Un optimista bien informado

Un viejo chiste de la época de Bréznev decía que un pesimista no era sino un optimista bien informado. Conocedor de las grandezas y miserias de la condición humana, José Luis López Bulla se ha puesto en la piel del optimista soviético para dirigir una carta abierta, sucinta y contundente, a Yolanda Díaz, a propósito de su intención de liderar una reconfiguración del espacio político a la izquierda del PSOE. “No tienes mando en plaza frente a los núcleos dirigentes de Podemos, IU y el PCE… y los tuyos empezarán a hacerte la vida imposible”, le dice el veterano sindicalista. Más valdría concentrar esfuerzos en “deshacer entuertos” – léase reforma laboral – y arrancar mejoras concretas para la clase trabajadora. El desempeño de Yolanda Díaz está siendo admirable y así lo valora la opinión pública. No habría que confundir, sin embargo, esa percepción favorable de su labor ministerial con el apoyo a un determinado proyecto político. Desde ese punto de vista, López Bulla discrepa de nuestro común amigo Joan Coscubiela, quien en un reciente artículo (“El País”, 29/10/2021) esbozaba los contornos del nuevo sujeto político, superador de egos y pugnas de aparato, capaz de agrupar los anhelos de cambio de amplios sectores sociales. Coscubiela, no menos avezado que su maestro en considerar con realismo las dificultades de una empresa de semejante envergadura, interpreta en esta ocasión el papel gramsciano del pesimista voluntarioso y, a pesar de todo, esperanzado. Permítaseme terciar en la controversia diciendo que ambos tienen razón. Pero no uno contra el otro, sino los dos a la vez… aunque en distintos registros.

En efecto. La tarea que contempla Yolanda Díaz es de calado estratégico. No puede resolverse en el tiempo que nos separa de las convocatorias electorales de 2023. Tampoco puede cimentarse sobre un liderazgo providencial. Y, sin embargo, una figura dirigente reconocible resulta imprescindible. Como también lo será proyectar entre la ciudadanía, ante las próximas citas con las urnas, el semblante de la izquierda transformadora que se pretende vertebrar. La estructuración de ese espacio es vital para el conjunto de la izquierda. A su manera, pensando sin duda en futuras mayorías parlamentarias, el propio Pedro Sánchez lo ha reconocido al animar a su eficiente ministra a agrupar al conjunto de la izquierda alternativa. Por tradición o por decepcionantes experiencias, quizá por su particular situación social, toda una franja de las clases populares y de la juventud no se reconoce en la socialdemocracia, desconfía de la política o aspira a una representación propia. El mismo PSOE abriga distintas sensibilidades en su seno. El progreso general resulta en gran medida de la dialéctica entre esas diferentes almas de la izquierda. Es decir, de la colaboración – y a veces del conflicto – entre sus tendencias, moderadas y radicales. Ninguna de ellas puede, por sí sola, encarnar a la mayoría social. Añadamos a esa constante histórica el declive de las izquierdas en los años de hegemonía neoliberal y la fragmentación del mapa político. El siglo XX concluyó con el hundimiento de las utopías de emancipación. Los partidos de raíz obrera perdieron pié sobre sus bases tradicionales. Hoy, la crisis de la globalización pone al descubierto unas sociedades fracturadas y polarizadas, atemorizadas por la incertidumbre económica y mediomabiental, sacudidas por fuertes pulsiones populistas e insidiosas amenazas a la democracia. Moviéndose a tientas, ni la izquierda reformista, ni las corrientes transformadoras, se han situado aún ante el nuevo paradigma mundial.

La dificultad de la encomienda hecha a Yolanda Díaz tiene que ver con una combinación de factores objetivos subjetivos, que diríamos en un lenguaje marxista clásico. Las grandes transformaciones requieren un ascenso de las movilizaciones sociales que no se vislumbra en Europa, tras décadas de erosión del movimiento obrero y del Estado del Bienestar. Basta con echar un vistazo a Francia, el país de la lucha de clases por antonomasia, para constatar un panorama desolador: las próximas elecciones presidenciales pueden dirimirse entre el centrismo liberal de Macron y la fantasmagoría reaccionaria de Éric Zemmour, figura ascendente de una nueva extrema derecha… ante una izquierda dividida e irrelevante. Tarde o temprano, las contradicciones sistémicas del capitalismo precipitarán convulsiones sociales de gran magnitud. Pero, hoy por hoy, el horizonte se llena de nubarrones. Y la inspiración revolucionaria se antoja una hipótesis histórica que pocos seguimos abrazando. Toca, pues, pelear palmo a palmo para recuperar derechos y mejorar las condiciones de existencia de la población. Y hay que hacerlo en medio de una difícil correlación de fuerzas, frente al poderío de los mercados y las grandes corporaciones. Por eso, cuando llega al gobierno, la izquierda alternativa aplica esencialmente políticas redistributivas de corte socialdemócrata. No debería tener ningún empacho en reconocerlo. En el corto plazo, la diferencia entre las dos izquierdas tiende a rebajarse. Es lo que hace posibles las coaliciones. Pero también es lo que lleva a veces a sobreactuaciones y a intentos, no siempre atinados, de marcar perfil propio. La controversia entorno a la derogación de la reforma laboral del PP resulta del intento del gobierno de conciliar presiones contradictorias: la voluntad de una patronal que, con Rajoy, llevó al BOE todas sus pretensiones en materia de relaciones laborales… y las aspiraciones de los sindicatos, necesitados de recomponer su capacidad negociadora. Con o sin UP, habría habido bronca entre Economía y Trabajo. Quizá menos visible a nivel gubernamental, si se hubiese dado en ausencia de una figura tan vinculada al sindicalismo de clase como Yolanda Díaz… pero perfectamente susceptible de derivar en una huelga general. No sería la primera que se ha tenido que comer un gobierno del PSOE. La diferenciación entre los socios de coalición se presenta a menudo, pues, como una cuestión de determinación en la aplicación de las reformas. En eso hay una parte de verdad: una fuerza tan amplia como la socialdemocracia arrastra inercias socio-liberales y notables dosis de espíritu conciliador. Pero, la izquierda alternativa tiene un problema si su razón de ser se reduce al talante, a la tozudez o a una valentía – real o supuesta.

Y es que Yolanda Díaz está llamada a trabajar con unos mimbres problemáticos. El heterogéneo espacio a la izquierda del PSOE revela un encaje mal resuelto entre dos generaciones. La izquierda transformadora clásica – IU, ICV, EUiA… – llegó debilitada, desnortada y casi “pidiendo la hora”, a la gran recesión que siguió a la quiebra de Lehman Brothers. El 15-M propició la irrupción de una nueva hornada militante. Eran los hijos que las clases trabajadoras habían logrado enviar a las universidades, de pronto sin otra perspectiva que la precariedad. La nueva generación, indignada, miraba con cierto desdén a la anterior. Al cabo, había fracasado, incapaz de rebasar “el régimen del 78”. Pero la vieja guardia estaba muy cansada y sus organizaciones debilitadas. Podemos, los comunes… ocuparon el centro de la escena política. Sin embargo, aún habiendo levantado operativas “maquinarias de guerra electorales” e incluso habiendo llegado al gobierno de España, los métodos populistas, la ausencia de cultura organizativa, la debilidad de sus vínculos con el movimiento obrero organizado… no han permitido a esa izquierda forjar un partido: una inteligencia colectiva democráticamente organizada, con un horizonte estratégico compartido y una fuerza militante enraizada. Lo que queda de IU o del incombustible PCE aparecen hoy como estructuras más consistentes que Podemos. Con el riesgo de que esos actores pretendan recomponer una influencia de aparato sin un balance del curso político que nos ha llevado hasta aquí. Tal es el temor de López Bulla. Una inquietud que probablemente comparte la ministra de Trabajo. De ahí que, en busca de apoyos, escenifique una complicidad con Ada Colau y Mónica Oltra. Pero nada es fácil. Si la vieja izquierda tiene sus vicios, las nuevas figuras emergentes carecen de background de izquierdas. Sin ir más lejos, con su gusto inmoderado por las identidades posmodernas, esas valedoras de Yolanda Díaz tienen soliviantado al feminismo. Y sin él no hay futuro socialista.

 Sería tan injusto como descabellado pedir a una dirigente que resolviera todos esos desafíos. Hacerlo requerirá tiempo y el concurso de muchas voluntades. Tal vez lo razonable fuese llegar a configurar, en el tiempo que queda, una plataforma, necesariamente limitada, en torno a un programa de acción de cara a los próximos años en el que pudiesen reconocerse electoralmente los sectores populares a quienes se dirige el discurso transformador. Dibujar hoy un espacio; construir pacientemente en él, rehuyendo los falsos atajos, un partido de nuevo cuño. Ese podría ser el plan. Mucho sería ya ponerlo en marcha. Los lazos de Yolanda Díaz con el mundo del trabajo señalan el anclaje de clase que debe tener un proyecto transformador. Conviene ponerse manos a la obra. Con sabio pesimismo y esperanzada tenacidad. 

Lluís Rabell

1/11/2021

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