
“Este clima insurreccional, nos dicen, resulta de una cólera popular espontánea contra un presidente ensimismado. Explicación simplista e ingenua. Sin ignorar sus – numerosos – errores ni la hostilidad que pueda suscitar, esta atmósfera enfebrecida es ante todo obra de activistas del desorden. Del ecologismo radical en primer lugar. Con la excusa de preocupaciones medioambientales, no tiene más obsesión que la de derribar al capitalismo por todos los medios, incluso los más violentos. (…) Y luego el melenchonismo, que ha arrastrado a toda la izquierda francesa al delirio revolucionario. El gran Insumiso, secundado por los ladradores de la Nupes (alianza de los partidos ecologistas y de izquierdas), rechaza el resultado de la elección presidencial… “.
No, no se trata de la octavilla de un grupúsculo de extrema derecha, sino del editorial del pasado lunes, 27 de marzo, del rotativo “Le Figaro”, referente de la opinión pública conservadora. El “partido del orden” por antonomasia habla con un inconfundible acento versallesco. Las palabras transpiran un auténtico odio de clase. Y es que lo que se está dirimiendo estas semanas en Francia va mucho más allá de un enfrentamiento entorno al sistema de pensiones. La reforma de Macron, llevando la edad de jubilación de los 62 a los 64 años, ha coagulado resentimientos y frustraciones, acumulados a lo largo de años de retrocesos sociales. La decisión de imponer la reforma por vía de decreto – mediante el artículo 49.3 de la Constitución, que permite obviar la votación de la Asamblea Nacional – ha desencadenado una enorme reacción popular. Ha habido unidad sindical en el rechazo a la reforma y en la convocatoria de huelgas y manifestaciones. Pero la respuesta, por su masividad, por la transversalidad de los sectores profesionales movilizados y de las franjas de edad que se han echado a la calle, por la irrupción de los estudiantes, por la diseminación de las acciones en todo el territorio, por la dureza de los enfrentamientos con la policía… ha planteado algo mucho más profundo que la contestación de una determinada medida regresiva. En Francia se ha abierto una crisis de régimen. La V República presidencialista y todo su entramado institucional dan señales inequívocas de agotamiento, incapaces de contener las contradicciones que se agolpan en el seno del país. “Este poder, cuya legitimidad se ha derrumbado – escribe el economista y filósofo Fréderic Lordon –, ya no es más que un bloque de coerción. Tras haber destruido toda mediación, el autócrata está ahora separado del pueblo únicamente por una línea de policías.” “Ya podemos decir que la situación es prerrevolucionaria”, concluye. (“El levantamiento francés”, 5/04/2023).
Más allá de la apreciación sobre la gravedad del momento, lo cierto es que la gobernanza imperante durante décadas se ha vuelto del todo insostenible. Una tormenta perfecta se ha desatado sobre Francia. Más que en cualquier otra economía de su envergadura, la globalización neoliberal ha significado allí una severa desindustrialización. La apuesta del capitalismo galo fue la de tener “empresas sin fábricas”. Las dos terceras partes de la mano de obra de las grandes corporaciones nacionales se halla en el extranjero. La pandemia, la guerra de Ucrania y los nuevos alineamientos geoestratégicos, han revelado la fragilidad de las cadenas de valor trenzadas en la fase anterior. En su día, la revuelta de los “chalecos amarillos”, aquella airada revuelta de la Francia periurbana empobrecida, ya había revelado la inviabilidad de una transición ecológica que no se basase en un reparto equitativo de los esfuerzos. Ahora, se constata la degradación de los servicios públicos. La apuesta estratégica nuclear, que Macron ha querido poner en valor ante las dificultades en el suministro energético a los países europeos, choca con el envejecimiento generalizado de las centrales. La propia credibilidad internacional de Francia está en cuestión: el contingente encargado de contener el avance yihadista en el Sahel se retira… y los mercenarios rusos acuden a apuntalar los regímenes locales. Cuando la reforma de las pensiones iniciaba su trámite parlamentario, la prensa anunciaba con gran pompa que Francia contaba con la primera fortuna del mundo en la persona de Bernard Arnault, dueño de la firma de productos de lujo Louis Vuitton. Una coincidencia en el tiempo que ayuda a entender la aguda percepción social de las desigualdades y hasta qué punto la reforma ha cristalizado ese sentimiento. Tanto más cuanto que los debates de estas semanas han ido poniendo de manifiesto que el empeño presidencial no responde a una dificultad mayor del sistema de pensiones, sino a la voluntad de mostrar unas credenciales de contención del gasto público ante los mercados financieros. Al suspender la visita de Carlos III de Inglaterra, el Elíseo evitó in extremis la fotografía de una dispendiosa cena de gala en el palacio de Versalles, que hubiese causado el efecto de una provocación.
La misma dinámica que ha ido gestando la crisis social ha socavado también el andamiaje político e institucional de pretende hacerle frente. La V República, de corte netamente bonapartista, está concebida para funcionar en torno a un poder presidencial casi monárquico, con un gobierno ejecutor de la voluntad del Elíseo, un primer ministro que le sirve de fusible en caso de crisis y una Asamblea Nacional cuya elección debe prolongar la del presidente, proporcionándole una mayoría dócil y confortable. Pero ese diseño pertenece al pasado. La fragmentación de la representación política que se da en todas las naciones postindustriales ha bloqueado los engranajes de esa maquinaria. Emmanuel Macron fue elegido en segunda vuelta gracias a los votos de quienes no querían entregar la presidencia de Francia a la extrema derecha. Su ascendente sobre el país no podía basarse en el aura presidencial, sino en la capacidad de establecer pactos ulteriores. Ni la arrogancia presidencial – Macron es el genuino representante de una aristocracia republicana embebida de poder y alejada del pulso de la sociedad -, ni la división y polarización del arco parlamentario facilitaban tales acuerdos. El choque era inevitable y éste debía trasladarse a la calle.
El problema radica ahora en el desfase entre la amplitud de la crisis social y política… y la propia desorganización y debilidad de los partidos. Las formaciones tradicionales, gaullistas, liberales, socialistas, comunistas… apenas son la sombra de lo que fueron. De hecho, el escenario político está dividido entre tres populismos de distinto signo. Hijo de la deriva social-liberal que dislocó al PS, Macron levantó un movimiento en torno a su figura como representante de las clases medias aspiracionales y de la Francia a la que “le iban bien las cosas”. Ese proyecto se dio de bruces con la realidad durante el anterior mandato. Esta vez, el presidente fue reelegido sin entusiasmo y como “mal menor”. Su gobierno ha salvado una moción de censura por los pelos, gracias a un puñado de votos de una derecha deslavazada. Otros dos populismos le acechan. El de la extrema derecha, que cuenta con el descrédito de las instituciones – la Asamblea Nacional se ha convertido en una ruidosa e impotente olla de grillos – para recoger los frutos de la desazón social cuando llegue la próxima elección presidencial. Acaso antes, si la crisis actual desemboca en una disolución del parlamento. Marine Le Pen sabe que el viento sopla a su favor. La extrema derecha acaba de alcanzar el gobierno en Finlandia tras haberlo hecho en Italia. Cada vez da menos miedo.
El otro populismo es el que envuelve a las izquierdas. La Nupes, la coalición capitaneada por Jean-Luc Mélenchon, permitió que socialistas, verdes y comunistas obtuviesen una representación parlamentaria que, separadamente, no hubiesen logrado en las últimas legislativas. A veces, fue al precio de renuncias de cuadros solventes en favor de candidatos menos preparados de La France Insoumise, fieles a Mélenchon. Y fue al precio de una visibilidad desdibujada de la izquierda de gobierno tras el personalismo del líder, su voluntad de polarizar y su discurso de autosuficiencia nacional. Algo tremendamente peligroso en estos momentos. La crisis francesa no puede hallar salida al margen de la construcción europea, reforzando su vertiente cooperativa y federal. El discurso de Mélenchon es capaz de cabalgar la indignación popular contra Macron, verbalizarla. El problema, sin embargo, reside en brindar una alternativa política, de poder. A cierto plazo, la mayor amenaza para el movimiento reside en la ausencia de perspectivas. Macron es un europeísta liberal. Pero está completamente desacreditado. Frente a él, Le Pen y Mélenchon representan, en sus respectivos registros, posiciones euroescépticas. De hecho, sólo ecologistas y socialistas apuestan por la construcción europea. Si esa izquierda no logra avanzar, arrastrando al resto de fuerzas progresistas a una visión más acorde con las respuestas a dar a una crisis cuyo trasfondo es global, el potencial transformador que contiene el movimiento se malogrará… o será desviado hacia una salida autoritaria.
Lluís Rabell
7/04/2023
Un buen análisis. Y un buen trazo de las tres opciones en Francia.
Ojalá aquí se logre la unión de las izquierdas en Sumar y se pueda apoyar a la socialdemocracia para mantener un gobierno decente.
Lo que no acabo de entender es si un autor que analiza bien, puede aquí tomar opción por la socualdemocracia sin ver empañada su posterior capacidad de análisis. No sé…
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