Cambio de tercio

       Valga la consabida expresión taurina para ilustrar la exigencia que planea sobre la política catalana. Aceleradamente, bajo el impacto de una crisis geoestratégica de alcance aún impredecible como la guerra de Ucrania, se están configurando nuevos escenarios políticos en toda Europa. Los distintos actores empiezan a tomar consciencia de ello. Pero todavía pesan mucho los marcos mentales de la etapa anterior. Y algunos han perdido el paso. Hace poco más de un año que se celebraron las últimas elecciones autonómicas. ¿Cuál es el balance del gobierno de Pere Aragonés? Podría decirse que el inventario resulta tan decepcionante – por cuanto se refiere a sus realizaciones – como revelador del pósito de amargura, impotencia y división que han dejado tras de sí los años del “procés”. La inacabable disputa por la hegemonía independentista fue visible desde el inicio de la legislatura, con la agónica investidura del President. El gobierno de la Generalitat se ha dividido ante cualquier decisión de cierto calado, ya fueran los Juegos de Invierno o la ampliación del aeropuerto del Prat. La ley más importante del curso político, la ley de presupuestos, sólo pudo aprobarse gracias a los comunes, tras la negativa de la CUP a votar las cuentas. Un hecho que demuestra la inexistencia de una mayoría independentista operativa, capaz de gobernar el país. La mayoría del 52% no es más que un espejismo parlamentario.

Pero el “procés” es un cadáver difícil de enterrar. Nadie se atreve aún a extender su certificado de defunción, temiendo ser acusado de traición. Con la fantasmagórica figura de Puigdemont de fondo, JxCat intenta mantener viva una retórica que resbala sobre la realidad, aunque todavía puede avivar resentimientos y frustraciones. ERC, por su parte, oscila constantemente entre gestos pragmáticos de colaboración con el gobierno de izquierdas de Pedro Sánchez… y sobreactuaciones de cara a la parroquia. La más reciente – el voto negativo de ERC a la reforma laboral – a punto estuvo de hacer descarrilar la legislatura. Temiendo por encima de todo ser desbancado por sus competidores, el partido de las menestralías ha carecido del valor suficiente para declarar cerrada una etapa y establecer una estrategia coherente. Una estrategia que, necesariamente, debería remitir la independencia a un lejano horizonte y afanarse en la mejora del autogobierno, tras un agotador período de crisis y pandemias.

ERC no se decide a aterrizar en la realidad. Mientras empezaban a sonar los primeros cañonazos en el Este, Oriol Junqueras y Arnaldo Otegi aún se permitían anunciar en tono desafiante que ellos son la única tabla de salvación de la izquierda española; pero que, no sería la amenaza de Vox lo que les impediría dejar caer al gobierno progresista, si este no avanzaba adecuadamente en la “agenda nacional”Junqueras establecía incluso un paralelismo entre Ucrania y Cataluña, naciones víctimas de “una agresión exterior por parte de un Estado que quiere imponerse y que está condicionado por sus tentaciones autoritarias internas”. ¡Nada menos!

Pero la realidad tiende siempre a imponerse. Y lo hace de un modo tanto más desagradable cuanto más pretende uno ignorarla. No sólo la comparación de Junqueras es absolutamente desplazada, sino que la guerra en Ucrania cierra por todo un período la posibilidad de plantear siquiera un proyecto secesionista en el sur de Europa. La mayor crisis continental desde el fin de la segunda guerra mundial confiere a España una posición estratégica para la OTAN y para Unión Europea: en términos militares, por supuesto; pero también, dada su ubicación geográfica, para el almacenamiento y transporte de unos recursos energéticos que pueden escasear, si Putin cierra la llave del gas. No está el horno para bollos. Ni Bruselas, ni tampoco Washington, permanecerían indiferentes ante un nuevo embate desestabilizador como el de 2017.

Pero hay más. La guerra revela ante el mundo entero, sin disimulo alguno, el carácter profundamente autoritario, violento y reaccionario del poder que encarna Putin, capaz de invadir un país vecino, de amenazar con el uso de armas nucleares y de reprimir sin contemplaciones las protestas contra la guerra que recorren estos días las ciudades rusas. Aleksandr Duguin, ideólogo de cabecera del Kremlin y referente de la extrema derecha en numerosos países, promueve la perspectiva de un imperio euroasiático que tendría en la capital de una renacida Rusia “su nueva Roma”. El sometimiento de Ucrania formaría parte de ese delirante plan. La ciudadanía europea contempla hoy como el delirio se encarna en el trágico destino de una nación. Aquí también estamos ante un cambio de rasante. Los nacional populismos y las formaciones de extrema derecha que hasta ahora coqueteaban con Putin se ven obligados a adoptar un perfil bajo. Victor Orbán se alinea con la UE ante la invasión de Ucrania. Salvini daría cualquier cosa por borrar de la hemeroteca los testimonios gráficos de su admiración hacia Putin. Éric Zemmour y Marine Le Pen tragan saliva: una cosa es hablar ante una audiencia enfervorecida de “la gran sustitución”, amenazaque el mundo musulmán haría pesar sobre las sociedades europeas, y otra muy distinta ver en acción al adalid ruso de la nueva “civilización” anunciada por Duguin. En cuanto al nacionalismo catalán, ¿quién se atrevería a reivindicar ahora las gestiones de Víctor Tarradellas en Moscú, cuando recababa apoyos para una declaración de independencia? ¿O las declaraciones de Josep Lluís Alay, hombre allegado a Puigdemont donde los haya, blanqueando al autócrata del Kremlin? Contemplando las imágenes de devastación que nos llegan desde Kiev, las bromas – para algunos quizá los sueños húmedos – acerca de los 10.000 soldados rusos que Putin enviaría para defender a la República Catalana adquieren tintes siniestros.

Esos acontecimientos impactan también sobre la derecha y la extrema derecha españolas. El PP tiene un problema suplementario. Vox es hoy menos frecuentable que hace unas semanas. Si un eventual relevo gubernamental a cargo de la derecha tuviese que contar con el partido de Abascal, cabe pensar que muchas luces de alarma se encenderían en la UE y en la Casa Blanca. Cuesta imaginar que se aceptase de buen grado la llegada de una fuerza abiertamente anti-europeísta, vinculada a peligrosas amistades en el Este, al gobierno de un país que deviene clave para la OTAN. Es del todo imposible predecir cómo evolucionará la crisis del PP. Parece cantado que Núñez Feijóo vaya a tomar las riendas del partido. Pero es menos evidente que eso zanje sus problemas de un plumazo. Ayuso no es sólo una estrella ascendente de desmedida ambición: representa un giro trumpista en la manera de hacer política. El momento populista ha calado profundamente en el electorado conservador y tiene una potente fuente de irradiación en el Madrid de los ricos y las clases medias aspiracionales. La polarización y la desmesura en que ha caído la política, ahondando su descrédito, propician a su vez que ese electorado sea muy próximo al de Vox. Caben, pues, muchas dudas sobre la posibilidad de que Feijóo pilote con éxito ese ensamblaje de baronías e intereses que es el PP hasta un espacio de centro derecha menos crispado y lo bastante distanciado de Vox como para ser creíble.

Puede que la guerra en Ucrania aleje al PP del poder. Pero puede que sólo lo haga bajo la fórmula de la alianza con la extrema derecha que tenía en mente y que ha ensayado  en distintas comunidades autónomas. Podrían darse otros escenarios. Podría ocurrir que la crisis europea se prolongase y se tornase cada vez más exigente con todos los países miembros de la UE y la OTAN. Con una inflación descontrolada maltratando las economías familiares, unos gastos militares disparados y una recuperación amenazada; con una creciente desazón social y un angustioso horizonte de incertidumbre en todos los ámbitos… no sería de extrañar que se plantease con fuerza en un momento dado la alternativa de una gran coalición PSOE-PP. Exigencia de responsabilidad y promesa de estabilidad. Unión patriótica ante la adversidad. Nunca ha ocurrido en España. Pero tampoco se había dado antes un concurso de circunstancias como el que se está perfilando en estos momentos.

Mucha atención, pues. Los desplantes y bravuconadas de los partidos nacionalistas podrían impulsar de rebote una mayoría inédita. Cuando se exige del gobierno de España firmeza y fiabilidad, el hecho de que su estabilidad dependa de los cambios de humor de Junqueras no se antoja nada tranquilizador en los grandes centros de decisión. Sin duda, si viese la luz, la experiencia de un gobierno de unión nacional resultaría al cabo devastador para las izquierdas y los sindicatos. Acaso por un tiempo lograse comprimir los problemas sociales y territoriales de España. Pero éstos acabarían por estallar, envenenados, ante un campo progresista previsiblemente desunido. Tal eventualidad supondría un profundo desgarro, un enfrentamiento de duraderas consecuencias, entre el PSOE y la izquierda alternativa, hoy coaligados. Mejor será que nos ahorremos esa experiencia. Si no quiere contribuir a semejante escenario, urge que una fuerza como ERC entienda las repercusiones del contexto mundial sobre la política doméstica. En Cataluña, seguir dando la espalda al entendimiento con la socialdemocracia en nombre de una “unidad independentista” ilusoria y carente de rumbo no hará sino prolongar el marasmo de la administración y las dificultades del país, empezando por las condiciones de vida de las clases más desfavorecidas. En las actuales circunstancias, amenazar frívolamente al gobierno de Pedro Sánchez si no accede a peticiones que todos saben inviables sería – nunca mejor dicho – jugar a la ruleta rusa. Toca cambiar de tercio.

Lluís Rabell

28/02/2022

Ilustración : Goya. Corrida de Toros

https://www.catalunyapress.es/texto-diario/mostrar/3471146/cambio-tercio

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