Rumbo a lo desconocido

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Elecciones generales en abril. Los acontecimientos se encadenan a un ritmo vertiginoso, combinándose de tal modo que cualquier pronóstico, incluso a muy corto plazo, resulte azaroso. El pasado domingo, en la Plaza de Colón, la convocatoria de las tres derechas no logró suscitar el “sobresalto venezolano” que algunos ansiaban. Una nueva disposición de fuerzas políticas se dirimirá, por lo pronto, en las urnas; no en la calle. Sin embargo, la extrema derecha quedó consagrada como un actor político relevante, capaz de incidir en la agenda política del país. Dos días después, se iniciaba el juicio oral contra los líderes del “procés”. Y a la mañana siguiente, los partidos independentistas catalanes tumbaban los presupuestos de Pedro Sánchez, forzando el adelanto electoral. Se imponía la lógica de “cuanto peor, mejor”. O, dicho de otro modo, en una coyuntura de extrema polarización, aumenta la fuerza de arrastre de las opciones más radicalizadas.

Primera cita con las urnas, pues, en pleno macro-proceso, a pocas semanas de las elecciones municipales, europeas y – en algunas comunidades – también autonómicas. Y con una situación internacional no menos cargada de tensiones e incertidumbres. La primavera europea, ensombrecida por el ascenso de los movimientos populistas, puede quedar además marcada por un Brexit caótico, de impredecibles consecuencias. En tales condiciones, con tantas variables entrecruzándose, la fiabilidad de las encuestas de opinión y las proyecciones electorales será muy escasa. Un dato, eso sí, se repite y se amplifica de elección en elección: el número de personas indecisas, que escogen su papeleta en el último momento. Una tendencia que traduce la crisis de las representaciones políticas, la erosión de las fidelidades electorales y lo volátil del conjunto.

Si los resultados que finalmente obtengan las distintas formaciones políticas pueden diferir notablemente de lo que pronostican las encuestas, los últimos acontecimientos permiten vislumbrar no obstante algunos escenarios. Algo que se antoja inviable a corto plazo – y quizás por bastante tiempo – es la repetición de la heterogénea mayoría que sostuvo la moción de censura contra Rajoy. La voladura de puentes que ha realizado el independentismo hace imposible cualquier gesto de aproximación por parte del PSOE por cuanto a la configuración de un bloque parlamentario se refiere. Descartada la hipótesis de una “mayoría Frankenstein”, y dando por hecho que el futuro Congreso certificará la fragmentación que caracteriza la nueva geografía política, todo hace pensar en dos posibles escenarios.

El primero, lógicamente, sería el de una mayoría de las derechas, un pacto “a la andaluza” entre PP, Ciudadanos y Vox. Sería erróneo, sin embargo, perder de vista que caben otras combinaciones. El PSOE puede perfectamente ganar las elecciones, irrumpiendo en el Congreso como la fuerza más votada. Su programa está ya definido: son las medidas fiscales, medioambientales, sociales y de equidad de género de los presupuestos. El perfil de la opción socialista queda también cincelado por la ruptura con los independentistas: diálogo en el marco de la ley, sin rebasar el marco constitucional. Pedro Sánchez se lanza, por tanto, con cierta ventaja a una contienda que se prevé tremendamente dura. Su apuesta sería conectar con un electorado tradicional, de clases trabajadoras medias, deseosas de salir de la vorágine a la que parece abocado el país.

Las urnas dirán cuál es el peso de esa centralidad. Pero, ni en la más halagüeña de las hipótesis, tal aspiración al sosiego daría hoy para una mayoría. Por otra parte, Andalucía demostró que, entre los electorados de izquierdas, funciona muy mal la ley de los vasos comunicantes. El tan anunciado bajón de Podemos, de confirmarse, sólo en parte beneficiaría al PSOE: la tentación de la abstención sería muy fuerte entre unas bases moradas decepcionadas. Con lo cual, la eventualidad de una alianza de izquierdas para hacerse con el gobierno se desvanecería.

Sin embargo, aún así, tampoco habría que dar por hecho un tripartito reaccionario. Resulta verosímil también que los escaños de PSOE, Ciudadanos y Unidos-Podemos brinden la posibilidad aritmética de sumar un mayoría distinta. Ciertamente, los vientos que vienen de América y que soplan también con fuerza en Europa apuntan a un gobierno radicalizado de la derecha. Pero el ensamblaje de las tres fuerzas no va a resultar tan fácil en medio de las tensiones sociales y nacionales que se avecinan. No habría que descartar que la eventualidad de un pacto entre PSOE y Ciudadanos contase, no sólo con el visto bueno de las baronías territoriales socialistas, sino que una parte significativa de las élites lo viese como una opción menos arriesgada que un gobierno condicionado por Vox. El propio Albert Rivera, asustado de su propia imagen en la Plaza de Colón, evoca esa eventualidad – aunque sea diciendo, proximidad de las elecciones obliga, que “jamás con Pedro Sánchez. Al cabo, los resultados que arrojen las votaciones serán determinantes. Y podría darse una situación en cierto modo similar a la que se produjo tras las elecciones del 20 de diciembre de 2015. En dicha ocasión, la izquierda alternativa rehusó facilitar la investidura de Sánchez, que había alcanzado un pacto con Ciudadanos. Aún permanece en la memoria aquella comparecencia de Pablo Iglesias, reclamando una retahíla de cargos y ministerios. Con la repetición de las elecciones, en junio de 2016, ese espacio vio evaporarse un millón de votos. Algunos, como Íñigo Errejón, lo atribuyeron mayormente a la mala aceptación, por parte de sus respectivos electorados, de la confluencia entre Podemos e IU. Y puede que así fuera. Pero no subestimemos la decepción causada por una actuación que frustró la expectativa de desalojar a Rajoy de la Moncloa. Convendría no olvidarlo, si las circunstancias hacen que, de nuevo, la fisonomía del gobierno de España dependa de esa izquierda.

Sería ocioso perderse ahora en especulaciones. Pero, en cualquier caso, la inminente contienda someterá a una auténtica prueba de fuego a ese conglomerado, aún inestable, que intenta consolidarse a la izquierda de la socialdemocracia. En la definición de su contorno, en la percepción que de él tenga la opinión pública, tendrá un papel determinante la actitud ante el juicio del 1-O, piedra angular de cuantos relatos se construyan de ahora en adelante. Tal actitud condensará, a ojos del electorado, el proyecto de España que propugna esa izquierda.

Hoy por hoy, si embargo, su discurso es muy ambiguo. Y, no pocas veces, aparece alineado con el relato independentista. Es indiscutible que la solución de la crisis territorial e institucional planteada por el conflicto catalán sólo puede ser política, y no judicial. También lo es para mucha gente – y no sólo en Catalunya – que se ha abusado de la prisión preventiva. La llegada al tribunal de los encausados caminando por su propio pie hubiese rebajado notablemente la tensión emocional y política que envuelve esta causa. Del mismo modo, no pocos juristas estiman que, en los hechos de aquel otoño de 2017, no concurren los elementos que acreditarían una rebelión – un alzamiento violento contra el Estado -, ni siquiera un delito de sedición. Al mismo tiempo, sin embargo, no puede considerarse que lo ocurrido en aquellas fechas constituyese una banalidad. Desde el Govern y desde una ajustada mayoría parlamentaria, se pretendió ni más ni menos que abolir el ordenamiento democrático vigente, se conculcaron los derechos de millones de ciudadanos… y se quebrantó la unidad civil de la sociedad catalana.

Eso merece, sin duda alguna, una severa crítica política. Pero apela también a la asunción de responsabilidades ante los tribunales. El discurso de la derecha y la extrema derecha, reclamando escarmiento y humillación, resulta tan injusto como irresponsable. Pero, aunque la defensa jurídica pelee por la absolución de los cargos imputados, la pretensión de impunidad desde el ámbito político tampoco es una actitud democrática. Una parte de la sociedad catalana está dolida al ver a sus representantes en el banquillo. Y sería terrible que fuesen castigados por una violencia que no cometieron. Pero tampoco sería justo trasladar a la otra mitad de la población, cuyos derechos fueron menoscabados, que esos gobernantes tienen derecho a saltarse a su antojo una ley que a todos rige. Las mayorías no lo pueden todo. La democracia es, de hecho, un sistema de dispositivos y contrapesos que limita la acción de los legítimos gobiernos y mayorías; que protege, por así decirlo, a la ciudadanía de sus propios representantes. El sistema judicial independiente es uno de esos resortes.

Los días 6 y 7 de septiembre de 2017 fue precisamente la democracia representativa lo que saltó por los aires. Y, más que nadie, la izquierda debería ser sensible ante este hecho. Porque, cuando se degrada la democracia, son siempre los sectores sociales más humildes, los más necesitados de amparo ante los poderosos, quienes sufren las peores consecuencias. Es muy posible que, en el curso del juicio, los alegatos desafiantes y patrióticos de algunos encausados y de sus defensas oscurezcan la verdad de los hechos – en lugar de facilitar una justa cualificación de los mismos -, que acaben proporcionando gasolina a los incendiarios. Por eso, la izquierda debe ser abanderada de una exigencia de ecuanimidad, de verdad y de justicia. Sólo sobre esa base la política, el diálogo y el pacto podrán recuperar la iniciativa. Ahí se juega la izquierda su propia identidad. Sólo así será reconocible. Volveremos sobre ello.

Lluís Rabell

(14/02/2019)

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