Encuentro con la banalidad del mal

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Foto de Carmen Asensio. Rueda de prensa de la Red de Municipios contra la trata. Barcelona, 8/11/2018

Hannah Arendt nos advirtió ya que el rostro más temible del mal es el de la banalidad. En su monumental “Shoah”, minuciosa reconstrucción de la “solución final” concebida por los jerarcas nazis para acabar con la presencia judía en Europa, el cineasta Claude Lanzmann presentaba un testimonio particularmente sobrecogedor: un antiguo responsable de ferrocarriles explicaba que, a pesar de las contingencias de la guerra, “sus” convoyes llegaron siempre con rigurosa puntualidad a destino: Auschwitz, Treblinka, Sobibor… Hablaba, sin remordimiento alguno, un profesional concienzudo, de aspecto inofensivo, orgulloso de su pericia y totalmente ajeno al sufrimiento humano que palpitaba en aquellos vagones sellados. He aquí lo verdaderamente terrorífico: las más de las veces, la maldad no exhibe un semblante demoníaco, sino que viaja en los trenes de cercanías de la mediocridad, del egoísmo y la insolidaridad. Unos rasgos muy propios de la crisis de civilización en que estamos inmersos.

Esa banalidad del mal recorre también el magnífico documental de Mabel Lozano, “El proxeneta. Paso corto, mala leche”, presentado el 8 de noviembre en Barcelona bajo el auspicio de la Red de Municipios contra la trata y la explotación sexual. Es la detallada confesión de uno de los principales organizadores del sistema de trata de mujeres con finalidad de prostitución que sigue operando en España para abastecer la demanda de una vasta red de prostíbulos, diseminada por todo el territorio. Más allá de los sentimientos que pueda inspirar el personaje, su descripción de los mecanismos y las “leyes” que rigen el universo de la prostitución, convertida en un colosal negocio que ni siquiera sus promotores llegaron al principio a imaginar, merece ser escuchada. La crudeza de la realidad contrasta con la frivolidad de no pocos discursos, hoy recurrentes en el seno del feminismo y de la izquierda, acerca del “trabajo sexual” y “la necesidad de distinguir entre trata y prostitución”.

La banalidad de los hechos, aquí también, resulta más sobrecogedora que la evocación de la violencia mafiosa – existente, por descontado, en muchos países y redes criminales, pero que acaba siendo el complemento de una violencia determinante, estructural, enraizada en la desigualdad. La captación de mujeres jóvenes para el negocio de la prostitución se revela como algo tremendamente sencillo en los contextos de pobreza de América Latina, África o Europa del Este. “Simplemente, se trata de buscar el perfil de una madre joven, desprovista de recursos. A veces las propias familias, las ofrecen a nuestros captadores”, explica el proxeneta. “Algunas vienen engañadas; otras muchas, sabiendo a lo que vienen. Pero ninguna es consciente de lo que realmente les espera”.

Y lo que les espera es la prostitución a destajo en clubs de carretera y grandes burdeles, bajo un régimen implacable de sanciones, multas y deudas inacabables con sus explotadores. Una combinación de engaños, coacciones, palizas si hace falta, y amenazas – a ellas o a sus familias… El método está perfectamente diseñado… y las estadísticas, establecidas. “Una chica no dura más de tres años en el club. Durante el primero, funciona a pleno rendimiento y genera mucho dinero. En el segundo, empieza a tomar consciencia de donde se ha metido y hay que presionarla para que siga trabajando. Al cabo del tercer año, ya no se le puede sacar más jugo: está desmotivada, se ha enganchado a las drogas o al alcohol (nosotros también se lo facilitamos)… Hay que deshacerse de ella, mediante reventa o soltándola. Normalmente, irá a parar a un piso o a la calle, a circuitos más degradados de prostitución”. A lo largo de todo el documental, sólo por un instante la fría voz del proxeneta parece transmitir una brizna de emoción: cuando evoca el recuerdo de una muchacha a la que presionó hasta el extremo de empujarla al suicidio. Así, pues, la trata de un flujo incesante de mujeres pobres nutre la prostitución realmente existente en nuestro país. Los reportajes y entrevistas con supuestas trabajadoras sexuales, realizadas como profesionales y como mujeres”, que llenan periódicos y televisiones en cuanto se plantea el debate sobre la prostitución, no son sino propaganda de las industrias del sexo, deseosas de ver por fin legalizado su comercio. Así lo manifiesta con toda claridad también El Músico” – alias de este proxeneta que se dice hoy arrepentido: una legislación reguladora, como la que está en vigor desde hace años en Alemania, permitiría un crecimiento exponencial del negocio… cuya base sería siempre la trata. Cuesta muy poco traer a una chica de Colombia, de Paraguay, de Nigeria o Rumanía. Y se le puede sacar muchísimo dinero antes de desecharla.

¿Cómo es posible que semejante sistema de explotación funcione ante la indiferencia general? ¿Cómo es posible que un puñado de chulos casi analfabetos haya montado un negocio que genera millones de euros de beneficio diario y pesa ya de modo relevante en el PIB del país? “El Músico” brinda algunas claves de este enigma: “El trabajo de un delincuente consiste en encontrar a otros delincuentes. Entre lobos nos reconocemos”. Hay mucho dinero disponible. No es difícil encontrar abogados habilidosos que montan sociedades instrumentales, protegiendo con testaferros insolventes a los verdaderos dueños de los prostíbulos. Hay banqueros dispuestos a blanquear ingentes cantidades de dinero negro; notarios que registran lo que convenga; medios de comunicación que no hurgan demasiado en las noticias que afectan al gremio; ayuntamientos que hacen la vista gorda con sus propias ordenanzas, si el club instalado en el término municipal patrocina ciertas actividades o ayuda a financiar las fiestas locales… Hay mucha gente mirando hacia otro lado, normalizando el consumo de sexo de pago… Los neones de los prostíbulos de carretera forman parte del paisaje y pocos se preguntan qué ocurre realmente ahí.

Especialmente significativo es el momento de su testimonio en que el proxeneta suelta una carcajada: “¿Los políticos? Cuando oigo a algunos hablar de que pretenden legalizar la prostitución, me digo que a estos ni siquiera necesitaremos corromperlos”. Esa risotada debería sentarnos como un bofetón. ¿Cuánto tardaremos en promover una legislación abolicionista y feminista, al estilo de las que han ido abriéndose paso en los países nórdicos, que permita “poner rostro a todos los proxenetas” y penalizar la compra de favores sexuales? ¿Cómo, si no, combatir eficazmente la trata, formar y dar instrumentos de actuación a jueces y policías? ¿Cómo, si no, desarrollar programas que lleguen a las mujeres, ayudándolas a salir de la prostitución y a rehacer sus vidas? ¿O educar a las nuevas generaciones en los valores de la igualdad?

Ya sería hora de que la “nueva izquierda” se deshiciera de algunas ensoñaciones posmodernas que no le dejan ver la realidad. La palabrería acerca del “empoderamiento” en la prostitución recibe el desmentido de cientos de miles de mujeres y niñas traficadas con finalidad de explotación sexual. Los ditirambos de la teoría queer, los discursos acerca de las identidades cambiantes y el postfeminismo – que acaba preguntándose si realmente hay mujeres – pueden, con su apariencia transgresora, arrancar los aplausos de un anfiteatro universitario. Pero no funcionan en el mundo real, el del capitalismo depredador y la lucha de clases. Allí, el “concepto” de mujer – y el contexto de desigualdad social – resultan lo bastante operativos como para determinar la suerte de tantas y tantas víctimas de trata y prostitución. A la espera de un nuevo impulso emancipador de las clases oprimidas, la decadencia intelectual de nuestro tiempo contribuye a que algunos trenes sigan llegando, como un hecho banal, a su sombrío destino.

Lluís Rabell

(9/11/2018)

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