
El politólogo Samy Cohen escribía hace unos días acerca de la deriva derechista de la sociedad israelí, que este investigador detecta como telón de fondo y razón última de la conformación del nuevo gobierno de Benjamín Netanyahu. Un gabinete cuyo semblante viene marcado por la presencia de una extrema derecha desacomplejadamente racista, misógina y homófoba, hostil a cualquier forma de separación de poderes susceptible de entorpecer sus planes de anexión de los territorios ocupados o su voluntad de sojuzgar a la minoría árabe israelí (un 20% de la población). La orientación anunciada por el nuevo gobierno es tan agresiva que ha suscitado la movilización de destacados exembajadores, alertando del nefasto impacto que tendría en la opinión pública internacional un recrudecimiento de la política aplicada en Cisjordania o “la adopción de leyes extremistas y discriminatorias que oprimiesen a las minorías, atentando contra la libertad de expresión y los valores democráticos”. (“Le Monde, 10/01/2023). Se vería cuestionada, advierten estos diplomáticos, la legitimidad del Estado hebreo “en tanto que país liberal y democrático, como consecuencia de limitar la independencia de la justicia o de negarse a suscribir el tratado internacional acerca de la lucha contra las violencias ejercidas sobre las mujeres”.
Quienes así se expresan no son enemigos de Israel. Antes bien expresan la inquietud de un país que está siendo desbordado por su propia evolución interna. Porque, más allá de cualquier especulación sobre la estabilidad del nuevo ejecutivo, su semblante reaccionario es la conclusión – lógica, si no ineluctable – de una dinámica consustancial al origen colonial del Estado de Israel y a su papel en el tablero geoestratégico de Oriente Medio. Una dinámica que las corrientes de la globalización neoliberal y el actual desorden mundial no podían sino acelerar. Es cierto que Israel ha tratado de configurarse como un Estado democrático de tipo occidental, dotado de separación de poderes y de instituciones representativas. Es más: durante prolongadas y decisivas etapas de su consolidación, Israel ha estado marcado por la huella de un laborismo cuyos cuadros provenían de los kibutz, con la presencia de una potente central sindical – Histadrut -, el desarrollo de un cierto Estado social y una intensa vida parlamentaria. Sin embargo, toda esa construcción se irguió sobre una operación de limpieza étnica que, en 1948, expulsó a cientos de miles de palestinos de sus casas y sus tierras, creando un conflicto endémico, puntuado desde entonces por enfrentamientos, resistencia armada, guerras… y la ocupación militar del conjunto del territorio histórico de Palestina. La promesa socialista de convivencia y fraternidad que proyectaron en su día los kibutz de izquierdas no fue más que un espejismo.
No fue hasta 2018 que la Knesset proclamó formalmente a Israel como “Estado nación judío”, circunscribiendo a los judíos el derecho de autodeterminación. Cambio de cantidad en cualidad y culminación de una pulsión original. La definición del Estado como judío cancela radicalmente toda pretensión democrática, al legitimar su existencia en base a una determinada fe, a la promesa divina de un retorno a la patria ancestral o, como mucho, en base a una etnia. (Aunque las sucesivas oleadas migratorias han compuesto una abigarrada miscelánea de rasgos y culturas a partir de procedencias tan dispares como Europa occidental, la antigua URSS, el Norte de África, Argentina, Estados Unidos, Etiopía u Oriente). De hecho, la conflictividad latente con la insoslayable realidad palestina ha jugado – y sigue desempeñando – un papel decisivo en la cohesión de Israel. Pero, al tiempo, acentúa los rasgos coloniales de su sociedad y la carcome. ¿Cómo convivir, sin volverse loco, con la prisión a cielo abierto de Gaza, la guerra contra Hamas, los checkpoint y la ocupación? La sociedad israelí está condenada a vivir en una suerte de esquizofrenia. Las desigualdades, agravadas por el neoliberalismo – en 2011, Tel Aviv fue también escenario de un vasto movimiento de indignación y de reivindicación de justicia social –, impiden que la gente se abandone al hedonismo y se abstraiga del entorno. A pesar de las diferencias abismales en las condiciones de vida de sus poblaciones respectivas, el muro que separa a Israel de Cisjordania encarcela en cierto modo a los dos pueblos.
Pero la izquierda, hoy reducida a una exigua representación parlamentaria, lo tiene difícil para dar un formato progresista al malestar social. El asesinato del líder laborista Isaac Rabin a manos de un ultranacionalista israelí en noviembre de 1995 – justamente cuando se celebraba la firma de los acuerdos de Oslo que pretendían establecer un marco evolutivo de convivencia con la Autoridad Nacional Palestina -, fue un crimen precursor de los acontecimientos que nos han llevado hasta donde estamos. Aquel pacto se reveló inviable. E, inevitablemente, Israel fue deslizándose por la pendiente de la crispación, la regresión ideológica y el autoritarismo.
La derecha sionista tradicional – el Likud – hace tiempo ya que fue capturada por el discurso del nacionalismo más radical. Los partidos de inspiración religiosa integrista, cuyos postulados reaccionarios se expresan sin mesura alguna, han ganado una enorme influencia en el país y han terminado por hacerse con el gobierno. Su llegada al poder es reflejo de una tendencia general al asedio de las democracias, que hoy se observa desde Washington a Brasilia. Pero esa tendencia se manifiesta en Israel de una manera especialmente virulenta. Y lo hace en una doble dirección: avanzando hacia una anexión definitiva de “las tierras bíblicas” mediante la expansión de los asentamientos y el sometimiento del conjunto de la población árabe a un régimen de apartheid sin paliativos… y tratando de despojar al Estado de cualquier impedimenta democrática.
¿Estará en condiciones la izquierda israelí de enfrentarse a esa deriva? ¿Será capaz de entender que, al cabo, no habrá democracia para nadie si no hay justicia para Palestina? Y, por otra parte, ¿puede la izquierda europea ser solidaria y contribuir a esa reflexión? Dentro de pocas semanas, el Pleno del Ayuntamiento de Barcelona debatirá sobre un contestado convenio trilateral entre la capital catalana, Tel Aviv y Gaza. ¡Ojalá se vaya más allá de la necesaria denuncia de los atropellos del gobierno israelí y se evite el error de identificar a todo un país con Netanyahu y sus siniestros aliados! Una ciudad mediterránea, abierta y de talante progresista como Barcelona se honraría tendiendo la mano a quienes pretenden defender la democracia frente a la evolución iliberal de Israel, al tiempo que abraza a la martirizada sociedad civil palestina.
Lluís Rabell
14/01/2023
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La deriva derechista de la opinión pública en Israel
Samy Cohen
El gobierno de Benjamín Netanyahu resulta inquietante por más de una razón. La presencia, al frente del ministerio de seguridad nacional, de un discípulo del rabino racista Meir Kahane, Itamar Ben-Gvir, aliado de Bezalel Smotrich, el no menos racista y homófobo jefe del partido Sionismo Religioso, hace temer por el futuro de la democracia en Israel y ya hay grupos que empiezan a movilizarse para manifestar sus temores.
Pero nos equivocaríamos centrándonos en esos dos personajes. El mal es mucho más profundo. Israel está gobernado por una mayoría de diputados de derechas, más de 70 sobre los 120 que componen la Knesset (incluyendo a los diputados de la oposición que gravitan en torno a Avigdor Lieberman y Gideon Saar). Esa mayoría apenas siente un respeto limitado por la democracia, cuando no una total aversión hacia ella. Que el árbol no nos impida ver el bosque.
El paisaje ideológico es muy claro. Empecemos por los ultraortodoxos, los más fervientes oponentes a la democracia. Uno de sus grandes líderes espirituales, el rabino Eliezer Menachem Shach (1898-2001) fustigaba a los laicos “que quieren un Estado democrático, un Estado de Derecho y no un Estado de la Halajá; es decir, que quieren un Estado regido por leyes idólatras”. Esta gente aborrece a la Corte Suprema que ha hecho retroceder su influencia, en particular en lo concerniente a los matrimonios y las conversiones. Representan actualmente un 12% del electorado y, dada la tasa de natalidad más elevada de esta comunidad, podrían alcanzar el 32% en 2065 (según la Oficina Central de Estadística). Es fácil imaginar cuál sería entonces el semblante de la sociedad israelí.
Mutación autoritaria
No habría que contar con el Likud para defender la democracia frente a los extremistas, como algunos todavía esperan. Eso equivaldría a ignorar la mutación autoritaria de este partido, olvidando los doce años (2009-2021) durante los cuales Benjamín Netanyahu ha dirigido el país, esforzándose junto a sus aliados de extrema derecha de aquella etapa en debilitar los contrapoderes y en consolidar la supremacía de la mayoría judía sobre la minoría árabe. Equivaldría a ocultar la legislación antiliberal contra las organizaciones de izquierdas y los árabes israelís, y supondría olvidar también la ley del Estado-nación del pueblo judío, promulgada en julio de 2018, que otorga a la mayoría judía el derecho de propiedad exclusiva sobre el Estado de Israel. Y equivaldría a olvidar, finalmente, la violenta carga de “Bibi” contra el sistema judicial, que lo ha inculpado de tres delitos. Netanyahu gusta de llenarse la boca con la palabra “democracia”, pero en realidad no la soporta.
Por lo que respecta al actual proyecto de emasculación de la Corte Suprema, se trata de una vieja obsesión del Likud que nunca ha podido soportar semejante contrapoder, en nombre de una concepción sesgada de la democracia según la cual sólo los diputados poseen la legitimidad para gobernar y no caben ni la independencia de los jueces, ni el respeto de los derechos fundamentales de las minorías. Sólo la oposición de un pequeño partido de derechas, Kulanu, llegó a impedir que se votase una cláusula para soslayar a la Corte.
Los sionistas religiosos, por su parte, consideran que, si se trata de escoger entre la democracia y la ocupación de las tierras bíblicas, es ésta la que debe imponerse. Poco después de la guerra de junio de 1967, el jefe espiritual de los sionistas religiosos, el rabino Zvi Yehuda Kook (1891-1982) ponía en guardia contra cualquier retrocesión de los territorios conquistados: “Existe en el Torá una prohibición absoluta de renunciar a un palmo siquiera de nuestra tierra liberada. No somos los conquistadores de un país extranjero. Nosotros retornamos a nuestro hogar, a la patria de nuestros antepasados. Aquí no hay tierra árabe, se trata de una herencia divina”. Bezalel Smotrich se reconoce en este legado kookiano, mezcla de ortodoxia y nacionalismo a ultranza, de la que están embebidos los colonos religiosos.
En cuanto al kahanista Itamar Ben-Gvir, su discurso no representa nada nuevo. Desde hace muchos años ya, eminentes rabinos profieren afirmaciones racistas, homófobas y misóginas sin que nadie les llame la atención. Algunos ejemplos: el gran rabino del ejército, el brigadier general Eyal Karim, estima indispensable autorizar la violación en tiempos de guerra. En el sitio religioso Kipa, afirmaba en 2012: “Aunque las relaciones sexuales con una mujer gentil sean algo muy grave, están permitidas en tiempo de guerra (en condiciones muy específicas), en consideración hacia las penalidades que deben soportar los soldados”.
Violentos, misóginos y racistas
El rabino Yigal Levinstein, por su parte, calificaba a gais y lesbianas como “desviados”, una opinión defendida por no menos de trescientos rabinos sionistas religiosos. El rabino Yosef Kelner, enseñante en una academia preliminar, instruía a sus jóvenes alumnos acerca de la existencia de “diferencias espirituales” entre hombres y mujeres. El director de esa misma escuela, el rabino Eliezer Kastiel, sostenía la tesis de la inferioridad “genética” de los árabes: “Preguntad a un árabe cualquiera dónde quiere vivir. Os dirá que quiere vivir bajo la ocupación. ¿Por qué? Porque tienen carencias genéticas, no saben cómo dirigir un país, no saben hacer nada.”
Y, para rematar, afirmaba: “Los judíos son una raza más triunfadora”. Itamar Ben-Gvir ha entendido algo esencial: la sociedad israelí ha cambiado, tolera discursos violentos, misóginos y racistas. El es un revelador de ese cambio, no su causa.
Más que la presencia de un par de agitadores extremistas, es la deriva derechista de la opinión pública lo que resulta inquietante, su aversión hacia los derechos humanos, su obsesión por la seguridad, su ignorancia acerca de la vida de la población palestina bajo la ocupación. La Knesset encarna esa deriva desde hace años. ¿Sabrá la oposición movilizar a la gente en torno a ella para salvar a la democracia?
Samy Cohen (director emérito de investigación en el Centro de investigaciones internacionales-Sciences Po)
“Le Monde”, 10/01/2023