Urge detenerse a pensar

       La filosofía, milenaria disciplina, sirve para enseñarnos a pensar… y para incitarnos a ello. La valía de la reflexión filosófica debe medirse ante todo por la pertinencia de las preguntas que plantea. Víctor Gómez Pin es un reconocido profesor de filosofía. Y es indiscutiblemente un pensador necesario, pues nos invita meditar sobre algunas cuestiones esenciales, fuente de la caudalosa corriente de acontecimientos que sumerge nuestra vida colectiva. Prueba de ese oficio es el más reciente de sus libros: La España que tanto quisimos. Cuando y por qué se quebró el sentimiento de arraigo de los españoles” (Ed. Arpa)

            “Las páginas de este libro – escribe Gómez Pin – están animadas por la nostalgia de una idea de país que es de hecho nostalgia de un combate quizá fallido: combate por una España que, precisamente por indómita, aunara la defensa inquebrantable de los valores que dieron vida a los proyectos de emancipación de la humanidad, la defensa de su variedad cultural y lingüística y la asunción de un legado ibérico común; legado diverso y hasta fruto de oposiciones y luchas, y por ello común, hasta el punto de constituir un caso específico en el contexto europeo.” Sin embargo, no es éste un trabajo melancólico, sino tozudamente aferrado a un sueño cuya suerte definitiva aún no ha sido dictada por la Historia. Para los marxistas – nuestro autor pertenece a la vieja tradición del PSUC -, el destino de los pueblos no está escrito de antemano; su devenir resulta de múltiples encrucijadas y, muchas veces, sólo una lucha feroz entre las fuerzas en presencia dirime las alternativas.

            Gómez Pin evoca intensamente las esperanzas de la generación militante subsiguiente a la que vivió la derrota de la guerra civil; una generación que pretendía recoger los anhelos de la República y enlazarlos con los vientos de cambio social que soplaban sobre Europa, la generación de Mayo del 68 y de la revuelta contra los juicios de Burgos; aquella que cantaba con Paco Ibáñez a los grandes poetas españoles, desde Góngora a LorcaMiguel Hernández, Machado o Cernuda, pero que vibraba también con los cantautores catalanes o vascos. En aquel crepúsculo del franquismo, todos ellos anunciaban que, sin renegar de nuestros orígenes, íbamos a ser “mucho más que lo sabido, los factores de un comienzo”. Hombres y mujeres empujados al activismo político por las protestas estudiantiles, la labor de las asociaciones vecinales o el ímpetu de un movimiento obrero que, renacido desde las cuencas mineras asturianas, acabaría por quebrar el sindicato vertical, columna vertebral del régimen. Entonces, a las puertas de un cambio – que muchos creíamos sería revolucionario -, “nuestra sensibilidad social era como un puente entre el modo de vivir previo a la sociedad industrial capitalista y el modo de vivir que resultaría de superarla. (…) Ni de lejos podíamos pensar que, transcurridos decenios, la palabra España se instrumentalizara hasta el punto de parecer legitimar a quienes la repudian.”

            ¡Con qué intensidad se ha hecho sentir ese repudio en Cataluña a lo largo del “procés”! Si la derecha española enarbolaba una idea abstracta e inerte de España, recelosa de su diversidad, el nacionalismo catalán reivindicaba para sí todas las virtudes de un pueblo industrioso al tiempo que identificaba España con el oscurantismo y la brutalidad. Un anatema que, inevitablemente, zahería el sentir de todos aquellos ciudadanos, oriundos de otras tierras o no, cuyo apego a España o cuyo deseo de convivencia nunca se desmintieron. ¿Quién se acordaba de los versos fraternales que Joan Oliver dedicaba a aquellos “fugitivos de tierras exhaustas” llegados a Cataluña en los años sombríos del hambre en los campos y los “planes de desarrollo” que cambiarían el semblante del país? Así aparecen traducidos: “Por ser catalanes y sentirnos tales / amamos y buscamos en el libre abrazo / el espíritu y el ejemplo / de otros pueblos de razas y lenguas diversas / y el trato con todos y el contacto / en provecho de la tarea común y urgente / de mudar el mundo y los hombres / en la paz solidaria / y en la entente fecunda.”

            La historia de España ha sido, desde luego, tormentosa y singular. Su diversidad de lenguas, culturas y arraigos fue siempre una constante. Muchas veces vivida como enfrentamiento y conflicto. Pero nada dice que eso deba ser inevitablemente así. Ni tampoco significa que los desarrollos históricos habidos en otros países – y que a veces contemplamos con un cierto complejo de atraso congénito – hayan resuelto más felizmente la ecuación de su construcción nacional. Así, la unificación lingüística de Francia, que sigue tratando con desdén a sus “lenguas regionales”, no fue tanto el resultado de una planificación jacobina como de la violencia desatada por la Primera Guerra mundial. En el fango ensangrentado de las trincheras se fundieron todos los acentos e idiomas del país. España no ha conocido, desde la invasión napoleónica, ninguna gran guerra nacional unificadora. Por el contrario, a lo largo del siglo XIX y en la primera mitad del XX, se ha visto desgarrada por sucesivas guerras civiles y humillada por sus descalabros coloniales. Sin embargo, lejos de ser una rémora del pasado y la prueba de que España se subió tarde y mal al tren de la modernidad, nuestro vivaz mosaico étnico-lingüístico contiene la potencialidad de un florecimiento cultural inédito y ejemplar. Pues, “no hay lengua alguna en la que no se halle recogida y archivada toda la riqueza genuina de la condición humana.”

            Ciertamente, como recuerda el autor, la gestión de nuestras contradicciones ha caído con frecuencia en malas manos, y han abundado quienes han procurado exacerbarlas y envenenarlas en beneficio propio. La campaña del PP contra el nuevo Estatut acabó convertida en una recogida de firmas “contra los catalanes” y al desafío independentista respondió un gutural “a por ellos”. Al cabo, “rescoldos de odio” en lugar de vivencia saludable de la propia identidad a través de una relación abierta y enriquecedora con la alteridad. Y no pocas dosis de ignorancia. Si el régimen franquista maltrató a Cataluña y a su lengua, conviene recordar que “la derrota de la República española significó algo más que la derrota de una parte de la sociedad determinada por unos intereses. Fue la derrota de un pueblo, la del pueblo español, la de España, y en primer lugar la derrota de esa Castilla en nombre de cuya lengua (entre otros rasgos recuperados con perversidad) se alzaban los estandartes de la guerra y la intolerancia.”

            ¿Cómo hemos llegado hasta aquí? ¿Qué fue de nuestras esperanzas en un cambio radical tras el final del franquismo? La correlación de fuerzas entre los herederos de la dictadura y la oposición democrática alcanzó para la transición a un régimen de libertades, no para una ruptura revolucionaria. En el vecino Portugal sí se produjo esa ruptura. Pero el impulso transformador luso también fue contenido, aunque alumbró una vigorosa democracia. Esas limitaciones indicaban que, a mediados de los 70, comenzaba un cambio de época que desembocaría en más de cuarenta años de hegemonía neoliberal. “La fuerza para mantenerse fieles a la causa de la dignidad de la condición humana perdió impulso. Perdió impulso no sólo en España, sino en toda Europa, por no decir en el mundo entero; en consecuencia, reaparecieron los fantasmas.” Esos fantasmas, encarnados en el ascenso de la extrema derecha o la guerra de Putin, acechan hoy a las democracias representativas y a la propia construcción de una Europa federal.

            “De este desolador estado de cosas – nos advierte el filósofo – no se escapa con sermones ni buenos sentimientos, es decir, sustituyendo la causa de la emancipación colectiva por la virtud subjetiva. En ausencia de objetivos de raíz humanista, sólo queda… la atracción letal por la singularidad de los propios orígenes o por el destino pretendidamente civilizador de una patria construida. Para los que ceden a una u otra tentación, la reivindicación propia no es tanto afirmación de sí como repudio del otro.” Dicho de otro modo: las fricciones y tensiones entre las distintas comunidades de España han sido, con mayor o menor intensidad, un dato permanente de nuestra historia. “Pero hubo un momento en que parecieron neutralizarse debido a otras circunstancias, otras exigencias, otros imperativos que parecían irrenunciables.” A pesar de las amenazas que se ciernen sobre nosotros – pero acaso también por la magnitud de los desafíos económicos, medioambientales y de todo tipo a los que están confrontadas nuestras sociedades -, un momento así puede volver a presentarse. El futuro no está escrito.

            Esos desafíos lo son, en primer lugar, para una izquierda aún muy desnortada. No sólo por cuanto se refiere a las tensiones territoriales de este último período, en que una parte de ella ha leído en el ascenso del nacional-populismo como una pulsión progresista en lugar de discernir en él una crispada afirmación identitaria que fracturaba a la propia sociedad catalana. Confusa también en lo tocante a su visión de la historia, marcada por una inane cultura de la cancelación que pretende corregir el pasado con condenas simbólicas. Por ejemplo, cuando hablamos de la conquista de América, algo recurrente cada 12 de Octubre: “Una cosa es ser lúcido respecto al coste que supuso la aparición de un nuevo mundo, y otra muy diferente repudiar lo ocurrido en nombre de lo que imaginariamente hubiera podido acontecer, apoyándose en un ideal del lazo entre pueblos y culturas carente de condiciones de posibilidad en tiempos de la gran tragedia que fue la colonización.” En general, se trata de “contemplar nuestro pasado como un abismo propio que hay que sondear (y en consecuencia quizá susceptible de ser superado), no como una falta original que reclama el lamento y la flagelación eternos.”

 A tan valiente ejercicio nos invita esta “España que tanto quisimos”… y que acaso un día se haga realidad. Urge detenerse un instante y tratar de pensar en profundidad.

            Lluís Rabell 

           (15/10/2022)

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