Cuando se aproxima el 11-S, como cada año desde que se iniciara el “procés”, abundan las especulaciones acerca del número de manifestantes que congregará la manifestación convocada por las entidades independentistas. Desengáñense quienes esperan que el elefante haya salido de la habitación. Más allá de cualquier baile de cifras, el éxito puede darse por descontado de antemano: será una concentración multitudinaria, una de esas vistosas coreografías de masas a que nos tiene acostumbrados la ANC. Sin embargo…
Muchas cosas están cambiando bajo el ondear de las banderas. Todo el mundo está pendiente de la sentencia que dictará el Tribunal Supremo. La Diada está concebida como el primer acto de un crescendo emocional que debería llegar al clímax al conocerse el veredicto, desencadenando entonces una “respuesta de país”. El president Torra declaraba esta semana en Madrid que “el pueblo de Catalunya no aceptaría otra sentencia que no fuese la libre absolución”. Ante semejante invocación, ningún independentista querrá quedar fuera de la foto del 11-S. Pero, ni siquiera la “unidad anti-represiva” puede poner sordina al enfrentamiento abierto entre Junqueras y Puigdemont por la hegemonía del campo nacionalista. ERC percibe un viento de cola faorable en la opinión pública y quisiera que la respuesta a la sentencia fuese un adelanto electoral. Después de haber competido en radicalismo con las sucesivas mutaciones de Convergència, Esquerra exhibe hoy un perfil conciliador y se muestra dispuesta a facilitar la investidura de Pedro Sánchez. Rufián ha guardado en el trastero del Congreso fotocopiadoras, monedas de plata y esposas, y va dando lecciones de talante negociador. Junqueras se atreve incluso a proponer un “gobierno de concentración nacional”, incorporando a los comunes, al frente de la Generalitat. Puigdemont y su vicario Torra, por el contrario, abogan por reactivar la tensión con el Estado, esperando que la conmoción suscitada por una severa condena de los líderes encarcelados les permita seguir controlando las instituciones y ganarle el pulso a Junqueras. Que no haya gobierno socialista en Madrid: cuanto peor, mejor.
Esas dos estrategias responden a una realidad tan contradictoria como insoslayable, latente en la sociedad catalana. En primer lugar, a su profunda división. El día 11 saldrá a la calle todo el independentismo, pero sólo el independentismo. Ningún otro partido acudirá siquiera a los actos conmemorativos oficiales, convocados en defensa de “presos políticos y exiliados”. A pesar de permanecer activado, el movimiento secesionista no ha ganado – ¡antes al contrario! – nuevos adeptos entre la clase trabajadora. La esperanza de materializar la República se desvanece, dejando un pósito de frustración y amargura. No sería de extrañar que la reivindicación de una amnistía – evocando aquella lejana lucha contra la dictadura en la que pocos independentistas en edad de hacerlo participaron – sustituyese a la de una inalcanzable Estado catalán. El fracaso de la vía unilateral explica el giro pragmático de ERC y su deseo de trascender el perímetro social del independentismo y, al mismo tiempo, el cierre crispado del “procés” sobre sí mismo. Alentado desde el poder, ha adquirido vida propia y condiciona fuertemente a sus propios mentores. El genio se resiste a meterse otra vez en la lámpara.
Pero, aún cegada la vía de la independencia, el descontento y la desazón de una parte de la sociedad no desaparecerán por encanto. Ni será fácil que se imponga una vía más racional. Hay poderosas razones objetivas para ello. El “procés” cabalga sobre distintos factores que tienen que ver con el encaje de Catalunya en el Estado, con la irresponsabilidad de la derecha española y sus campañas contra el Estatut o la lengua… Pero no habría adquirido sus proporciones sin los efectos desestabilizadores de la crisis. Como el brexit, el “procés” constituye una reacción de repliegue de las clases medias y sectores populares que se sienten amenazados por la pérdida de soberanía nacional. Una nueva recesión de la economía mundial, lejos de rebajar las tensiones sociales y políticas en Europa, no haría sino exacerbarlas.
En el escenario que dibujará la sentencia, será decisiva la actitud y el acierto que demuestren las izquierdas. Puede darse por sentado el griterío del PP, Ciudadanos y Vox, compitiendo en la exigencia de cumplimientos íntegros de las penas que pudiese dictar el Supremo y tratando de sacar réditos del conflicto. Pero, ¿estarán las fuerzas progresistas a la altura del desafío que se avecina? Para empezar, ¿serán capaces de pactar los términos de una investidura y evitar la incertidumbre de unas elecciones? Y, luego, ¿sabrán, tanto el PSOE como la izquierda alternativa, mantener la sangre fría? Habrá que acatar una sentencia que no gustará a nadie. Y será necesario buscar las vías que, desde el respeto al Estado de Derecho, permitan reconducir el conflicto al ámbito de la política. Difícilmente se tejerá un diálogo efectivo sin resolver la situación penal de los líderes encarcelados. He aquí todo un desafío de imaginación, serenidad y valentía política.
Lluís Rabell
(6/09/2019)
https://www.hoy.es/nacional/bajo-ondear-banderas-20190911231054-nt.html