
Con la elección presidencial aún por dirimirse, una constatación parece inapelable: gane quien gane, hay trumpismo para rato. La sociedad americana está profundamente fracturada y los vientos del populismo seguirán soplando sobre ella – y sobre el mundo. Los perdedores de la globalización permanecen bajo el influjo de un demagogo surgido de las élites que verbaliza con imprecaciones la desazón de los agraviados y reina sobre el caos que él mismo alienta. Ni la América rural, ni la clase obrera blanca de los otrora florecientes estados industriales de los Apalaches, convertidos por las crisis y las deslocalizaciones en “el cinturón del óxido”, han abandonado a Trump… A pesar de incumplir la promesa de devolver su antiguo esplendor a las factorías y aunque las guerras comerciales del presidente tampoco hayan favorecido a la agricultura. Y es que la gente vota menos en función del balance de un mandato que de las expectativas de futuro. Biden y Obama han hablado de volver a un tiempo sin sobresaltos. Pero sólo una parte de la población puede soñar con un brunch tranquilo. Por el contrario, Trump ha entendido que, para muchos, es aún el tiempo de la ira. Y está decidido a galopar sobre ella, arrollando a la propia democracia política. Muy probablemente, en términos de hegemonía mundial, éste no será un siglo americano. Pero los movimientos sísmicos que se registran en el vasto territorio de los Estados Unidos tendrán réplicas en numerosos países. No tardaremos en comprobarlo.
A pesar del cansancio, las elecciones autonómicas del 14-F en Catalunya serán todavía unos comicios del “procés”. No tanto por las perspectivas ilusionantes que el independentismo pueda esbozar – no le queda ninguna -, sino por la perenne dualidad instalada en el seno de la sociedad. No resulta nada fácil tomar la medida exacta de tal división, ni dar con las políticas adecuadas para recoser el país y detener su caída por la pendiente de la decadencia. Mucho menos en el angustioso clima de una pandemia que no cesa. Las izquierdas, mediante sus discursos y programas, a través de determinadas incorporaciones a sus candidaturas, por tanteos sucesivos, tratan de encontrar una salida. Pero, ante la complejidad del problema, esas respuestas todavía se antojan muy parciales… y no necesariamente bien enfocadas. Digámoslo sin ambages: la izquierda tiene aquí también un problema con su particular cinturón del óxido, con las clases populares de las áreas metropolitanas y los barrios pobres, golpeadas por las sucesivas crisis. Deberían representar la base natural de las fuerzas progresistas. Sin embargo, su representación política está en disputa.
Así, por ejemplo, los comunes acaban de anunciar su intención de incorporar como número dos de su candidatura al antiguo secretario general de CCOO de Catalunya, Joan Carles Gallego. Excelente candidato, sin duda, que confiere solvencia a la lista de la izquierda alternativa. Pero nunca ha bastado – y ahora menos todavía – con poner un sindicalista en tu vida para arrastrar el voto de la clase trabajadora. Esa incorporación tal vez atraiga – o retenga – a los elementos más politizados, a las capas superiores del movimiento obrero, pero difícilmente removerá el ánimo de la masa. Han sucedido demasiadas cosas durante estos últimos años. El ascenso del independentismo y su aventura de septiembre-octubre de 2017 abrieron una herida muy profunda en esa población, que se sintió expulsada de la catalanidad y amenazada en sus derechos por el proyecto de una República de rasgos autoritarios, enfrentada con España. Los comunes no fueron lo bastante firmes ante ese trance político y emocional. Flirtearon con el referéndum sin garantías democráticas del 1-O y, en las siguientes elecciones, presentaron una candidatura que orillaba la frontera de ERC – y una parte de cual terminó en las filas del independentismo. No bastará con un mayor acento social en el discurso para reencontrarse con la clase obrera. Será necesaria mayor claridad también sobre el proyecto territorial que se defiende, más allá de vaguedades acerca de la plurinacionalidad. Y sería necesario también deshacerse de ciertas ensoñaciones acerca del gobierno que se propugna. Los guiños de ERC hacia Catalunya en Comú no son más que un engañabobos destinado a dividir a la izquierda social. Si el independentismo suma, volverá a constituir un gobierno nacionalista de sesgo neoliberal y clientelar. Peleado consigo mismo y probablemente tan inoperante como el de los últimos tres años. Pero volverá a hacerlo para mantener los resortes del poder autonómico… a la espera de tiempos mejores. El procés es puro nacional populismo de derechas. Un movimiento así no se desvanece por sí solo. Sus líderes aún siguen en la cárcel y los rescoldos del incendio permanecen incandescentes bajo las cenizas del fracaso.
En ese aspecto es mucho más lúcido el PSC, consciente de que, si no se rompe esa mayoría y los socialistas no alcanzan una fuerza parlamentaria suficiente, será imposible vertebrar una alternativa de cambio y salir del bucle. De ahí los intentos por atraer a una parte del nacionalismo moderado y de animar a los disidentes de Puigdemont a configurar un espacio propio. Pero esos tanteos sólo pueden despejar algunas incógnitas de la ecuación, en ningún caso resolverla en su totalidad. La izquierda siente nostalgia de los tiempos en que enarbolaba la bandera del catalanismo popular. Bajo esa enseña, podían reconocerse amplios sectores sociales, desde las clases medias hasta una clase obrera deseosa de integrarse en el proyecto acogedor de un país que iba a ser, plenamente por fin, el de sus hijos. Pero ya no cabe declinar esos valores y ese horizonte, consustanciales a las izquierdas, en los mismos términos. Es hora de un relevo federalista. Hoy, sólo una minoría ilustrada puede reconocerse en el deseo de recuperar el catalanismo. El “procés” ha dinamitado ese concepto. Evocarlo en los barrios populares es percibido con suspicacia. El independentismo ha logrado perfilar dos comunidades étnico-culturales diferenciadas, asentadas respectivamente en las clases medias y en la clase trabajadora en su sentido más amplio. Por encima incluso de sus sensibilidades políticas, los catalanoparlantes tienden a identificarse con el objetivo de la independencia – y tanto más cuantos más apellidos autóctonos haya en la familia. TV3 ha desempeñado un papel crucial en ese sentido. No tanto en un adoctrinamiento al uso como algunos pretenden, sino en la creación de una burbuja, de un imaginario colectivo que ha permitido identificar una comunidad lingüística con la “autenticidad” y la totalidad de la nación catalana, haciendo del proyecto secesionista su aspiración natural y su destino histórico. La otra parte de Catalunya, vinculada a España por su origen, la lengua familiar, sus sentimientos o sus convicciones, no existe en esa visión sesgada de la realidad. Esa parte del país carece de instrumentos culturales y mediáticos comparables a los que maneja el independentismo – gracias a su gestión de los fondos públicos. La interiorización de la humillación resulta tanto más dolorosa. Hace tiempo ya que en Nou Barris, Santa Coloma o Cornellà es posible escuchar a sus vecinos hablar de “los catalanes” como de una realidad ajena a ellos. Hay que recordar que, frente a la inicial voluntad segregacionista del pujolismo, la promoción de la escuela pública en catalán resultó de la voluntad de esos sectores sociales, procedentes en gran medida de la inmigración, que concebían un futuro de progreso así como la plenitud de su ciudadanía en tanto que integrantes de “un sol poble”. El “procés” ha acabado con todo eso. No nos ha llevado hasta Irlanda, pero nos ha ido acercando a Bélgica. Hay que considerar esa realidad en toda su aspereza. La melancolía no recompondrá la influencia de la izquierda.
A ello hay que añadir el peligro de que ese desgarro emocional se conjugue con los padecimientos que está provocando la pandemia. Es indiscutible que el gobierno de Pedro Sánchez trabaja para atenuar sus impactos sociales y preparar una recuperación económica bajo nuevos parámetros. Pero la pobreza camina mucho más deprisa que el BOE. La administración se ve desbordada por la magnitud de los problemas. El IMV apenas llega a un 10% de las personas que deberían beneficiarse de este ingreso de subsistencia. El caso de la Renta de Ciudadanía catalana aún es peor. En Barcelona se han producido cientos de desahucios en el último mes. Muchos colectivos, por su precariedad contractual o por formar parte de la economía sumergida, escapan al radar de las administraciones. Hay colas crecientes en los bancos de alimentos. Las redes de protección social tienen muchos descosidos por los que se cuela sufrimiento a raudales. La crispación política propiciada desde la derecha y la extrema derecha, unidas a la gestión de la pandemia por parte de la Generalitat, acentúan el malestar general y la desconfianza en las instituciones representativas. Y la furia empieza a llegar a las calles. Vox, convertido en el genuino partido trumpista español, espolea a toda la derecha y apuesta decididamente por el caos. En ese contexto, puede darnos un disgusto serio en la noche electoral.
El reto es, pues, enorme para la izquierda. No lo resolverá simplemente con operaciones cosméticas, ni organizando un revival catalanista. Una base social atomizada y maltratada, social y culturalmente, como la que hoy malvive en los barrios, puede verse arrastrada por el populismo. Ahí se decide el futuro de la izquierda. Urgen medidas más eficientes desde el gobierno progresista. Pero tampoco bastará con el asistencialismo. Hace falta un programa y un relato que devuelva a esa gente el orgullo y la esperanza, un proyecto de país integrador y solidario del que pueda volver a sentirse protagonista. Urge ir al encuentro de nuestro cinturón del óxido.
Lluís Rabell
5/11/2020