
“Doctores tiene la Iglesia”. Y la Academia pensadores y maestros harto más cualificados que un servidor. Para los neófitos, resulta siempre arriesgado aventurarse en el intrincado territorio de la filosofía. Sin embargo, la actualidad política – y, concretamente, las controversias en torno a las demandas del movimiento feminista – nos obligan a hablar de moral. De moral entendida como un conjunto de normas que pretenden guiar nuestras acciones y juicios, ayudándonos a discernir entre el bien y el mal, entre lo correcto y lo inadmisible. Es decir, como un sistema de valores que rige al conjunto de una sociedad. Y que, lógicamente, se adscribe a las relaciones de poder y de clase que la configuran, evolucionando con los cambios que se producen en dicha sociedad.
El debate se ha tornado ineludible, pues ha sido explícitamente planteado en esos términos. En efecto. La acusación es recurrente, pero se ha hecho insistente estos últimos días en redes, tras la manifestación del 28-M en Madrid: las feministas que reclaman la abolición de la prostitución o denuncian el efecto perverso de la pornografía y la violencia que encierra estarían movidas por una estrecha moral victoriana; una actitud viejuna, propia de beatas meapilas, que las lleva a anatemizar la libertad sexual y las sitúa en compañía de la extrema derecha. Algunas conocidas activistas, como Nuria Alabao, o destacadas personalidades políticas, como Mònica Oltra, han enfatizado esa idea con tal brío que uno casi acabaría por creer que fueron ellas las inventoras del revolcón. Pero es pecar de inmodestia querer explicar a su propia madre cómo se hacen los niños. Ese amplio colectivo de denostadas “feministas victorianas” reúne hoy a mujeres de distintas generaciones. Las más veteranas ya libraron, hace unas cuantas décadas, una durísima pelea contra las imposiciones y pautas de comportamiento patriarcales – mandatos amparados entonces por leyes represivas – que pretendían reducirlas a la sumisión en todos los órdenes de la vida. Y que las estigmatizaban como “putas”, si no se avenían a inclinarse ante la voluntad de los hombres. Mi generación militante fue testigo de aquella oleada feminista y de los obstáculos que encontró para abrirse paso en las propias filas del movimiento obrero y de la izquierda. Y fue testigo de algo más. En el marco de una sociedad basada en la desigualdad estructural entre los sexos, la anhelada libertad sexual podía declinarse de un modo perverso: como la exigencia de una permanente disponibilidad de las mujeres, so pena de ser tildadas de “no liberadas”.
Si en los años 60 y 70 del siglo pasado todavía imperaba una moral constrictiva, actualmente, tras muchos años de hegemonía neoliberal, las pautas han cambiado. Ahora, lo que se lleva es una pretendida ausencia de cualquier imperativo moral. Ese zeitgeist no es sino el reflejo de las transformaciones que el capitalismo desregulado ha inducido en nuestras sociedades, atomizándolas, exacerbando el individualismo y tornándolas “líquidas”. Al tiempo que se desvanecían las utopías de emancipación del siglo XX, la lógica mercantil, desenfrenada, embebía todas y cada una de las relaciones humanas. Portentosas tecnologías permitían al capitalismo rebasar fronteras insospechadas. Todo se transformaba en mercancía: la propia vida humana, los cuerpos, los deseos… El sueño del Marqués de Sade se hacía por fin realidad en la época del tecno-capitalismo: merced a una desigualdad que vencía cualquier resistencia, el apetito de los señores podía satisfacerse sin límites, ni admoniciones morales que pusieran coto al placer. Una vez más, con fuerza inusitada, la perenne estructura patriarcal hacía de las mujeres objeto primordial de deshumanización y cosificación. Lo que podríamos llamar “las élites del patriarcado” – aquellos círculos, dominados por hombres, cuyo poder empresarial y mediático, cuya influencia en el ámbito académico y las instituciones políticas son determinantes hasta el punto de configurar el semblante social de varones y mujeres – se lanzaron a ello con tanta más determinación que, al caer el siglo, el feminismo se había convertido en un movimiento mundial, pergeñando una agenda por la igualdad de valor universal. Una agenda, tremendamente desestabilizadora, que apuntaba ni más ni menos a un nuevo paradigma civilizatorio. Sólo así se explica la virulenta contraofensiva que marca las dos primeras décadas del siglo XXI, con una expansión inaudita de las industrias del sexo, de la prostitución y la pornografía, la explotación reproductiva de las mujeres pobres – los “vientres de alquiler” -… o la promoción de ideologías, como la teoría queer, que reavivan los más rancios estereotipos sexistas y sustentan legislaciones y prácticas de terribles consecuencias para la salud de niños y adolescentes.
Nuria Alabao y Mónica Oltra se mecen en el Mar de los Sargazos de la posmodernidad, confundiendo pulsión libertaria con liberalismo. No prevalece libertad alguna en la prostitución. El “sí” de aquellas que no están en condiciones de poder decir “no” sólo certifica el privilegio ancestral de los hombres y conforta su poder. La libertad que ensalzan en nombre de la superación de una vieja moral no es más que la libertad irrestricta del mercado. Lo mismo podemos decir acerca de la pornografía, que se les antoja una creación cultural digna de ser preservada. Al lado de los millones de representaciones de violencia descarnada – y erotizada – contra las mujeres, la reivindicación de una supuesta, y en cualquier caso irrelevante, “pornografía feminista” viene a ser un diminuto taparrabos que no alcanza a ocultar las vergüenzas de esta colosal industria.
El capitalismo, en su fase más decadente, puede prescindir de moral. Pero el esfuerzo emancipador destinado a rebasarlo no. La clase trabajadora no puede imaginar siquiera una sociedad justa e igualitaria, socialista, sin asumir los valores de la solidaridad, de la fraternidad, del respeto y de la abnegación; sin abrazar el deseo de aprender; sin pelear por la verdad, rechazando supersticiones y falsas autoridades. El propio movimiento liberador genera una nueva moral que desnuda la hipocresía de la sociedad de clases, cohesiona las filas de los actores del cambio histórico y proyecta los cimientos de un nuevo orden. Y otro tanto puede decirse del movimiento feminista, que constituye un poderoso anclaje en la tradición ilustrada en estos tiempos de impugnación de la razón. El movimiento de las mujeres por la igualdad no puede sino ser abolicionista de los privilegios masculinos. Tildar de mojigatería esa actitud de principios constituye un gesto de profunda deslealtad.
Menos que a nadie corresponde a los hombres distribuir carnets de feminismo – si es que se extienden en algún sitio. Pero sí podemos distinguir entre dos discursos bien distintos. El primero nos interpela sin concesiones, poniéndonos ante un espejo que refleja los rasgos odiosos de la superioridad y la violencia latente hacia el sexo opuesto en los que hemos sido socializados. El segundo nos conforta en esa preeminencia, a poco que mostremos maneras educadas y nos pongamos desodorante a la hora de comprar favores sexuales. Uno exige responsabilidad y compromiso. El otro nos propone vivir sin moral. Tendremos que escoger. Y la izquierda también.
Lluís Rabell
1/06/2022
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Gustazo leer este texto razonado, trabajado, fundamentado , crítico, inteligente…..
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Molt ben escrit i pensat, gracies
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