andarse con cuidado si se establecen comparativas con las cuentas inicialmente proyectadas, y no con lo finalmente ejecutado. Puede ocurrir que se aprecie un aumento en determinadas partidas que, de hecho, corresponda más a una desviación de aquellas previsiones que a una reorientación sustantiva del gasto.

Cautela, pues, y rigor a la hora de evaluar lo realmente obtenido. El tamaño importa. Como importan y merecen debate las implicaciones políticas de todas esas negociaciones. Por primera vez en la historia, la izquierda transformadora se apresta a votar los presupuestos de un gobierno liderado por la derecha nacionalista. No se conoce precepto bíblico que lo prohíba, pero ha habido muy buenas razones para no haberlo hecho hasta ahora. Entre otras, el hecho de que la aprobación de la ley más importante – la de presupuestos – confiere estabilidad al gobierno que la presenta. Es cierto que los comunes se han apresurado a decir que quieren presupuestos, pero no quieren a Torra. El PSC también ha declarado que su eventual aprobación no debería ser óbice para la convocatoria de elecciones. Sin embargo, ERC y JxCat no han tardado en replicar que, al contrario, esa aprobación les legitima para pilotar dicho presupuesto.

Por la razón que sea, las negociaciones de estas semanas se han desvinculado de temas como la “Ley Aragonés” (ampliamente contestada desde los movimientos sociales, que ven en ese proyecto la amenaza de transferir a gestión privada numerosos servicios públicos) o de la propia actitud de ERC ante los PGE. Bien al contrario, el partido de Oriol Junqueras insiste en decir que su aprobación no depende tanto de las partidas que comporten, incluso las referidas a Catalunya, como de los “avances” en la mesa de negociación bilateral. Algo que subraya la dimensión eminentemente política de los presupuestos, muy por encima incluso de sus magnitudes contables. Y que, tratándose de una fuerza tan voluble como Esquerra, no puede por menos que suscitar la más viva inquietud. Entonces, ¿a qué tanta premura por cerrar – y magnificar – un acuerdo con la Generalitat? ¿Para desencallar las cuentas de Barcelona? ¿Por responsabilidad ante un país empantanado por falta de presupuestos? Demasiada responsabilidad para ser asumida sólo por una parte de las izquierdas.

No se puede postergar por más tiempo un debate estratégico en el conjunto de la izquierda alternativa. Desde los comunes, se presenta el acuerdo presupuestario como el preámbulo de un nuevo tripartito. “La Vanguardia” habla con descaro de la aspiración a devenir el “socio preferente” de ERC. ¡Mucho cuidado! Persisten viejos esquemas en la cultura de las izquierdas españolas, según los cuales la representación y el liderazgo de Catalunya corresponderían de modo “natural” a una fuerza nacionalista. Ese prejuicio otorgaría un plus de legitimidad a ERC sobre el conjunto de la izquierda social y federalista, incapaz de articular un proyecto ganador propio para Catalunya y condenada por la Historia a desempeñar un papel subalterno. Sería peligroso que esa distorsionada visión conectase aquí con cierta premura por asaltar, no ya los cielos, sino el Consell de Govern.

Después de todo lo ocurrido, con la sociedad catalana aún dividida y traumatizada, las izquierdas no pueden plantearse ningún acuerdo que no comporte la renuncia inequívoca a cualquier iniciativa unilateral y que no se sitúe en el horizonte de la mejora del autogobierno. Aún menos pueden insinuar subordinarse a una dirección nacionalista que, ya sea dolida por el encarcelamiento de sus dirigentes o a causa de su insomne competencia con las sucesivas mutaciones convergentes, sigue proclamando su derecho de “volver a hacerlo”. La izquierda alternativa, que encarna de modo persistente el sentir de cientos de miles de votantes, se juega en ello su viabilidad. Si se convirtiese en muleta del nacionalismo, dejaría en el desamparo a toda una franja de las clases populares. Un vacío que no podría llenar la socialdemocracia, capaz de tirar de oficio y adaptarse, pero no de resolver por si sola el algoritmo de una mayoría del cambio.

No es momento, en resumidas cuentas, de frivolizar con una suerte de Borgen a orillas del Mediterráneo. De las formaciones políticas puede decirse lo que Innerarity afirma acerca de las sociedades: “Están bien gobernadas cuando lo están por sistemas en los que se sintetiza una inteligencia colectiva (reglas, normas y procedimientos) y no cuando tienen a la cabeza personas especialmente dotadas. Podríamos prescindir de las personas inteligentes, pero no de los sistemas inteligentes”. En realidad, no debemos prescindir de nadie. Pero sí asumir una reflexión colectiva, so pena de vernos arrastrados por los acontecimientos.

Lluís Rabell

21/01/2020

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