
“Pero, ¿qué es lo alarmante de la risa?” “La risa mata el miedo, y sin el miedo no puede haber fe”. Umberto Eco. “El nombre de la rosa”.
Ni fe, ni obediencia al poder. El poder, cuanto más absoluto, más temeroso de la ironía que lo desacraliza. El humor hace que las falsas autoridades desciendan de su pedestal y se tornen vulnerables. Quienes, allá por los años setenta, tuvimos ocasión de trabajar con la emigración política de Europa del Este – opositores democráticos, sindicalistas, disidentes anarquistas, trotskistas, socialistas… – quedamos vivamente sorprendidos por el caudal de anécdotas y chistes que circulaban en los países sometidos a la nomenclatura del Kremlin. Una forma de resistencia, sin duda. Pero también una extraordinaria manifestación de vitalidad, de cultura y de inteligencia colectiva.
No había Internet, ni teléfonos móviles. Pero un amigo le contaba a otro una nueva ocurrencia a primera hora de la mañana, en una parada de tranvía, y a media tarde toda Varsovia se partía de risa con ella. Así ocurrió con esta historia. Tras el golpe de Estado del general Jaruzelski para poner coto al ascenso de Solidarnosc, en diciembre de 1981, una delegación del PCUS, encabezada por su secretario general, Leonid Brézhnev, visita Polonia. Tras la recepción oficial, Jaruzelski invita al mandatario soviético a cenar en su residencia particular. Al ver la lujosa mansión donde habita el general, situada en un paisaje idílico a orillas del Vístula, Brézhnev no puede por menos que expresar su admiración. “¡Qué magnífica casa! ¡Qué bello diseño, cuántas comodidades! Pero, dígame camarada, ¿cómo ha logrado usted tener una vivienda así? Polonia atraviesa un momento económico difícil…”. A lo que Jaruzelski replica: “Ha sido gracias al buen aprovechamiento de los recursos del Estado socialista”. Ante la mirada sorprendida de su colega ruso añade: “Acérquese a la ventana, camarada, y lo entenderá. ¿Ve usted allí al fondo, en el recodo del río, el puente, recientemente construido, que lo cruza? Pues bien, al concluir esa portentosa obra de ingeniería, resultó que había cierta cantidad de materiales sobrantes. Así es que nos decidimos a darles un uso adecuado. Pura racionalidad socialista”. “Sin duda, camarada, sin duda alguna”.
Unas semanas más tarde, es Jaruzelski quien devuelve la visita protocolaria, desplazándose a Moscú al frente de una delegación polaca. Tras las ceremonias oficiales, Brézhnev invita a su homólogo a la dacha que tiene en las afueras de la capital. Al llegar, Jaruzelski queda boquiabierto. Al lado de aquel auténtico palacio, su lujosa residencia junto al Vístula parece poco más que una choza. Mármoles escogidos, maderas nobles, cuadros de maestros en las paredes… Habitaciones para invitados, sala de billar, un spa… Riqueza y ostentación por todos los rincones. “Pero, camarada, ¿cómo ha logrado usted hacerse con esta maravilla?”, pregunta el general, totalmente deslumbrado. “Gracias al buen uso de los recursos del Estado soviético, por supuesto. Acérquese a la ventana… ¿Ve usted el río?”. “Sí”. “¿Y ve usted, allí a lo lejos, el puente que une sus dos orillas?”. Jaruzelski se frota los ojos, se limpia las gafas y observa con atención: “No, camarada, lo cierto es que no veo nada”. “Pues eso”, responde Brézhnev.
La realidad siempre acaba superando a la ficción. Alekséi Navalny denunció hace unos meses la existencia de un palacio faraónico, construido para Putin a orillas del Mar Negro. Si los datos difundidos por los colaboradores del opositor ruso son exactos, el lujo asiático del amo del Kremlin estaría a la altura de sus delirios imperiales. Hoy, la vida de Navalny, condenado a una severa pena de prisión tras una farsa de juicio, está en serio peligro. El humor nunca formó parte de las disciplinas impartidas en la escuela del KGB, donde se formaron Putin y su camarilla. Sin embargo, a pesar del temor que infunde, hay una Rusia mordaz que se ríe de él. La risa cristalina de la inteligencia turba el sueño de los déspotas.
Lluís Rabell
2/04/2022
Artículo publicado por “Le Monde” (2/04/2022) – Traducción Lluís Rabell
El retorno del humor negro soviético
“Moscú ha propuesto a Kiev la organización de un encuentro entre Putin y Zelenski. Según fuentes no oficiales, los trabajos para la construcción de la mesa ya han comenzado”. El chiste, de origen ruso, proyecta la imagen – sin duda, empeorándola – del encuentro entre Vladimir Putin y Emmanuel Macron, separados por una mesa de seis metros de largo, con ocasión de la visita del jefe del Estado francés a Moscú, el 7 de febrero.
Putin está en el infierno, cuenta en síntesis otra ocurrencia. Durante un permiso en la Tierra, acude a un bar de Moscú, pide un vodka y pregunta con insistencia si Crimea, la región del Donbass, Kiev y toda Ucrania “siguen siendo nuestras”. Tranquilizado por las respuestas afirmativas del barman, pide la cuenta. “Serán cinco euros”, le responde el camarero.
Desde que Rusia entró en guerra en Ucrania, un florilegio de historias breves se propaga de boca en boca y a través de las redes sociales, dando fe del retorno impetuoso de una forma de expresión bien conocida ayer en el mundo soviético: los chistes como medio de manifestar oposición. Un antídoto contra la propaganda. “El arma de la desesperación”, resume el filósofo y ensayista Michel Eltchaninoff, especialista en Rusia.
Así, la decisión, recientemente adoptada por el legislador ruso, de prohibir el uso de la palabra “guerra” es objeto de mofa: “Con objeto de ajustarse a las exigencias de Rosskomnadzor – el gendarme ruso de las comunicaciones -, el libro de León Tolstoi Guerra y paz se titulará de ahora en adelante Operación especial y alta traición”.
En tiempos de la guerra fría, los servicios de inteligencia americanos recogían esas anécdotas, auténtica escapatoria para contrarrestar la censura, reveladora de la vida cotidiana en la URSS y de la percepción que la población tenía de sus dirigentes. Años más tarde, en enero de 2017, la CIA desclasificó, junto a trece millones de páginas disponibles online, un documento dirigido a la dirección del contraespionaje de aquella época, consagrado a los chistes soviéticos.
Si bien ya estaban en boga bajo Stalin, la afición por esas pequeñas sátiras, a veces difíciles de comprender para una persona neófita, alcanzó su zénit con Leonid Brézhnev, en el poder desde 1964 hasta 1982, cuando la URSS se empantanó en un largo período llamado “de estancamiento”. Designado por aquel entonces como “nuestro querido Leonid Ilitch”, el secretario general del PCUS se convirtió en la diana predilecta de todas las burlas.
He aquí que hoy resurgen con intensidad sin paragón desde aquellos años. “Es una especie de termómetro de la opinión pública. Cuanto más crueles son los chistes, mejor traducen la obsolescencia del sistema; cuanto más ponen en contradicción el discurso oficial y la realidad, más interesantes resultan”, señala el cronista de radio y humorista Philippe Meyer. Seducido por su carácter cáustico, autor de una compilación de anécdotas soviéticas publicada en 1978 bajo el título “¿Es soluble en alcohol el comunismo?” (Le Seuil), Meyer no se cansa de hablar del tema. “Lo que está pasando en estos momentos me recuerda esa historia de dos checos discutiendo tras la invasión de su país en 1968. Uno dice: ‘¿Por qué están aquí los rusos?’ Y el otro responde: ‘Porque los han llamado’. ‘¿Y hasta cuándo?’ ‘Hasta que encuentren a quienes les llamaron’.”
“No hay copyright, prosigue Philippe Meyer, es un espacio inmaterial de libertad”. El resurgimiento de este humor negro, anónimo y compartido por el único placer de la transgresión, “es un síntoma”, constata por su parte Yves Hamant, traductor de Alexander Solzhenitsyn y buen conocedor de la lengua rusa. “Cuando llegó la perestroika (la política de apertura impulsada en la década de 1980 por Gorbachov), la frecuencia de esos chistes casi cesó, dando paso a otros, por ejemplo, sobre los “nuevos rusos” (los nuevos ricos). Pero, al instaurarse la censura, vuelven con fuerza, desafiando la prohibición.”
Pero, no sólo las bromas satíricas vuelven, sino que muestran un vínculo directo con las de ayer, a juzgar por la abundancia de los chistes simplemente “reciclados”. Diríase un hilo de Ariana entre dos épocas, mirándose una a otra como en un espejo. He aquí que Putin está en la barbería. El barbero no para de hacerle preguntas sobre la situación en Ucrania mientras le va cortando el pelo. Al final, molesto, el dirigente ruso exige saber a qué vienen tantas preguntas sobre ese tema. “Me resulta mucho más practico trabajar cuando tiene usted los pelos de punta”. La misma anécdota ya había sido utilizada con Brézhnev, cuando los tanques entraron en Praga.
La historia de Putin y el barman había aparecido también en mayo de 2015, un año después de la anexión de Crimea, en una versión algo distinta. Tras asegurar al jefe del Kremlin que Rusia era un “imperio” que se extendía hasta los confines de África e incluso hasta el infinito, el camarero le anunciaba que la cuenta ascendía a “15 grivnas” (la moneda ucraniana).
La guerra en Ucrania amplifica hoy el fenómeno, popular en otros tiempos en el gulag y en los círculos disidentes, como una válvula de escape. Al frente de Rusia desde el año 2000 – un período más largo que los dieciocho años de la era Brézhnev -, Vladimir Putin, es cierto, empezó a ser fuente de inspiración hace tiempo ya.
En 2008, la antropóloga y lingüista rusa Alexandra Arkhipova había tratado muy seriamente el tema en un largo artículo, publicado en una revista especializada. Sobre la base de 195 chistes recogidos en la prensa escrita, en las redes sociales o en la calle, estableció un catálogo con distintas series – Putin y las elecciones, Putin “líder totalitario”, Putin y el 11 de septiembre de 2001… -, concluyendo que un 12% de las anécdotas eran adaptaciones de historias originales del período soviético.
La vuelta de la censura, la asfixia de los últimos medios de comunicación independientes, la represión del poder contra cualquier forma de protesta, encienden de nuevo la llama. Heredera del pasado soviético, Ucrania se inscribe también en ese movimiento, a su manera, más libre, pero no menos feroz. Desde Izmail, en la región de Odesa, nos llega una historia que cuenta una conversación entre Dios y Jesús, ambos decididos a tomarse unas vacaciones. Jesús se decide el primero por visitar Israel. Dios se toma el tiempo de reflexionar y, finalmente, suelta: “Yo iré a Rusia”. Ante la perplejidad de Jesús, añade: “Nunca estuve ahí”. Una tierra olvidada por Dios. ¿Acaso el putinismo se volverá también soluble en alcohol?
Isabelle Mandraud
(Le Monde, 2/04/2022)