Nada más que la verdad

In.justicia

Los primeros compases del juicio a los dirigentes independentistas, aún aportando interesantes elementos, no permiten aventurar pronósticos acerca del desenlace de la causa. Es cierto que las declaraciones, solemnes y de alto contenido político, de Oriol Junqueras y del resto de acusados, combinadas con ciertos balbuceos y errores de la fiscalía, han disparado un sentimiento de euforia en el mundo independentista. Pero los expertos en derecho procesal aconsejan prudencia. Esto no ha hecho más que empezar. La parte testifical del procedimiento tratará de acreditar la tesis de la violencia sobre la que se sustenta la acusación de rebelión. Y, cómo no, el relato de una “acción tumultuaria”, fundamental por cuanto se refiere al delito de sedición. Quedan muchas semanas de juicio por delante y estos primeros lances sirven apenas para entrever cuáles serán las líneas de las defensas y las posibles pautas de actuación del tribunal.

Si hay algo que, no obstante, parece indiscutible es que asistiremos a lo que se ha dado en llamar “una lucha por el relato”. A través de su instrucción, el magistrado Pablo Llarena construyó uno muy contundente: hubo una conspiración, encaminada a propiciar una secesión unilateral de Catalunya, que desembocó durante el otoño de 2017 en una rebelión – frustrada por la intervención del Estado. Pero, frente a esa narrativa, ¿cuál será la versión de los acusados? Y, más allá de sus propias palabras, ¿cuál será finalmente el relato del independentismo? La pregunta no es baladí. Y no tiene una respuesta unívoca, ni está tan clara de antemano como pudiera parecer.

De hecho, han empezado a perfilarse dos relatos distintos y un intento de entrelazarlos – más que de sintetizarlos. La primera idea, común a todas las declaraciones, es que, no sólo no se produjo ningún alzamiento violento contra el Estado, sino que ni tan siquiera llegó a proclamarse el advenimiento de la República: todo fue meramente simbólico, declarativo. Nunca hubo otra intención que no fuese la de empujar al gobierno español a una negociación con Catalunya acerca de la distribución del poder territorial. Incluso la desobediencia sería discutible y dependería de la interpretación más o menos rigurosa que se hiciera de los requerimientos del Tribunal Constitucional. Pero, al mismo tiempo, en filigrana, se insinúa otra argumentación: si, de facto, no hubo rebelión… bien se la merecería esa España cerril que se ensaña con cualquier disidencia y encarcela a los independentistas por sus ideas. Dicho de otro modo: aún negando los hechos, una parte de los encausados – la más significativa en cuanto al liderazgo – mantiene la legitimidad de las decisiones adoptadas en su día por la mayoría parlamentaria independentista, la legitimidad de la vía unilateral. “Lo volveríamos a hacer”. Y esa suerte de cláusula adicional, expresada o sobreentendida, lo trastoca todo.

No poca gente ha pensado que, con esas primeras declaraciones, se hundiría como un castillo de naipes el imaginario independentista. “Los propios dirigentes dicen que todo fue un farol, pura astucia. No había nada preparado. No se arrió ninguna bandera. No se votó ninguna declaración de independencia. Se hizo constar que nada tenía efectos jurídicos”. Así fue. Y quienes vivimos aquellas jornadas en primera línea podemos dar fe de ello. Sin embargo, creer que con eso se desvanece el “procés” significa no haber entendido precisamente su esencia de relato; significa no haber entendido que una parte importante de nuestra sociedad demanda un discurso, un marco mental que la reconforte frente a sus angustias, sus miedos y su desazón. Un relato y no la verdad. Por eso puede funcionar todavía un doble discurso: ante los jueces se niega el delito; a través de las cámaras, sin embargo, se hace un guiño cómplice y cargado de sobreentendidos al mundo independentista. De este modo conviven dos líneas de defensa, en principio, contradictorias: una defensa jurídica, que se atiene a contestar la calificación de los hechos, y una defensa retórica, que pretende denunciar la arbitrariedad de la magistratura española y que remite la suerte de los encausados a los tribunales europeos o incluso al juicio de la Historia. Haciendo del engaño una nueva astucia, el “procés” es así capaz de ejecutar una enésima cabriola y de emprender camino hacia otra aventura. Todavía hay poderosas razones objetivas, fundados temores que agitan a las clases medias y alimentan su sed de relato.

Curiosamente, ese doble discurso no sólo da alas al independentismo, sino que conviene perfectamente a la derecha y a la extrema derecha españolas: he aquí que los líderes separatistas exhiben su “doblez” para mayor regocijo de los defensores de la sacro-santa unidad de España. Sólo las clases trabajadoras, la mayoría social de aquí y de allí, pierden con esa dialéctica. Las izquierdas, que pretenden representar sus anhelos, no pueden competir con los narradores de las élites en la confección de un relato alternativo. Lo que necesitan es la verdad. Y la verdad habrá que levantarla a pulso en medio de todo este griterío.

La verdad es que no hubo en Catalunya rebelión, ni sedición en los términos que especifica el Código Penal. Pretenderlo es un desmesura y la prolongada prisión provisional una decisión de un rigor difícilmente justificable. Pero eso no quita que el comportamiento de los dirigentes independentistas fuese, en aquellas jornadas de septiembre y octubre, totalmente irresponsable y que violentase los más elementales principios democráticos. No tenían fundamento jurídico, ni – se mire por donde se mire – legitimidad democrática para situar fuera de la ley unas instituciones de auto-gobierno que pertenecen a toda la ciudadanía. Ni, por descontado, para instaurar sobre ella el despotismo de una estrecha mayoría parlamentaria. Cuando el president Torra dice que “la democracia está por encima de la ley” no hace sino reafirmar esa concepción regresiva de una “voluntad popular” con poderes ilimitados, sin contrapesos que preserven principios y protejan minorías, sin mecanismos de defensa de los gobernados ante sus legítimos gobernantes. (Signo de los tiempos, hoy incluso algún notable abogado de izquierdas echa mano de Hannah Arendt para justificar semejante desatino. Si, como dice el viejo aforismo, “allí donde no hay justicia no puede haber derecho”, pues éste surge del anhelo de convivencia, tal anhelo necesita materializarse en las leyes para devenir efectivo. Pero, ¡ay!, la pasión nacionalista es capaz de anular las enseñanzas de la mejor Facultad).

Necesitamos que prevalezca la verdad, porque sin ella no podremos corregir el rumbo de colisión que unos y otros pretenden imprimir al país. Hay que parar los pies a quienes porfían por arrastrar a España hacia una deriva autoritaria. Y hay que cerrar el paso también a los aventureros que querrían reactivar el “procés”, esperando llegar a una confrontación que, no se sabe muy bien cómo, obligaría a la Unión Europea a intervenir. Es la lúgubre ensoñación de un “Maidán a la catalana”. El doble lenguaje que atraviesa el juicio encubre a esos sectores y facilita sus provocaciones.

La justicia americana exige a quienes prestan testimonio ante ella que digan “la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad, con la ayuda de Dios. A la izquierda corresponde ahora el deber inexcusable de luchar por la verdad. Que los creyentes invoquen, si les reconforta, el auxilio divino. Pero que a todos nos mueva la necesidad de mirar cara a cara la realidad, si realmente queremos cambiarla y construir una convivencia democrática.

Lluís Rabell (25/02/2019)

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