Conforme se aceleran los preparativos del juicio contra los líderes del “procés”, más evidente se torna que esta causa marcará decisivamente la agenda política. En Catalunya, por supuesto. Pero también en toda España. Entorno a este juicio, a su desarrollo y su desenlace – así como a la gestión política de la sentencia que produzca – se dirimirá la crisis institucional más grave desde la transición, se decantarán comicios, se configurarán bloques, mayorías y gobiernos. Su trascendencia será, pues, enorme.
Y, sin duda alguna, el propio poder judicial se verá sometido a una auténtica prueba de fuego. La dimisión de la acción política ante la crisis catalana que caracterizó toda la era Rajoy, ha situado a la magistratura ante una situación inédita. Ha sido llamada – por parte de un poder político que rehuía sus responsabilidades – a asumir la defensa del Estado frente a lo que aparecía como una tentativa de desmembrar la integridad territorial de España. Semejante apelación a las togas como último baluarte y salvaguarda de la unidad nacional no podía por menos que acentuar, como así ha sido, las pulsaciones más corporativas y conservadoras del aparato judicial, impregnando todo el procedimiento de un rigorismo extremo: una implacable y prolongada prisión provisional, las imputaciones más graves, las solicitudes de penas más elevadas por parte del ministerio fiscal…
Difícil papel el que corresponderá al Tribunal Supremo. Se le exige, de hecho, algo que se antoja casi imposible: que deslinde la política de la justicia. Y, eso, en un juicio oral que, tras semejantes preliminares, se prolongará durante varios meses. Es decir, en un clima de extrema tensión emocional y en medio de la agitación de unas elecciones llamadas a dibujar el nuevo mapa político de pueblos, ciudades y comunidades autónomas. Sin olvidar la configuración un Parlamento Europeo que, a finales de mayo, pretenden asaltar las formaciones populistas y de extrema derecha que proliferan por doquier. Oriol Junqueras encabezará la candidatura de ERC en los comicios europeos y Joaquim Forn lo hará en la lista del Pdcat que pugnará por hacerse con la alcaldía de Barcelona. ¿Es posible imaginar precedentes y entornos – por no hablar del objeto mismo de la vista – susceptibles de politizar más intensamente un juicio? Y sin embargo…
Sin embargo, por esa misma razón, resulta más necesario que nunca exigir un juicio justo y ecuánime, contribuyendo a que resplandezca la verdad. No será fácil. El griterío de la derecha española, PP y Ciudadanos, azuzada por Vox, será incesante. Cada testimonio de la defensa merecerá un exabrupto; cada intervención de la Fiscalía será jaleada con un “a por ellos” y la exigencia de un castigo ejemplar. La competición entre las derechas por mostrar la mayor gallardía patriotera inundará tertulias y debates parlamentarios, contaminará las contiendas electorales. La pugna entre los tres tenores sólo tendrá un punto de concordia: la impugnación del gobierno de Pedro Sánchez, acusado de connivencia con los peores enemigos de España. He aquí lo que nos espera en los próximos meses.
Pero, ¿y por el otro lado? Ahí, las cosas están menos claras. La opinión pública catalana – y el propio independentismo – están muy divididos. Desde el punto de vista del interés de las personas encausadas, como desde la óptica de una reconciliación de la sociedad civil catalana, nada sería tan útil como poner de manifiesto la verdad de los “hechos de octubre”. Pero nada es menos seguro que el independentismo desee rescatar la verdad de entre el magma de confusión, propaganda y épica procesista que todo lo inunda. Y la verdad es que no hubo rebelión. No sólo porque no se produjeron acciones violentas – ni siquiera, en un sentido estricto y calculado, las acciones tumultuarias que requeriría un delito de sedición: sencillamente, en ningún momento se llegó a proclamar la independencia de Catalunya, gesto que en su día la Fiscalía advirtió que, de producirse, entendería como la culminación de una rebelión contra el Estado. Ni antes, ni durante la sesión parlamentaria del 27 de octubre de 2017, hubo tal declaración.
¿Quiere esto decir que se trató de un lamentable malentendido, que aquí no ocurrió nada grave? En absoluto. Los días 6 y 7 de septiembre se pisotearon los derechos de la oposición – o sea, de la representación de la ciudadanía. Se votaron, sin legalidad estatutaria ni legitimidad social para hacerlo, disposiciones de sesgo populista y autoritario que situaban las instituciones catalanas fuera del ordenamiento jurídico y del marco de convivencia vigentes. Contra viento y marea, la Generalitat impulsó un referéndum de parte, carente de cualquier garantía democrática. Las imágenes de aquella jornada permanecen en la memoria colectiva: el 1 de octubre, el gobierno de Rajoy reaccionó con una desmedida intervención policial que conmocionó a la sociedad catalana. No hay que olvidar, sin embargo, que toda una parte de la misma, que no acudió a las urnas, también quedó zaherida: no sólo no se sintió llamada a aquella consulta, percibida como una movilización independentista, sino literalmente expulsada por un “procés” que cuestionaba la catalanidad de medio país. Sólo así se explica la marea de banderas españolas que inundó las calles de Barcelona el 8 de octubre, empuñadas por gente que nunca antes las había agitado. Sólo así se explica el resultado de C’s en las elecciones del 21 de diciembre, convocadas al amparo del 155. Sólo así se explica que el duro discurso del Rey del 3 de octubre fuese recibido con alivio por no pocas personas, que sentían amenazados sus derechos. Todavía ahora nos cuesta mesurar el alcance del estropicio que se produjo en aquellas semanas.
La responsabilidad de los dirigentes que promovieron la vía unilateral es irrefutable. Se condujeron como auténticos aventureros y se hicieron acreedores de la más severa reprobación política. Pero, a tenor de los hechos, resulta muy difícil sostener que incurrieran en rebelión. Puigdemont retrocedió a la hora de atender el supuesto “mandato del 1-O”. Y, el día 27, el Parlament no proclamó el advenimiento de república alguna: simplemente, votó una resolución que “instaba al Govern” a implementar la Ley de transitoriedad. Las soflamas republicanas quedaban relegadas a la parte de consideraciones previas, que no se votaban. Y en la Mesa del Parlament se hacía constar en acta que todo aquello no tenía más que un valor declarativo, carente de efectos jurídicos. Aquel día asistimos a una doble puesta en escena: al Estado se le decía que se trataba de un acto simbólico; ante la opinión pública catalana, por el contrario, se gesticulaba, se daba a entender que se estaba declarando la independencia. Pero lo cierto es que ni siquiera se arrió la bandera española, que nunca dejó de ondear en lo alto de todos los edificios oficiales. La vía unilateral se revelaba impracticable. Sin embargo los dirigentes no tenían el valor de presentarse ante su gente y decirle la verdad. Es más: el “procés” había generado un movimiento social que tenía ya vida propia, que exigía que no se diera “ni un paso atrás”… y amenazaba con el anatema de la traición a quien vacilase.
El independentismo, en permanente tensión por la pelea encarnizada que libran ERC y los herederos de Convergència en pos de la hegemonía nacionalista, no ha resuelto ese dilema entre el relato épico y la verdad. Ambos partidos, así como la ANC y Òmnium, han anunciado ya que montarán amplios dispositivos de seguimiento del juicio en la capital. La presión será muy alta para tratar de transformar la vista en una especie de requisitorio contra la justicia española, contestando incluso su legitimidad para tomar cartas en el asunto. Mientras PP, Ciudadanos y Vox exigen venganza, el independentismo será conminado a no admitir otra sentencia que no sea la absolución, desafiando a los magistrados y proclamando que, si ellos no declaran la inocencia de los acusados, lo hará la Historia. Esa pinza sobre el tribunal y sobre las propias defensas podría distorsionar el juicio, desdibujando cuanto separa la desobediencia a toda una serie de mandatos judiciales – que ciertamente se produjo – de un levantamiento contra el Estado, que en realidad no hubo.
La verdad choca con los interesados relatos radicales de uno y otro lado. Por razones distintas, ambos parecen desear una condena severa: para escarmiento del independentismo o como prueba de que España no es una democracia. Pero la verdad es vital para quienes quieren preservar la convivencia ciudadana, empezando por la cohesión de la propia sociedad catalana. Y es vital que la verdad se abra paso en ese juicio. Porque sí, la prisión provisional ha sido cruel y abusiva; los cargos de rebelión y sedición se antojan desproporcionados. Pero es necesario también que, mediante un veredicto ponderado, la ciudadanía que ha temido por sus derechos reciba la certeza de que prevalece el Estado de Derecho. Frente al espíritu de revancha de unos y a la irresponsabilidad de otros, es necesario que triunfe la justicia. O que nos acerquemos lo más posible.
Y eso depende en gran medida de que las fuerzas políticas y sociales contribuyan a ello. No es admisible la actitud de quienes, en palabras de Enric Juliana, ven el juicio como un “tiempo muerto” a la espera de una sentencia escrita de antemano. Menos aún si esa percepción se alimenta desde algunos sectores de la izquierda, dando a entender que el juicio sería por si mismo injusto, que se juzgan ideas o incluso derechos democráticos. No es cierto: no se juzga la aspiración a la independencia, sino una vía unilateral para alcanzarla. Se juzgan hechos. La batalla por la verdad reside hoy en su exacta calificación. Todo un desafío en la enrarecida atmósfera que nos envuelve. Para la izquierda también, ese juicio será la hora de la verdad.
Lluís Rabell
14/01/2019