Izquierda y ciudad

03_docu4-4.1gLa Huelga de Tranvías de Barcelona, marzo de 1951.

(Traducción de la intervención realizada en el curso del debate “Barcelona, ciudad de izquierdas”, celebrado el pasado 24 de enero en Barcelona bajo los auspicios de la Fundación Rafael Campalans, con la participación de Imma Mayol, ex-teniente de alcalde del Ayuntamiento de Barcelona y de Jaume Collboni, candidato socialista a la alcaldía, que contó con la directora de la fundación, la diputada Esther Niubó, como moderadora del acto).

En primer lugar, quisiera agradecer a la Fundación su invitación a participar en este debate. Un debate oportuno y sin duda muy necesario. Fundamentalmente, por dos razones. Dos razones que constituyen, a su vez, dos desafíos mayores para las izquierdas.

A pesar de hallarnos ante unas trascendentales elecciones municipales, no va a resultar fácil en los próximos meses hablar de proyectos de ciudad, debatir acerca del presente y el futuro de Barcelona. La cita con las urnas tendrá lugar en un contexto de alta tensión política y emocional. 2019 será el año del juicio de los dirigentes independentistas. La polarización que, aquí como en el resto de España, propiciará este acontecimiento tenderá a sumergirlo todo.

Y, sin embargo, es necesario persistir. La izquierda tiene la obligación de hacerlo. En realidad, el conflicto territorial planteado no es en absoluto ajeno a los dilemas de la ciudad. Uno y otros tienen que ver con la crisis de la globalización neoliberal; constituyen manifestaciones particulares de la misma y, en el caso de Catalunya, aparecen estrechamente relacionadas.

El Estado nación está en cuestión. Los cambios inducidos por la nuevas tecnologías en la producción y la distribución, unidos a los efectos de años de recesión y de políticas de austeridad, han generado en la ciudadanía un sentimiento agudo de pérdida de capacidad decisoria, han erosionado la democracia política y los sistemas de representación. Así, vemos surgir en toda Europa y en el mundo movimientos populistas, identitarios o de extrema derecha, que recogen la desazón de las clases medias y de las franjas de la población que se consideran «perdedoras de la globalización». Todas las instituciones, desde la propia Unión Europea hasta el conjunto de sus Estados, se ven atenazadas por esas tensiones.

Pero esa tensión atraviesa igualmente a las ciudades, que se convierten en el receptáculo de todos los problemas de la «economía-mundo», como diría Thomas Piketty… al tiempo que crisol de inauditas potencialidades de transformación y avance social. Es decir, la ciudad deviene teatro renovado – y ella misma objeto codiciado – de la lucha de clases del siglo XXI. Estos últimos días, hemos tenido un vivo ejemplo de ello en Barcelona y en Madrid con la movilización del sector del taxi. Si no hay gobierno, reglamentación, liderazgo político con criterio de servicio público y defensa del bien común, las potencialidades que brindan las nuevas tecnologías permiten a las corporaciones multinacionales hacerse con un sector, generalizando la precariedad y la desprotección. El problema no son los algoritmos, son los contra-poderes democráticos, es el gobierno: en primer lugar, de la ciudad. Como decía Stephen Hawking, “no debemos temer a los robots, sino al capitalismo”.

Es necesario subrayar, además, el peso desmesurado que representan Barcelona y su densa área metropolitana en relación a Catalunya: en términos demográficos, de potencial económico y cultural, de proyección internacional… Esta realidad urbana no se corresponde en absoluto con la del país. La dimensión y características de Barcelona son las de una capital española y metrópoli global. Eso explica muchas de las contradicciones que vivimos y acentúa la importancia del debate sobre el modelo de Barcelona… al tiempo que nos brinda algunas claves para abordarlo.

Entente de las izquierdas

La segunda razón que hace muy oportuna la iniciativa de la Fundación Campalans tiene que ver con una necesidad no menos imperiosa: que las izquierdas, sus diferentes sensibilidades y tradiciones, puedan realizar estos debates de manera abierta y fraternal, sin escamotear discrepancias, pero buscando «intersecciones», como diría Francesc-Marc Álvaro.

Las clases trabajadoras constituyen un terreno lo bastante amplio y fértil como para que en él florezcan diferentes estrategias y culturas políticas, partidos, sindicatos, movimientos… Sin embargo, los grandes avances sociales y democráticos se han logrado gracias a la acción conjugada y unitaria de estas fuerzas. Durante décadas, Barcelona ha sido gobernada y ha progresado de la mano de gobiernos de coalición de izquierdas. (Dicho esto, por descontado, sin desconocer los aspectos deficitarios y errores que deberíamos poder discutir con franqueza. Ahora parece que todo el mundo se ha convertido al «maragallismo». El movimiento vecinal fue crítico en su día con determinados aspectos de la Barcelona olímpica, sin dejar por ello de reconocer la fuerza de cohesión y el dinamismo del proyecto, así como la proyección internacional que supuso para la ciudad. Hay que reconocer también la vigencia de grandes intuiciones de Maragall, como la necesidad de articular las euro-regiones como potentes ejes de desarrollo. Pero las respuestas y modelos que, mejor o peor, funcionaron en la etapa anterior no nos ahorrarán el esfuerzo de concebir otros nuevos, adaptados a las actuales exigencias).

Justamente por eso, el sectarismo es muy mal compañero de viaje. Ninguna tendencia de la izquierda, separadamente, puede responder a problemas de una complejidad que requieren la movilización de una gran inteligencia colectiva. Y, last but not least, que decían los clásicos… Más allá del balance que cada cual pueda hacer del actual gobierno municipal, una evidencia se impone: la enorme dificultad que supone dirigir el día a día Barcelona desde un gobierno minoritario. Por no hablar del diseño de proyectos transformadores ambiciosos, concitando las complicidades y apoyos que se requieren para llevarlos a cabo.

Bienvenida sea, pues, la discusión. Ojalá no sea flor de un día… y ojalá seamos capaces de hacer entender a todo el mundo de qué va. Ciertamente, la proximidad de unas elecciones empuja a marcar distancias, a acentuar los respectivos perfiles y a disputar espacios fronterizos. No obstante, sería bueno que las izquierdas aprendiésemos a practicar lo que se ha dado en llamar una competición virtuosa. Es decir, una confrontación de ideas y propuestas, de balances y perspectivas, tan apasionada como haga falta… Pero que tenga como resultado una mayor politización de la ciudadanía, la movilización del electorado y la recuperación de influencias perdidas. Deberíamos desterrar la idea de la hegemonía abrumadora de una sola tendencia, así como la teoría de los vasos comunicantes. La reciente experiencia de Andalucía debería aleccionarnos definitivamente al respecto. Los avances o retrocesos de las fuerzas de izquierdas dependen mucho más de los cambios de época – y del acierto o no en leer esas mutaciones – que de las escaramuzas partidistas.

Se trata de impulsar una transformación de la ciudad que contribuya a afrontar los dos grandes problemas de nuestra época: las desigualdades sociales y el calentamiento global del planeta. En los años setenta, saliendo de la larga noche de la dictadura y en medio de una asoladora crisis industrial, el movimiento vecinal de Barcelona hizo bandera del objetivo de la ciudad democrática – objetivo realizado, cuando menos en parte, por los sucesivos gobiernos progresistas.

Hoy, el reto sería la transición de Barcelona al estatus de una nueva metrópolis industrial y cultural, un gran nodo del sur de Europa de la economía globalizada. Una transición que sólo será viable asentada sobre parámetros de justicia social, espacial y medioambiental. En el nuevo siglo, podríamos definir el socialismo como el gobierno democrático de la globalización. (He aquí una ambición que cas muy mal con la perspectiva de aquella República de escasos atributos liberales, destinada a sobrevivir como un paraíso fiscal, que se perfiló durante el otoño de 2017. Muy al contrario, una transformación de ese alcance se inscribe en la perspectiva de una capitalidad compartida con Madrid y en la lógica de una reforma federal de España y de la Unión Europea).

Gobernar

La clave, como antes apuntaba, reside en el gobierno, en su dimensión y su capacidad de pilotar el cambio. Por eso es urgente articular una auténtica gobernanza metropolitana. Hay que avanzar hacia el modelo de una «gran Barcelona», tendiendo a la integración de la conurbación metropolitana, y ensamblarla con su entorno regional. La alcaldía de Barcelona debería impulsar esa reflexión y ese cambio. Sólo desde una nueva dimensión, superando las limitaciones de diseños como el AMB o los consejos comarcales, podemos afrontar el haz de problemáticas que afectan a la capital y a su entorno.

Eso parece indiscutible por cuanto se refiere a movilidad, transporte público y medio ambiente. Sólo en ese plano podremos resolver una cuestión tan actual y tan importante como la gestión del ciclo del agua y su distribución. Terrassa, por ejemplo, está haciendo un tránsito ordenado a la gestión directa por parte del Ayuntamiento, sobre la base de un proyecto de mayor eficacia, eficiencia y sostenibilidad. ¿Por qué no abordar esa transición a escala metropolitana? Por supuesto, una influyente multinacional como Agbar tendrá mucho que decir al respecto. No nos lo pondrá fácil. El debate sobre los modelos de gestión no se resume en una confrontación ideológica abstracta : plantea conflictos de intereses y debe ser resuelto en función de criterios de costos y beneficios sociales.

Pero la dimensión metropolitana es igualmente imprescindible en materia de cohesión social, servicios públicos, seguridad, desarrollo económico o cultura. ¿Alguien cree que podemos abordar con éxito un problema como el del acceso a la vivienda desde el reducto de cada término municipal? La semana pasada, el testimonio del alcalde de San Adrià del Besòs en el Parlament de Catalunya fue elocuente: el barrio de la Mina, que forma parte de este pequeño municipio, condensa problemas de pobreza, exclusión social y delincuencia generados por la metrópolis. ¿Quién se hace cargo de todo ello?

Recientes estudios, conducidos por el profesor Oriol Nel·lo, nos ilustran acerca de la fuerte tendencia a la segregación territorial en función de las rentas. Así, se van configurando no sólo zonas residenciales exclusivas, guetos de ricos, sino también barrios y municipios metropolitanos especializados en acoger la pobreza y condenados a reproducir las desigualdades.

La metrópolis dual es injusta. Pero es que, fragmentada, se convierte, además, en una urbe débil y cautiva de los mercados. Se trata de decidir si Barcelona es arrastrada por las grandes corrientes de la economía global… o si, por el contrario, reúne las fuerzas necesarias para dominar tales impulsos en función de cierto plan, de un determinado modelo de ciudad. Barcelona no puede basarse en una economía de servicios y en su atractivo turístico. Hay sumas ingentes de capital en busca de nichos de negocio más rentables que los que puede representar la producción de bienes. Pero la acción municipal para contener presiones especulativas o externalidades negativas del turismo, sin duda necesaria, sería por si sola incapaz de contenerlas. No. Hay que trazar un camino alternativo. La ciudad debe ser de nuevo un polo industrial y logístico de primera magnitud. Se trata de promover un tejido empresarial en torno a la investigación, la innovación tecnológica, la transición energética… Sin olvidar el impulso al cooperativismo, la economía social y el comercio.

En resumen: necesitamos consolidar una gran ciudad compacta, cohesionada, caracterizada por la mixtura de usos, con una economía motriz y unos dispositivos sociales capaces de resiliencia ante las futuras – y en cierto modo anunciadas – sacudidas de la economía mundial: crisis financieras, ciclos de recesión… Pero nada de eso será espontáneo. Se requiere un liderazgo político que sepa conjugar el impulso e iniciativa de la ciudadanía con la intervención decidida de las administraciones públicas.

Algunos ejemplos… Barcelona debería ser capaz de extraer un máximo provecho de su condición de “ciudad de ferias y congresos”, más allá del negocio de la hostelería o la restauración. Un acontecimiento como el MWC debería ser gestionado de tal modo que dejase un pósito creciente de industria local, atrayendo talento a la ciudad y fijándolo. Re-dimensionar los servicios y proyectos de “Barcelona Activa”, incidir en las formaciones profesionales requeridas, asesorar, financiar o avalar… Hace falta un gobierno municipal dinámico e imaginativo, que sea capaz de establecer complicidades con las otras administraciones públicas en favor su horizonte de cambio.

En el mismo sentido: un vector económico de tanto peso en el PIB de la ciudad como el turismo necesita también ser dirigido, si queremos hacer de él un factor de bienestar y no un nicho de trabajo estacional y precario, un factor añadido para la distorsión del mercado inmobiliario y el vaciado de ciertos barrios o una fuente inacabable de molestias vecinales. El sello de establecimientos de calidad contractual, acreditada por los sindicatos; el control y la fiscalidad municipal sobre las llamadas “plataformas de economía colaborativa”… pero igualmente la incidencia sobre los flujos de visitantes a partir de una oferta cultural de calidad, deberían ser herramientas eficaces en manos de su gobierno.

En conclusión: un gobierno de progreso sólo podrá acometer las transformaciones necesarias si, además de acertar en el diagnóstico y los objetivos, tiene iniciativa, sabe concertar su acción con los diferentes actores urbanos y conecta con su vital tejido asociativo.

Lluís Rabell

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