Cuando llegue Brumario

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Titubeante arranque del nuevo mandato de Ada Colau, cuyo primer gesto ha sido reponer el lazo amarillo en la fachada del Ayuntamiento. Los críticos más severos de la alcaldesa han visto en ello un intento de hacerse perdonar, asustada ante su propia audacia después de haber arrebatado la alcaldía al independentismo. Desde la dirección de los comunes, por el contrario, se habla de coherencia con una decisión anterior, suspendida tan solo a instancias de la Junta Electoral. En cualquier caso, sería bueno percatarse de una vez que enarbolar ese símbolo constituye un error político. Un error que puede ser preludio de otros mayores, si la izquierda alternativa no abre a tiempo una reflexión sobre el complicado escenario que amenaza con depararnos el próximo otoño.

Muy a pesar de lo que opinen algunos compañeros, como Jaume Asens, el lazo amarillo no es el emblema de una exigencia democrática que puedan compartir independentistas y no independentistas. No es la enseña de quienes hemos considerado abusiva la prisión preventiva o desproporcionados los cargos de rebelión y sedición que pesan sobre los líderes independentistas. No. El lazo amarillo, denunciando la supuesta persecución de ideas políticas por parte de un España autoritaria, nos mete de lleno en el imaginario del “procés”. La “estelada” es sustituida por un símbolo que evoca el sufrimiento de la cárcel, confiriendo a quienes lo enarbolan un sentimiento de superioridad moral. Los lazos actúan como una suerte de “santo y seña”: diferencian personas, pero también delimitan zonas de dominio ideológico, territorios e instituciones que “han sido tomados”. Lucirlos en la solapa forma parte de la libertad individual. El Supremo así lo admite en su propia Sala. Pero, colgar los lazos en un edificio público pone en cuestión la neutralidad y la disponibilidad al servicio de toda la ciudadanía exigibles a nuestras instituciones. El lazo que cuelga de la fachada del Ayuntamiento certifica la capacidad de intimidación emocional del independentismo, al tiempo que genera desconfianza entre quienes no adhieren a su causa. Su renovada presencia no tiene, en ese sentido, nada de democrático.

Hablamos de símbolos. Y no poca gente se pregunta si reponer el lazo era la mayor urgencia que había que atender en la ciudad. Pero la decisión no sólo es errónea e inoportuna, sino que denota un estado de ánimo que urge cambiar.

Se avecina un otoño tormentoso. Y Barcelona, en el centro del huracán, tendrá un papel crucial, pudiendo decantar los acontecimientos en uno u otro sentido. No será fácil gestionar el escenario que dibujará la sentencia del Supremo, si – como muchos temen – acaba comportando condenas severas. Los hechos de septiembre-octubre de 2017, inéditos, son de difícil encaje en los ilícitos contemplados por el Código Penal, algo que comporta el riesgo de un cierto “castigo por elevación”. En cualquier caso, la sentencia tendrá una enorme repercusión política y, con toda probabilidad, precipitará la convocatoria de elecciones. Corresponderá a las izquierdas, en Catalunya y en toda España, mostrar el temple necesario para contener las emociones y reconducir el conflicto a los dominios de la política.

Es aventurado señalar de antemano el camino más apropiado. ¿Acaso una reforma del Código Penal que permita una calificación más exacta – y ventajosa para los encausados – de los comportamientos probados, de la cual pudiesen eventualmente beneficiarse con carácter retroactivo? Tal vez. La dificultad de la ecuación reside en que, por un lado, será imposible resolver el conflicto catalán bajo el sentimiento de una justicia vengativa y mientras se prolongue el encarcelamiento de los líderes independentistas, interlocutores naturales e imprescindibles de cualquier diálogo. Pero, por otro, es necesario preservar la separación de poderes, inherente a un Estado de Derecho. Y, sobre todo, no hay que perder de vista que estamos ante un conflicto que divide a la propia sociedad catalana.

Las leyes adoptadas por el Parlament los días 6 y 7 de septiembre de 2017 conculcaron gravemente los derechos democráticos de la ciudadanía. Un parte sustantiva de la sociedad se sintió expulsada de la catalanidad y amenazada por una República de contornos inquietantes. Hubo muchos miles de votantes socialistas y “comunes”, enarbolando por vez primera en su vida una bandera española, en aquella masiva manifestación del 8 de octubre. Probablemente, más que en las colas de los colegios del 1-O. (Sin olvidar que no pocos acudieron a ellas, indignados ante las intervenciones policiales). Las izquierdas deberán enfrentarse con firmeza a unas derechas retrógradas españolas que exigirán cumplimiento íntegro de penas y “mano dura” con Catalunya. Pero habrá que parar los pies también a quienes pretendan aprovechar la tensión emocional del momento para intentar una nueva aventura. Y aquí los comunes deberían ser de una claridad meridiana: sí, la opción independentista ha venido para quedarse, debe poder expresarse y promover su proyecto; pero no puede hacerlo pisoteando los derechos de la ciudadanía que no comulga con él. No, no volveréis a hacerlo. No con nuestra connivencia, ni al amparo de nuestra ambigüedad.” Si la izquierda alternativa aspira a tener un futuro, debe decidirse a dar ese paso. Por eso resulta tan desafortunado haber vuelto a la liturgia de los lazos.

No será fácil, desde luego. Una parte de los votantes de Bcomú son cercanos al independentismo. Y, desde su investidura, la acusación de “traición” pesa sobre Ada Colau, blandida por quienes han visto frustrado su acceso a la alcaldía. El chantaje emocional será incesante. Que la propia alcaldesa haya roto a llorar durante una entrevista radiofónica da fe de la intensidad de tales presiones – las imágenes del sábado pasado en Sant Jaume hablan por sí solas – y debería suscitar comprensión y solidaridad, empezando por quienes hemos aplaudido el compromiso de asumir de nuevo el gobierno de la ciudad.

No han faltado estos días algunos bienintencionados amigos que, en las redes sociales, ha recordado que otras personas ya habíamos sufrido ese tipo de ataques anteriormente, con especial virulencia durante el “otoño caliente” de 2017. Y que, en aquella ocasión, la dirección de los comunes, que andaba flirteando con el 1-O, nos dio la espalda. Es cierto. Pero, no tiene sentido volver sobre aquel episodio en términos de reproche, sino de aprendizaje político. Creo recoger el sentir de la “patrulla nipona” si digo que los niveles de autoestima de sus antiguos componentes son aceptables. Nadie precisa de reconocimientos tardíos, ni de esos “cuidados” que tan de moda se han puesto en la nueva política. Lo que sí valdría la pena es que los sinsabores de aquellos días acabasen teniendo sentido: que no se repitan los errores y ambivalencias que han debilitado nuestro espacio. Y que la izquierda alternativa no se pierda en las neblinas de Brumario.

Lluís Rabell

(19/06/2019)

4 Comments

  1. Bon dia Lluis, tens tots la rao, pero ja s’havia de preveure que la Colar en varía una de fresa i una de calenta, o l’esquerra es despertar o molt malament ho tenía. Vull recordar-te que el independendispe esta presenta a la taula del parlamento amb la presencia del argentino. Salut i republica

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  2. És imprescindible que el Comuns representin una opció clara I no ambigua. .Quan el primer que es fa es cedir al xanratge emocional I penjar el llaç groc, alguns ens sentim orfes. No es això el que cal, el que cal és dir les coses sense embuts I sense vomplexos. Companys tenim prou arguments I raons . No cal seguisme. Cal les coses pel seu nom I no defallir per avanzar cap una societal, justa, igualitaria, federal I progresista. Prou.ambigüetats

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