
El neoliberalismo – que ha formateado durante décadas la economía, las políticas públicas de los Estados y la globalización en su conjunto – no es ciertamente la barbarie. Pero por doquier ha sembrado su semilla. “No existe la sociedad, sólo individuos”, proclamaba Margaret Thatcher, al frente del gobierno que partió el espinazo a los sindicatos. Hoy, cuando entra en crisis el diseño de un mundo tan estrechamente interrelacionado como deficitario de instituciones reguladoras del poder de las grandes corporaciones industriales y financieras, nuestras sociedades, progresivamente desestructuradas y profundamente desiguales, dan muestras de un inquietante retorno del tribalismo. Y, como ha ocurrido en otras encrucijadas de la civilización humana, las disyuntivas que se plantean devienen inseparables del destino que en ellas se atribuya a las mujeres. El movimiento feminista no se ha convertido en uno de los grandes actores del nuevo siglo sólo por su potente desarrollo mundial – que también -, sino por la centralidad que tiene el semblante de la mujer en las nuevas configuraciones sociales.
Hace unos días, coincidiendo con el juicio sobre el atentado de agosto de 2017 en las Ramblas, circulaba por las redes un reportaje, realizado por la CNN en institutos de enseñanza media de Alemania, que trataba de captar la percepción que tenían los estudiantes, singularmente los hijos de familias inmigradas de religión musulmana, acerca de los terribles acontecimientos acaecidos en Francia, donde un profesor fue decapitado como “castigo” por sus ofensas al profeta, tras haber mostrado en clase las caricaturas de la revista satírica Charlie Hebdo. No había adhesión a la violencia terrorista, pero sí comprensión hacia ella: al fin y al cabo, nadie debería sorprenderse de que hubiese reacciones airadas ante el escarnio a unas creencias religiosas que constituían una seña de identidad comunitaria. Pero no menos llamativas eran los comentarios de los muchachos explicando que las chicas debían ajustar estrictamente su vestimenta y su comportamiento a las normas tradicionales. Ante la sorpresa de una profesora que invoca la igualdad entre hombres y mujeres consagrada por la Constitución, un joven de origen albanés, nacido en Alemania, manifiestamente culto y educado, le responde: “Así es… en teoría”. Esa “igualdad” quizá sea válida para las mujeres de una sociedad licenciosa, pero no para “las nuestras”, cuya pureza debemos preservar. La absoluta naturalidad con se expresan esos jóvenes produce escalofríos.
Sería un error pensar que estamos ante una persistente reminiscencia del pasado, una vieja herencia cultural llamada a diluirse en las aguas de nuestra moderna sociedad democrática. Al contrario: se trata de una manifestación de modernidad o, mejor, de posmodernidad. Quienes hayan conocido los barrios populares del norte de París en los años setenta y ochenta del siglo pasado pueden dar fe de los cambios, visibles en la calle, que se han producido en las costumbres de su vecindario. El distrito XIX, por ejemplo, contó siempre con población de origen magrebí y subsahariano, así como con una numerosa comunidad judía – entre la que destacaba la presencia de familias oriundas del norte de África. Fue sobre todo a partir de la década de los noventa cuando esas poblaciones, sus nuevas generaciones y sobre todo sus mujeres empezaron a singularizarse de modo ostensible a través de la vestimenta. No sólo se extendió el uso del pañuelo entre las muchachas musulmanas, sino que podían verse paseando junto a los canales a jóvenes madres ataviadas con burca, en una versión rigorista de los preceptos islámicos de reciente importación. Bajo el calor de agosto, era fácil cruzarse con una mujer judía sofocada bajo la peluca, los amplios ropajes y las espesas medias que ocultaban su cuerpo a miradas impías.
Reflexionando acerca de los atentados de Barcelona, el economista y activista vecinal Albert Recio comentaba en un reciente artículo los “vasos comunicantes” que conectan las desigualdades sociales y el racismo, condena de perpetua marginación para determinados colectivos, con la desesperanza y desorientación de unos jóvenes que devienen vulnerables a los enardecidos discursos de quienes les prometen un paraíso. Es cierto. Las injusticias, la segregación y las humillaciones abonan el terreno al discurso de los fanáticos. De modo mucho más amplio, favorecen la reivindicación de una identidad colectiva fuertemente referenciada en la religión. E incluso el intento de retornar a una realidad pretérita – que nunca existió tal como se la evoca idealmente – y de la que sobresalen, ante todo, los atavismos patriarcales. Pero, culturalmente, ese falso “retorno” se nutre a cada paso de los efectos disgregadores de la sinrazón neoliberal. Resulta imposible, a falta de datos, saber hasta qué punto la normalización de la prostitución en la sociedad alemana pesa en el sentir de esos jóvenes que se muestran tan decididos a mantener a sus amigas y hermanas bajo tutela. El mensaje que les envía la sociedad es que la igualdad proclamada en la Constitución resulta, efectivamente, “teórica”: cientos de miles de chicas, procedentes de regiones empobrecidas, son explotadas en una inmensa red de burdeles, constituyendo una reserva, constantemente renovada, de mujeres a disposición de los caprichos sexuales de los hombres. El racismo incita al racismo, y la exhibición de los privilegios masculinos favorece que se perpetúen en todos los ámbitos. La imposición del pañuelo puede presentarse – y ser vivida interiormente por muchas mujeres – como una especie de barrera simbólica, como una protección ante el peligro que se cierne sobre ellas. Pero, ¿quién las protegerá de la furia y abusos de sus “protectores”? Por mucho que adquiera visos de credibilidad ante un entorno hostil, no se trata de protección, sino de posesión y control sobre el cuerpo de las mujeres, sobre sus vidas. El viejo pacto sexual que cimienta el orden patriarcal – “una mujer para cada uno y unas cuantas para el disfrute de todos” – se declina así en una variante tribal: “Podéis llevaros a cuantas mujeres queráis a los burdeles. Allí nos veremos. Pero no toquéis a las de esta comunidad: son nuestras madres, esposas e hijas. En su virtud ciframos nuestra virilidad y nuestro honor. Y les hemos impuesto unos marcadores que las distinguen claramente de las demás”.
Estamos en medio de una crisis de civilización. El problema es que la izquierda – que sucumbió en buena medida al relato neoliberal y sigue cautiva del paradigma de la posmodernidad – aún no es capaz de esbozar una salida. Desdibujada la referencia a la lucha de clases, una parte de esa izquierda permanece como hipnotizada por un agitado caleidoscopio de identidades, incapaz de entender que esa fragmentación cultural refleja el colapso de un mundo en el que, supuestamente, las leyes del mercado impondrían orden y racionalidad. Esa izquierda, por ejemplo, es capaz de denunciar el racismo, la xenofobia, el estigma que pesa sobre los musulmanes… Pero tiende más a imaginar un futuro de tribus viviendo en armonía que una sociedad donde coexistan múltiples culturas e identidades, pero sólidamente vertebrada por principios democráticos y de ciudadanía. La respuesta al racismo es la lucha por esa convivencia democrática, no la negación del carácter opresivo y misógino de la imposición del pañuelo – contra la que luchan valientemente tantas y tantas mujeres musulmanas, desde Afganistán hasta el Magreb. Mal que pese a algún abrumado sector de la izquierda alternativa, Najat el Hachmi no es sospechosa de “islamofobia”: es una mujer libre, feminista y progresista. Un Estado laico debe preservar la libertad de culto; pero, al mismo tiempo, debe mantener a distancia las instituciones, que son de toda la ciudadanía, de las creencias de cada cual. Aceptar el modelo de una sociedad de “comunidades” conlleva otorgar a la religión una capacidad de articulación política, necesariamente primitiva y transmisora de los dictados patriarcales. Ese no puede ser el proyecto de la izquierda. Ni el del feminismo. Hoy, sin embargo, algunas corrientes critican con vehemencia el carácter “blanco y colonialista” del feminismo que denuncia tales imposiciones. Eso ya es pura descomposición ideológica. Nunca ha habido ninguna expedición colonial feminista. Las potencias coloniales siempre han exacerbado las diferencias tribales en las regiones donde han impuesto su dominio. El feminismo – y una izquierda consecuente – propugnan, por el contrario, valores universales. Una ablación de clítoris o un “crimen de honor” constituyen una salvajada en cualquier parte del planeta. En ese sentido, la cuarta oleada histórica del feminismo es global, más allá de las agendas y prioridades que dicta cada realidad nacional.
Ninguna sociedad tribal podrá superar al capitalismo. Muy al contrario, en su expresión tardía, éste propicia las expresiones más retrógradas de los sentimientos de pertenencia. Los nacionalismos acentúan sus rasgos étnicos y excluyentes. El populismo agita países que el neoliberalismo ha desvertebrado. Urge que la izquierda salga de su ensoñación individualista.
Lluís Rabell (20/11/2020)