El testimonio prestado ante el Tribunal Supremo por quien fuera Mayor de los Mossos de Esquadra durante el “otoño caliente catalán”, Josep Lluís Trapero, ha sumido en la perplejidad – el “estupor”, diría José Antonio Zarzalejos – a buena parte del mundo independentista: he aquí que quien había sido mitificado como un héroe del “procés” no sólo advirtió reiteradamente a Puigdemont y Junqueras acerca de los riesgos de desbordamiento que suponía mantener la convocatoria “ilegal” del 1-O, sino que diseñó, junto a la cúpula del cuerpo, un detallado protocolo para detener al Govern en pleno, si así lo ordenaba el poder judicial tras una eventual declaración de independencia.
Esas declaraciones tienen una doble lectura. Por un lado, desacreditan la tesis de la rebelión. Los líderes independentistas no recurrieron en momento alguno a una fuerza armada. Al contrario: la policía autonómica que se encontraba bajo su mando, más allá del debate sobre la gestión de los operativos durante el 1-O, se mantenía leal al ordenamiento jurídico vigente. Pero, por otra parte – y quizás por eso mismo -, la actuación de esos dirigentes revistió un escandaloso espíritu aventurero, poniendo en peligro a las instituciones catalanas, a sus funcionarios responsables del orden público y a la propia convivencia ciudadana. Trapero, elegante en sus calificativos, habló de “punto de irresponsabilidad” refiriéndose a las declaraciones del entonces conseller de interior, Joaquim Forn, asociando los Mossos al compromiso gubernamental con el referéndum. ¡Ojalá el tribunal retenga lo primero y no haga suyo el relato de la Fiscalía acerca de la rebelión! Si el juicio desembocase en una sentencia desproporcionada o revanchista, las consecuencias serían nefastas para la solución del conflicto. Y ojalá la opinión pública empiece a mesurar asimismo el despropósito de aquel “farol” y de aquella auténtica “conjura de irresponsables” en que, a la inanidad del gobierno de Rajoy, respondía la huida hacia adelante del “procés”.
El desconcierto de tanta gente ante las palabras de Trapero tiene mucho que ver con el desconocimiento catalán de lo que es un Estado. Enric Juliana, en su comentario de hoy en “La Vanguardia”, da cuenta del retraimiento tradicional del talento catalán respecto al ingreso en los cuerpos del Estado español: otrora por el atractivo de la industria y el comercio locales, luego por la capacidad de absorción de la administración de la Generalitat. Ni Catalunya conoce en profundidad al Estado – visto como algo distante y ajeno, cuando no hostil -, ni el Estado ha practicado la ósmosis necesaria para absorber y comprender los humores catalanes. El diagnóstico es cierto. Como lo es también la apreciación, formulada por algunos comentaristas, de que “Trapero ha demostrado tener sentido de Estado” o de que “tiene el Estado en su cabeza”.
No estaría de más que los protagonistas del “procés” buscasen cierta iluminación en los escritos de León Trotsky. En su autobiografía, “Mi vida”, el revolucionario ruso narra una sabrosa anécdota que viene muy a cuento. En otoño de 1916, cediendo a las exigencias del régimen zarista, el gobierno francés decidió expulsar a Trotsky, que a la sazón editaba en París una revista socialista y se había significado por su oposición a la guerra que estaba devastando Europa. La policía condujo pues a Trotsky hasta Hendaya, por donde debía abandonar el territorio francés. Durante el trayecto, tuvo ocasión de discutir largamente con el comisario encargado de tal misión. Trotsky le habló de la carnicería que estaban provocado las ambiciones imperialistas y pronosticó que, más temprano que tarde, los pueblos, tras haber sido engañados y empujados a una lucha fratricida, se levantarían contra los poderosos, derribando a los gobiernos responsables de la guerra. Esa perspectiva no pareció turbar al filosófico policía. “Oh, sabe usted, monsieur Trotsky, los gobiernos van y vienen. Pero la policía siempre permanece”. Y no andaba demasiado errado nuestro hombre. Sus palabras manaban de una cierta tradición nacional, muy propia de un país en que el Estado constituye una realidad insoslayable. No en vano, por cuanto a la función policial se refiere, Francia ha sido la patria de Fouché y de Javert – y de otros personajes menos conocidos, pero que a lo largo de la historia han sabido transitar entre gobiernos e incluso regímenes de distinto signo sin perder galones. Pero también tenían que ver con algo más genérico: no hay Estado sin capacidad coercitiva. En su célebre y controvertido ensayo, “El Estado y la revolución”, Lenin recogía la lapidaria definición de Engels acerca de lo que es, en última instancia, un aparato de Estado: “Son destacamentos de hombres armados”. (Expresado en el lenguaje propio de la época). Naturalmente, no es lo mismo para la ciudadanía que ese Estado esté regido por unas leyes y una constitución democráticas… o que esté en manos de una tiranía. Pero, en cualquier caso, no es menos cierto que la policía acostumbra a tener marcada vocación de permanencia.
Trapero es lo que los franceses llaman de manera coloquial un “flic”, un concepto que palidece con la vulgar traducción de “poli”. El auténtico “flic” lleva plenamente integrada en su personalidad la función que ejerce y la importancia de la misma. Para lo bueno y para lo malo. Por eso es tan vital – y consustancial a una democracia política – la separación de los poderes del Estado, sus contrapesos respectivos y la fiscalización de sus actuaciones por parte de los representantes de la ciudadanía. Y, en ese sentido, no es una mala noticia saber que disponemos de una policía dispuesta a detener a un gobierno en pleno y a ponerlo a disposición de la justicia, si ese ejecutivo contraviene las leyes y si la policía es requerida para ello por los magistrados. (En la República diseñada en septiembre de 2017 por la mayoría independentista, el poder judicial quedaba sometido al ejecutivo). En una democracia nadie está exento de cumplir la ley. Ni siquiera para proceder a cambiarla. Y, a fortiori, quienes tienen el encargo de gobernar y el mandato de hacerla respetar. Precisemos sin embargo que, de llegar un momento en que la policía se convirtiese en el último reducto de la democracia… bien podríamos decir aquello de “Houston, tenemos un problema”.
Lluís Rabell
16/03/2019
Lluís, sàvies paraules. Però com a l’acudit caldria preguntar si a l’altre costat del telèfon “Hay alguien?”. Gràcies un cop més.
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yo lo que me pregunto en relalidad (desde el humor si se me permite, es sabr si Doña Pilar Rahola va a invitar a su cumpleaños este veranito al sisodicho Policía, por un lado y qué piensa hacer cone el galardón de mossa del año que le concedió una policía que en boca de Traperono es independentista….en fin que no nos falte la alegría a la hora de analizar las situaciones políticas…
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