(Ponencia presentada durante el encuentro abolicionista “Ni putas, ni princesas. Mujeres libres”, celebrado en Santa Coloma de Gramenet los días 4 y 5 de octubre bajo la dirección científica de Rosa Cobo y Beatriz Ranea y que ha contado, entre otras aportaciones de destacadas académicas y referentes del feminismo, con las intervenciones de Esther Torrado, Beatriz Gimeno, Carmen Delgado y Charo Carracedo, así como de la activista y superviviente Amelia Tiganus, de las alcaldesas Núria Parlon, Lluïsa Moret y Raquel Sánchez, de la psicóloga Rosa Hermoso y de Lourdes Muñoz)
Muchas gracias por vuestra invitación a estas jornadas. (…) Permitid que haga un par de consideraciones previas. El lema de este encuentro os reivindica como “mujeres libres”. Quisiera recordar que esa fue, en tiempos de la segunda República y durante la guerra civil, la enseña de una admirable experiencia de auto-organización y combate emancipador: Mujeres Libres de CNT. Un movimiento que encuadró a decenas de miles de mujeres, no sólo libertarias, en una fecunda alianza de obreras e intelectuales. Se trata de una experiencia poco conocida por el feminismo. Pero, desde luego, en absoluto estudiada y reivindicada como se merece por parte del movimiento obrero. Mujeres libres, como todas las tradiciones históricas de las izquierdas y del feminismo, era una corriente abolicionista. Y no sólo en palabras, pues llegó a desplegar innovadores programas de apoyo y formación para ayudar a las mujeres prostituidas a rehacer sus vidas. Aquellas luchadoras no contaban aún con el aparato teórico y los descubrimientos que realizaría el feminismo durante la segunda mitad del siglo XX. Pero suplieron esa carencia con instinto de clase y solidaridad, practicando una poderosa “sororidad” mucho antes de que alguien acuñara esa palabra. Y se alzaron, indómitas, ante la conducta de sus propios compañeros cuando acudían a los burdeles, abusando de las hijas más desvalidas de la clase trabajadora.
La segunda observación, obligada, concierne al “feminismo de los hombres”. Christine Delphy – referente de la oleada feminista surgida tras mayo del 68 y protagonista en su día de intensas polémicas con la izquierda acerca del “enemigo principal” – dice que el feminismo de los hombres no consiste en irrumpir en los espacios propios de reflexión de las mujeres – con la conocida tendencia masculina a colonizarlos -, sino en asumir sus responsabilidades ante el conjunto de la sociedad y ante los otros hombres, cuestionando los privilegios en torno a los cuales se ha construido su identidad. Una reflexión que me permite entrar en materia y hablar de los hombres y la prostitución. (No sólo de los puteros, sino también del resto).
En la prostitución se da una llamativa paradoja del patriarcado. Tradicionalmente, el feminismo ha denunciado la invisibilidad de la mujer en la esfera pública como expresión inequívoca del dominio patriarcal. Sin embargo, en cuanto hablamos de prostitución, ese dominio se manifiesta, muy al contrario, a través de la invisibilidad de los hombres. Su presencia queda desdibujada, difusa. La prostitución aparece como un genuino “oficio de mujeres”. No sólo serían ellas las responsables de su prostitución, sino que tal condición les conferiría una identidad acorde con su naturaleza. Los hombres se verían, pues, reducidos a un papel pasivo y subsidiario. No harían más que “pasar por ahí”, sometidos a las exigencias de una tiránica fisiología. Incluso cuando el feminismo abre un debate acerca de la prostitución, la discusión acostumbra a desarrollarse como una agria controversia entre mujeres, abolicionistas frente a partidarias de regularla. Los hombres asistimos a esas querellas desde una confortable distancia, como si no estuviésemos realmente implicados en el asunto. O, peor, contando los puntos. Y, sin embargo…
A lo largo de la historia, la prostitución ha sido siempre un comercio entre hombres. Un comercio que alcanza unas proporciones colosales en nuestra época, la del capitalismo tardío y globalizado. Algunos hombres, mediante una violencia continuada, condicionan a un cierto número de mujeres, las deshumanizan y las ponen a disposición de otros hombres. A lo largo de estas jornadas hablaréis con detalle de las industrias del sexo. De cómo operan, trazando las rutas de una moderna esclavitud, expulsando a millones mujeres y niñas desde una periferia empobrecida hasta nuestras metrópolis. Hablaréis sin duda de los múltiples aspectos de ese negocio y del inmenso sufrimiento humano con que se amasan sus beneficios.
(Y es que las cifras generadas por ese negocio, incluso incompletas o estimativas, producen vértigo. En el caso de España, según el Instituto Nacional de Estadística, hablamos de un 0’35% del PIB, lo que nos situaría como el tercer país del mundo en consumo de sexo de pago, con más de 1.600 prostíbulos diseminados por toda la geografía nacional. Unas estimaciones que probablemente se quedan cortas ante la creciente apuesta de las redes proxenetas por el formato, más discreto y rentable, de los apartamentos).
El capitalismo tiene sexo. Y la prostitución condensa todos los rasgos de la simbiosis entre capitalismo y patriarcado. Descargar la reproducción de la fuerza de trabajo sobre la mujer, relegándola a la esfera privada, es directamente funcional a la acumulación capitalista. Del mismo modo que la desigualdad y discriminación que se ceban sobre las mujeres constituyen un poderoso factor de explotación. Pero en la prostitución hay mucho más que un lucrativo comercio. En el fenómeno de la prostitución podemos identificar la violencia originaria sobre la que se levantó el capitalismo: la acumulación por desposesión de que nos habla David Harvey, así como la esclavitud. Ambas acompañan al capitalismo desde sus impetuosos inicios hasta su actual senectud. Pero la prostitución revela también el horizonte decadente del sistema: transformar cuanto existe en mercancía.
En ese marco, la prostitución desempeña un papel determinante en el mantenimiento de las relaciones de dominación del hombre sobre la mujer, en la construcción de la identidad masculina a partir de tal preeminencia y en la reproducción de la disciplina social que requiere el funcionamiento del sistema en su conjunto. Si examinamos esos factores más de cerca veremos que el putero constituye en cierto modo una avanzadilla. Su conducta en el prostíbulo contiene todos los rasgos con que el patriarcado pretende moldear al conjunto de los hombres.
Acerca de esa conducta existen ya numerosos trabajos académicos. Junto a las obras del sociólogo Richard Poulin, cabe destacar el trabajo de investigadoras como Águeda Gómez, Rosa María Verdugo y Silvia Pérez Freire (“El putero español”). O la clasificación de sus seis grandes prototipos establecida por Beatriz Ranea. Así pues, me limitaré a esbozar algunas consideraciones acerca de la relación entre la prostitución – en tanto que institución patriarcal – y la construcción de lo viril, de la masculinidad hegemónica en nuestra sociedad.
1- La prostitución, en la medida que se admite como realidad social, determina la mirada masculina sobre todas las mujeres sin excepción. Si es posible comprar el cuerpo de algunas mujeres, no hay razón de fondo para que ese privilegio no sea extensible al conjunto. En la avenida de un sórdido polígono o en un club, las tarifas están más o menos establecidas. La diferencia tal vez consistiría en que, con las otras, habría que negociar el precio. En cualquier caso, por cuanto se refiere a la mentalidad masculina, acuda o no el hombre al burdel, la existencia de la prostitución certifica su posición dominante.
(Permitid un paréntesis. No corresponde a los hombres, por muy feministas que nos declaremos, aleccionar a las mujeres sobre cómo deberían abordar los distintos temas que les preocupan. Pero sí podemos alertar útilmente acerca de la percepción de determinados discursos. Es decir, si interpelan realmente a los hombres, si les llevan a cuestionar sus privilegios… o si, por el contrario, les confortan en la convicción de su superioridad. Un ejemplo: todas recordaréis aquella movilización internacional contra las agresiones sexuales que partió de Canadá en 2011 bajo el nombre de Slut Walk. Aquí se denominó “la marcha de las putas”. Las feministas afroamericanas, que participaron activamente en aquella campaña, advirtieron del riesgo que supone hacer de un insulto machista una bandera, en la medida que captura el discurso de las mujeres y las encierra en el marco mental de los opresores. Y es que el feminismo está obligado a zarandear la consciencia de los hombres. El espejo de Venus debe devolverles la imagen poco halagadora que tantas veces proyectan en la retina de las mujeres. A la consigna supuestamente desafiante de las marchas respondía el aullido de las manadas: “Es lo que siempre hemos dicho: sois unas putas”).
2- Como subraya Rosa Cobo, la prostitución establece una sórdida y mafiosa hermandad viril, una fratría. Tanto si son puteros asiduos, consumidores ocasionales de sexo de pago o si permanecen ajenos a ese comercio, todos los hombres, por el hecho de serlo, tienen reconocido el derecho de acudir a la prostitución. Poco importa cómo seamos, ni quienes seamos. El más miserable de los hombres, a poco que disponga de algún dinero, puede someter a una mujer a sus caprichos y fantasías. Y, en su fuero interno, al tomar a la prostituta, toma a todas las mujeres: a las que desea, a las que teme y a las que odia.
3- En la película “Arde Mississipi”, el personaje encarnado por Gene Hackman explica el violento racismo de su padre, un granjero arruinado y alcohólico que, lleno de resentimiento, mata la mula que había adquirido su vecino de color: “Si ni siquiera estás por encima de un negro, no eres un hombre”. La identidad viril que configura la prostitución se basa en la dominación. De hecho, no hay sexo en la prostitución, porque no existe reciprocidad alguna. El cuerpo de la mujer, del que su mente se disocia para sobrevivir, es tomado a repetición por hombres que buscan torpe e incesantemente la confirmación de su poder. Y, en ese sentido también, la prostitución es consustancial a la vivencia patriarcal de la masculinidad. Una secuencia recurrente en los peores episodios de violencia machista, en que una mujer muere asesinada, es el posterior suicidio de su verdugo. Pero ese gesto que no revela arrepentimiento, ni tampoco temor al reproche social, sino el horror ante el vacío infinito de una existencia que tenía como piedra angular la dominación. Ejercida hasta el paroxismo, llevada hasta la destrucción de su propio objeto, sólo queda la nada.
4- Pero la prostitución cumple todavía otra función: la reiteración incansable del discurso patriarcal. El mensaje debe ser constantemente repetido para que no sea olvidado, ni puesto en duda. “Hay que repetir sin cesar a los hombres que son superiores, no fuese que abandonasen su posición”, dice el médico y escritor francés Olivier Manceron, que se refiere a una “masculinidad tóxica”. Prostitución y pornografía cumplen justamente esa función. La necesidad de tal repetición nos indica, sin embargo, que esa masculinidad no brota de la testosterona, ni de ningún designio bíblico: es una construcción social, histórica, levantada con violencia sobre un suelo vivo y palpitante – la condición humana – que, a pesar de todo, sigue siendo capaz de rebelarse y optar por otros derroteros.
5- Digamos, finalmente, que la prostitución desempeña un papel de “disco duro”, de memoria de un orden social opresivo, jerárquico y estratificado. El capitalismo necesita sostenerse sobre una sociedad sexista. El contrato sexual del patriarcado, estableciendo que haya “una mujer para cada hombre y unas cuantas a disposición de todos”, encierra todo el ADN de la desigualdad. El control del cuerpo de la mujer ha sido consustancial a todas las sociedades de clases que hemos conocido a lo largo de la historia. En su etapa financiarizada y globalizada, el capitalismo está llevando esa opresión – como ya ha hecho con el clima – a un punto crítico para el destino de la humanidad.
No voy a insistir sobre la necesidad de un giro de nuestros gobiernos – y del conjunto de la Unión Europea – hacia el abolicionismo. No veo otras políticas progresistas posibles mas que aquellas que se inspiren en la filosofía del modelo nórdico, el primero en desplazar el foco sobre los hombres y poner el dedo en la llaga: sin demanda, no hay prostitución. Y es hora de que los hombres demos un paso al frente. En especial los jóvenes, hoy en riesgo de ser educados sexualmente por una pornografía cada vez más violenta y pedofilizada que no cesa de reproducir una imagen degradada, cosificada y mutilada de la mujer. “Rehúso tener que soportar la vergüenza de ser un hombre, de ser un sexo destructor y criminal – dice Olivier Manceron. Rehúso tener un sexo armado, un instrumento concebido para conquistar, someter y dominar. Rehúso verme obligado a asumir el estatuto de matón, de kapo, de esclavista o de verdugo desde mi más tierna infancia. Esa virilidad siembra el horror y la desgracia.”
No sabemos cual será el semblante de una nueva masculinidad – si es que las futuras generaciones dan en llamarla así – basada en el respeto, la ternura, la curiosidad y el deseo de compartir, surgida de la impugnación del mandato patriarcal. No sabemos muy bien a qué se asemejará una sexualidad por fin emancipada de su tiranía. Que sea acorde con nuestros sueños y potencialidades depende de que sepamos rebelarnos contra la barbarie que nos rodea. La abolición de la prostitución se ha convertido en la nueva frontera de la humanidad en pos de si misma.
Lluís Rabell
(4/10/2019)