
170 palestinos abatidos por fuego israelí a lo largo de 2022. 30 más durante este mes de enero. Tras la cruenta irrupción del ejército en el campo de refugiados de Jenin, un atentado en una sinagoga causa siete víctimas mortales. Su autor, un muchacho de apenas 13 años de edad. La espiral de violencia parece no tener fin. Peor aún: los planes del gobierno de Benjamín Netanyahu, claramente escorado hacia la extrema derecha y decidido a expandir los asentamientos judíos en las “tierras bíblicas” de Cisjordania, amenazan con desembocar en un auténtico baño de sangre.
La paz se antoja más lejos que nunca, al tiempo que se desvanece la perspectiva de una solución del conflicto basada en la existencia de dos Estados. Antony Blinken, enviado por el presidente Biden a la región, así como la mayoría de las cancillerías siguen aferrándose a esa idea. Pero, según una reciente encuesta, sólo un 34% de israelíes y un 30% de palestinos la apoyan. “Desgraciadamente – editorializaba hace unos días “Le Monde” -, la posibilidad de una Palestina viable se ha esfumado desde hace mucho tiempo, a falta de una mínima confianza mutua – que los protagonistas del conflicto son ya incapaces de albergar – y a falta de un alto en la colonización israelí de Cisjordania, un proceso que ha ido royendo de modo implacable el territorio sobre el que hubiese debido asentarse un Estado palestino”.
Por supuesto, no se ha llegado a esta situación de la noche a la mañana. El crescendo de violencia es anterior a formación del nuevo ejecutivo, que surge en cierto modo como su conclusión lógica. La proclamación de Israel como “Estado nación judío” en 2018 supuso un punto de inflexión. La afirmación del Estado en base a criterios étnico-religiosos soltaba amarras con la democracia y legitimaba el ascenso de las tendencias nacionalistas más fanáticas y reaccionarias. “La sociedad está prácticamente dividida ante todo excepto en lo tocante a la cuestión palestina, en cuyo caso las perspectivas oscilan entre el mantenimiento de un statu quo precario y la anexión pura y simple de franjas enteras de Cisjordania.” Por otro lado, la Autoridad Nacional Palestina no es más que un despojo de los fallidos acuerdos de Oslo, una maquinaria burocrática desprestigiada… que Blinken insta encarecidamente a colaborar con la fuerza ocupante en el mantenimiento del orden. Añadamos a todo esto que los regímenes árabes han ido normalizando sus relaciones con Israel. Palestina está sola.
Es lógico que, ante tan sombrío panorama, desde entidades solidarias con la causa palestina se intente movilizar a la opinión pública y presionar a los gobiernos que mantienen relaciones diplomáticas, comerciales o de cooperación militar con Israel. Sin duda ese anhelo ha inspirado la campaña, apoyada incluso por el Síndic de Greuges de Barcelona, pidiendo al Ayuntamiento que revoque el acuerdo de amistad y cooperación suscrito en 1998 con las ciudades de Gaza y Tel Aviv. Demanda bienintencionada, pero desenfocada. Por muchas razones.
Tel Aviv no es el Estado de Israel, ni su gobierno. Es una ciudad, con la que Barcelona mantiene un hermanamiento. Como lo mantiene con otras ciudades de otros países cuyos regímenes no se muestran más respetuosos con los derechos humanos que el gobierno de Netanyahu. Por lo que se refiere al acuerdo tripartito, a nadie se le ocurriría cuestionar la solidaridad y la ayuda material a la martirizada población de Gaza por muchas reservas que pueda inspirar el gobierno de Hamas. Pero es que, en lo concerniente a Tel Aviv, quizá sea en las dramáticas circunstancias actuales cuando más útil pueda resultar su vinculación con Barcelona, por limitado que sea el alcance de lo que podríamos dar en llamar “diplomacia municipal”.
Estas últimas semanas, Tel Aviv ha sido el teatro de masivas manifestaciones contra la deriva iliberal del nuevo ejecutivo, que amenaza los derechos democráticos de la propia ciudadanía israelí y la convivencia con la minoría árabe. ¿Expresa ese movimiento una superación del hecho colonial que subyace en la propia génesis del Estado de Israel? Muy lejos estamos de semejante evolución. Sin embargo, quizá sea el inicio de un camino que lleve a una insoslayable conclusión: no sólo no habrá paz en esa tierra, sino que ni siquiera habrá libertad para los judíos… si no hay justicia para los palestinos. En cualquier caso, las críticas vertidas por el laborista Ron Huldai, alcalde de Tel Aviv, contra el gabinete de Netanyahu, denunciando la transformación del Estado en una “teocracia fascista”, son de una contundencia que difícilmente podría permitirse alguien que no tuviese la hoja de servicios de este antiguo brigadier general de la Fuerza Aérea. Eso da la medida de la crisis que se está viviendo en Israel. ¿Es ahora el momento de ignorar semejante conflicto interno, dando la espalda a las corrientes pacifistas y a los sectores de la sociedad civil que temen por la democracia… y que tienen justamente su punta de lanza en Tel Aviv?
Es posible que la historia haya cerrado definitivamente la posibilidad de ver dos Estados sobre la exigua tierra de Palestina. Si eso es así, ¿cabe acaso imaginar otra solución democrática más que una “desenlace sudafricano” – por lejano, incierto y tributario de muchos sufrimientos antes de ver la luz que hoy parezca? Hablamos de la solución de un solo Estado – llámese Israel-Palestina o como lo bautice la vorágine de los acontecimientos venideros -, con plena ciudadanía e igualdad de derechos para judíos y árabes. Los gobiernos de Israel han temido siempre la palabra “apartheid”, por cuanto el reconocimiento de semejante práctica supondría de desdoro en la arena internacional. Sin embargo, cada día resulta más difícil calificar de otro modo la política israelí en los territorios ocupados, arrebatando tierras ancestrales a la población palestina y transformando las zonas bajo tutela de la ANP en algo muy parecido a un bantustán. Si esa es la hipótesis que va abriéndose paso entre la gente más comprometida con la paz de uno y otro lado, ¿deberíamos meter en un mismo saco a toda la sociedad israelí, la que expresa sentimientos reaccionarios y los sectores que se oponen a la extrema derecha? ¿En qué ayudaría eso a Palestina? ¿En qué la ayudaría que trazásemos un signo de igualdad entre la inquieta ciudad de Tel Aviv y el gobierno de Netanyahu?
La propuesta de romper el hermanamiento con Tel Aviv atraerá probablemente furibundas reacciones. No faltarán las acusaciones de antisemitismo con que el nacionalismo sionista acostumbra a responder a cualquier crítica dirigida a Israel. Acusaciones grotescas y demagógicas. No sólo acreditadas entidades democráticas formulan esa petición, sino personalidades judías no sionistas, cuyas familias fueron víctimas del Holocausto. No hay que subestimar, sin embargo, el impacto que los improperios puedan tener en la opinión pública: la memoria del horror sigue en disputa. Y sentimientos de animadversión hacia los judíos, soterrados, palpitan todavía en nuestras sociedades. Los bombardeos de Gaza, así como la actuación de los colonos y del ejército en Cisjordania, realizados en nombre de un Estado que pretende hablar en nombre de todos los judíos del mundo, contribuyen a avivar los prejuicios antisemitas. Pero, a su vez, los discursos que ignoran la diversidad de las fuerzas en liza en el seno de Israel no hacen sino dar verosimilitud a la propaganda de su gobierno. Urge encontrar medios más apropiados para defender la causa de la paz. Romper simbólicamente con Tel Aviv no es una buena idea, ni envía el mensaje que una ciudad de tradición democrática como Barcelona debe mandar a los pueblos.
Lluís Rabell
1/02/2023
En l’actual panorama politic mundial reflexions que mirin més enlla del blanc o negre ajuden a imaginar futurs possibles.
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