
La campaña de las elecciones municipales está ya lanzada en Barcelona. Anteayer, el socialista Jaume Collboni anunciaba su decisión de dejar el gobierno municipal para concentrarse en la promoción de su candidatura. La noticia, como no podía ser de otro modo, ha suscitado numerosas reacciones. Algunas, un tanto sobreactuadas.
El enojo del socio mayoritario, Barcelona en Comú, es perfectamente comprensible. Aunque no tanto por las razones esgrimidas, sino porque el anuncio de Collboni desbarata un escenario de la contienda que quizá se antojaba favorable a los intereses de la alcaldesa, que opta a un tercer mandato. Xavier Trias y Ada Colau se necesitan mutuamente con objeto de polarizar la campaña. El veterano convergente, exhibiendo la bonhomía burguesa de un “señor de Barcelona” y tratando de hacer olvidar que es el candidato de esa derecha nacionalista que la semana pasada se manifestó en Montjuïc contra la cumbre hispano-francesa, vendría a buscar su revancha de 2015, cuando fue desbancado por una activista anti desahucios. La alcaldesa, por su parte, reivindicaría la continuidad del cambio iniciado entonces, bajo el impulso de una oleada de indignación contra las políticas de austeridad. En esa épica confrontación, cargada de emotividad por ambos lados, las candidaturas restantes no podrían más que desempeñar papeles secundarios o irrelevantes. El célebre almuerzo de Trias y Colau, más que un encuentro de fair play, fue un intento de plantar ese decorado, beneficioso para las dos candidaturas. Incluso cierta prensa local, de sesgo conservador, parecía dispuesta a dar cuerda al relato. Pues bien, ahora la cosa va de tres… o de cuatro (a la espera de la evolución de las posibilidades de ERC y de su candidato, Ernest Maragall, principales damnificados en los sondeos de opinión por la irrupción de Trias).
Por otra parte, la renuncia de Collboni era prácticamente obligada. Hay quien dice que ha tardado demasiado… y quien cree que hubiese debido apurar el mandato. Pero lo cierto es que el candidato del PSC no podía hacer una campaña reivindicando la vara de mano de la ciudad, mientras ejercía de teniente de alcalde. La alcaldesa hace campaña desempeñando simplemente su cargo. Collboni no podía postularse como una alternativa creíble ciñéndose al estilo de Miguel Gila y lanzando indirectas a la ciudadanía: “Alguien aspira a arrebatarle el cargo a alguien… Y a mí no me gusta señalar”. La situación es muy distinta a la de otra época, en la que ICV era socio minoritario del PSC. Durante todo un período, la izquierda alternativa trabajó para recomponer su espacio, desarrollando un perfil social y ecologista dentro de un acuerdo de fuerzas progresistas, indiscutiblemente hegemonizado por la socialdemocracia. Ahora, en cambio, están en disputa el liderazgo y el rumbo de la ciudad. De todos modos, diga lo que diga la oposición – que denuncia un “ejecutivo finiquitado” – o algunas voces despechadas del propio equipo de gobierno, lo cierto es que el mandato está prácticamente concluido, sus cuentas están aprobadas y sus proyectos realizados o en vía de ejecución. La salida de Collboni – tanto más cuanto que el resto de ediles socialistas permanecen en sus puestos – no debería suponer en estos momentos ninguna perturbación mayor de la gestión municipal. Menos, desde luego, que las que hubiesen podido derivarse de la inevitable rivalidad entre la alcaldesa y su primer teniente de alcalde. No dramaticemos, pues. El tiempo dirá si la ciudadanía entiende y aprueba ese movimiento.
Las izquierdas son muy dadas a las broncas de familia. La historia de sus tendencias – y de sus relaciones – es lo bastante larga y tormentosa para que resulte fácil recordar agravios mutuos. Un ejercicio tan frecuente como poco útil. No sería bueno que comunes y socialistas, que han gobernado juntos durante dos mandatos y se han sobrepuesto a no pocas vicisitudes, cayesen en semejante error. A la mitad del mandato anterior, la alcaldesa expulsó al PSC de su gobierno, cediendo a la presión ambiental del independentismo. Hicieron bien, sin embargo, los socialistas, tras los resultados de las elecciones municipales de 2019, dejándose de reproches y empujando a Ada Colau a asumir la alcaldía cuando vacilaba ante la perspectiva de alcanzarla gracias a los votos de Manuel Valls. La madurez política de unos compensó cierta bisoñez puritana de otros en un momento clave. Las sentencias del “procés” estaban al caer y hubiese resultado altamente peligroso dejar en manos independentistas el gobierno de una ciudad cuyas calles corrían el riesgo de inflamarse aquel otoño. Durante los últimos cuatro años, no sin discrepancias y tiranteces, comunes y socialistas han sabido pactar y sacar adelante presupuestos marcadamente expansivos. Juntos han hecho frente a situaciones tan difíciles como la pandemia y realizado una obra de gobierno muy defendible. Nadie debería olvidarlo.
Pero no es menos cierto que entramos en una nueva etapa, llena de incertidumbres y desafíos. La globalización neoliberal, cuyos flujos han incidido poderosamente en el devenir de la ciudad, se agota. Los impactos de la pandemia, la emergencia climática y la guerra en Ucrania dibujan un escenario económico y geoestratégico inédito en el que habrá que saber situarse. Barcelona no puede pensarse intramuros, sino como el corazón palpitante de una región metropolitana europea y mediterránea. Sucesivas crisis, debilitando el Estado del bienestar, han enquistado graves desigualdades sociales y bolsas de pobreza en los barrios con rentas más bajas. Esas desigualdades no sólo son injustas, sino que hipotecan el futuro de la propia democracia al sumir a una parte de la población en una tensión cotidiana abrumadora por salir adelante, expulsándola de la condición de ciudadanía. Barcelona necesita generar riqueza y redistribuirla mediante salarios dignos, prestaciones, servicios y equipamientos. Para ello deberá favorecer un modelo económico mucho más diversificado y resiliente, con actividades sostenibles y de mayor valor añadido. La etapa que se avecina estará marcada por una insoslayable exigencia de reindustrialización. Algo que no puede significar un retorno a los viejos modos de producción, sino un decidido impulso tecnológico, investigación, empresas vinculadas a la generación de energías verdes y movilidad sostenible…
Basta con evocar esos desafíos para darnos cuenta de hasta qué punto nos equivocamos al debatir ciertos temas – como el de la ampliación del aeropuerto del Prat, hoy de nuevo en el candelero – en términos maniqueos o moralistas que no dan cuenta de su complejidad. Por supuesto que hay intereses corporativos, movidos por la ganancia a corto plazo, contradictorios con los imperativos de protección medioambiental. La lucha de clases existe, ha moldeado el semblante de las ciudades y tendrá uno de sus escenarios más pugnaces en los dilemas de la transición ecológica. Pero no tiene sentido que las izquierdas debatan entre sí a golpe de anatemas. Porque habrá que llegar a conjugar la preservación de los entornos naturales y la necesidad de enlazar la Gran Barcelona, mediante conexiones intercontinentales, con las urbes más dinámicas del planeta. Y habrá que encajar un aeropuerto de tales características con un diseño de movilidad y transporte que potencie el ferrocarril. No se trata de incrementar el volumen de viajeros, sino de establecer conexiones estratégicas. Sin resolver ese tipo de problemas resulta muy difícil imaginar un cambio de paradigma, que haga la ciudad menos dependiente del turismo de masas. La transición ecológica no puede pivotar sobre empleos precarios, ni en torno a una economía terciaria.
Podríamos multiplicar los ejemplos: en materia de urbanismo, de seguridad, de promoción de la vivienda, de servicios a la ciudadanía o de políticas de igualdad… El PSC – que lideró la transformación de Barcelona en las décadas siguientes a la recuperación de la democracia, aún bajo los inputs de los movimientos vecinales del tardofranquismo – y la izquierda alternativa tienen distintos enfoques, que merecen ser objeto de debate público. La discusión seria es aquella que esgrime argumentos y apela a la inteligencia de la ciudadanía. Menos que nadie la izquierda debería dejarse arrastrar por la tendencia actual a tratar todos los problemas en términos sentimentales y falsamente moralistas. Esa propensión, característica de sociedades líquidas, volubles y azoradas, ha permeado la vida política. La inquina de una parte notable de la opinión contra Ada Colau que revelan las encuestas – la alcaldesa sería culpable de todos los males, reales e imaginarios, de la ciudad – refleja una distorsión de las percepciones, resultante de esa sobredosis de emotividad. La propia alcaldesa ha pulsado en ocasiones más de lo aconsejable la cuerda de la sensiblería. La empatía – “ponerse en los zapatos del otro” – es algo muy distinto.
Las campañas electorales son propensas a cargar las tintas sobre los adversarios. No obstante, las izquierdas deberían llegar a competir de modo virtuoso. Es decir, confrontar ideas y estilos, movilizar apoyos sociales, ampliarlos, disputarse electorados fronterizos… Pero deberían hacerlo elevando la calidad del debate, el interés social por la contienda y la politización de la ciudadanía, no incrementando su desapego de la política a fuerza de exabruptos y descalificaciones. Y sin perder jamás de vista que, tras el veredicto de las urnas y atendiendo a las preferencias que manifiesten, las izquierdas tendrán que tratar de sumar de nuevo. De ello dependerá que la ciudad tome un rumbo progresista y esperanzador… o se quede encallada en un momento crítico. Los calentones, típicos de un arranque de campaña, no pueden ser la tónica de su desarrollo. Cuando menos, no por cuanto a la izquierda social se refiere.
Lluís Rabell
25/01/2023