El precio de la pólvora

           Comienza en Catalunya una prolongada campaña electoral cuyo desenlace, anunciado para el 14 de febrero de 2021, se antoja muy incierto. Más de lo que dan a entender unas encuestas que difícilmente pueden detectar, y aún menos anticipar, los movimientos que se producirán en el estado de ánimo de la ciudadanía bajo el efecto combinado de la pandemia, sus impactos socio-económicos o determinados acontecimientos nacionales e internacionales. Por tanteos sucesivos, las distintas formaciones políticas tratan, sin embargo, de establecer sus respectivas estrategias. El propio marco mental de los comicios está en disputa. ¿Qué se dirimirá realmente en estas elecciones? “Un nuevo plebiscito sobre la independencia”, pretenden los sectores nacionalistas más radicalizados, encabezados por Puigdemont. “Nada de eso. Hubo ya demasiadas confrontaciones estériles”, replican las izquierdas. “Es tiempo de reactivación económica, reconstrucción social y reconciliación”, repiten machaconamente los socialistas. Está por ver cuál de los dos discursos conectará mejor con el sentir de la gente, con sus anhelos, sus temores o su ira.

           Porque pueden darse escenarios paradójicos en función del grado de movilización electoral de los distintos sectores sociales. Es predecible que, a lo largo de los próximos meses, se recrudezca la batalla insomne entre ERC y la derecha nacionalista por la hegemonía del independentismo. Pero podría ocurrir que esa disputa incentivase la participación de sus distintas tendencias. Mientras que, en el campo opuesto, entre los sectores populares más atribulados por las dificultades de la vida cotidiana, la percepción del fracaso de la vía unilateral – y, por tanto, el desvanecimiento de la amenaza secesionista – favoreciese la abstención. En cualquier caso, ahí está el gran desafío para la izquierda: motivar a sus apoyos tradicionales en los barrios humildes y entre las clases medias trabajadoras.

           Pero toda contienda electoral empuja los distintos actores políticos a enfatizar su propio perfil. Y, en el caso de la izquierda alternativa, socio menor del gobierno de Pedro Sánchez, esa no va a ser tarea fácil en un contexto tan polarizado y desdeñoso de matices como el actual. En cualquier caso, no parece que la mejor opción sea la que estamos viendo estos días, con una especie de subasta verbal i gestual antimonárquica. “¡A republicanos no nos gana nadie!”. Hoy son unas declaraciones altisonantes sobre la actitud conspirativa de Felipe VI, luego un desplante de la alcaldesa de Barcelona al Jefe del Estado… Joaquim Coll, evocando el dispendio de los Tercios de Flandes a cuenta de los recursos de la corona, llama a ese comportamiento “disparar con pólvora del Rey”: toda esa teatralidad parece salir gratis, la Casa Real no va a lanzarse a una trifulca en twitter. Y el PSC, con el que hay votos en liza, quedará como un partido anquilosado en las instituciones del 78 frente a semejante brío republicano. Sin embargo, la factura de la pólvora puede resultar más cara de lo esperado. No en vano José Luis López Bulla recuerda a Pablo Iglesias que, en estos momentos, lo que está en el alero no es una decisión acerca de monarquía o república, sino la capacidad de la coalición progresista para llevar adelante su programa de reformas. El propio vicepresidente está ahora en el disparadero de la lawfare orquestada por la derecha y sus tentáculos judiciales y mediáticos para desgastar al gobierno. No es momento de abrir nuevos frentes. Y, como le gusta repetir al veterano sindicalista, “lo primero es antes”.

           Los petardos fabricados con esa pólvora no sólo pueden provocar accidentes pirotécnicos en la capital, sino también – y quizás  principalmente – en Catalunya, donde los comunes muestran un gusto desmedido por los fuegos artificiales. Las izquierdas son en este país históricamente republicanas. Una República, como forma de Estado, resulta sin duda más coherente con un sistema democrático que una institución de carácter hereditario. Eso no quita que las monarquías parlamentarias, carentes de poder y adscritas a una función protocolaria, correspondan – como es el caso de los países nórdicos, de Inglaterra, Holanda o Bélgica – a regímenes plenamente democráticos. Del mismo modo que hay repúblicas de fuerte sesgo autoritario. Y repúblicas avanzadas que se ven confrontadas, no obstante, al influjo de fuerzas involucionistas, reflejo de la crisis del orden global.  

Desde luego, nadie puede ignorar el momento por el que atraviesa la Casa Real española, ni el deterioro de su imagen que ha causado el comportamiento atribuido al rey emérito. Pero la cuestión democrática que se plantea – y sobre la cual sí se puede establecerse hoy un amplio consenso – es la exigencia de probidad y transparencia de la jefatura del Estado. Rey o presidente de la República, nadie debe estar por encima de la ley. Esa es la cuestión.

           Tampoco cabe ignorar el desafecto hacia la Corona de un amplio sector de la opinión pública catalana. Pero eso no exime a los gobernantes de sus deberes institucionales ante quien sigue siendo – les guste o no – el máximo representante del Estado. El problema no se reduce, desgraciadamente, a una cuestión de mala educación o a la inmadurez que supone adoptar poses de activista desde un cargo representativo. Por lo que respecta a la izquierda alternativa, el error es más serio. En primer lugar, esa actitud hace eco al vocerío independentista que proclama que “los catalanes no tenemos rey”. Tal vez “los catalanes”, en modo emocional, no lo tengan. Pero todos sus representantes electos, en los ayuntamientos y en la propia Generalitat, juraron o prometieron lealtad al monarca al asumir sus cargos. Algo que no es una mera formalidad, sino la constatación de un principio de realidad.

No obstante, lo peor del alineamiento con el desaire al rey, anunciado en sede parlamentaria por Pere Aragonés, es que desde la izquierda se acredita así un talante republicano al independentismo… que resulta más que discutible. Tanto por cuanto se refiere a los seguidores de Puigdemont – que invocan una República a falta de algún imperio que reivindique sus derechos sobre el Principado – como en lo tocante a ERC, muy a pesar de la “R” de sus siglas. A través del “procés”, el independentismo ha alcanzado sus mayores cotas de influencia social decantándose como un movimiento de carácter nacional populista de fuertes relentes etnicistas. Su crecimiento se ha retroalimentado constantemente con la radicalización de la derecha española. El caso es que, cuando ese movimiento y los partidos que lo han cabalgado estuvieron en condiciones de esbozar el proyecto de un Estado independiente, concibieron un régimen autoritario que aspiraba a sobrevivir como un paraíso fiscal en los intersticios de la economía global. Todo lo contrario de los principios democráticos, la separación de poderes y el progreso social que, desde nuestra experiencia histórica, vinculamos al republicanismo.

           La secesión no está a la orden del día. Pero los partidos independentistas se desgañitan gritando contra el Rey para mantener viva la animadversión hacia España y conservar el poder autonómico. Puede que unos u otros lleguen incluso a negociar los presupuestos estatales – porque nadie querrá quedar al margen de la distribución de los fondos europeos. Pero seguirán propiciando la división de la sociedad catalana… y abocándola a la decadencia si siguen teniendo en sus manos los resortes de la Generalitat. Cuando Oriol Junqueras y Marta Rovira (“Tornarem a vèncer – i com ho farem”) señalan al PSC como el enemigo interno a batir, están apuntando, más allá de la propia socialdemocracia, a la tradición federalista de la izquierda catalana, portadora de los valores republicanos de fraternidad y cooperación entre los pueblos de España. Tal es la tradición en la que debería inscribir su discurso la izquierda alternativa. Y eso exige tomar distancias con ese republicanismo de fachada que exhibe el nacionalismo y que no es más que un señuelo. La peor equivocación que podría cometer esa izquierda sería acreditar la idea de que hay “un espacio común republicano” capaz de sustentar como tal pactos de gobierno. Los únicos pactos que puede promover la izquierda deben basarse en la recomposición de la convivencia, la mejora del autogobierno, la distensión, la reconstrucción, la cooperación… En la agenda del gobierno que necesita Catalunya no cabe ninguna reactivación del “procés”.

El espíritu republicano pasa hoy por la defensa de una perspectiva federal a la crisis territorial y por un esfuerzo de regeneración de las más altas instancias del Estado – empezando por el poder judicial. Bienvenida sea la República, si en ella llega a desembocar un día tal empeño. Pero, desde luego, nada progresista surgirá de un proyecto político que enfrenta a la sociedad catalana consigo misma y con el resto de España. Por mucho que, para embaucar a la gente, los líderes nacionalistas se adornen con un gorro frigio.

           Lluís Rabell

           9/10/2020

1 Comment

  1. Molt bona reflexió que puc compartir
    àmpliament necessita una important dosis de realisme i amplis acords que
    recullin uns valors propis de l’esquerra
    i al mateix temps facin possible unes
    propostes politiques que aconsegueixin
    un ampli acord, en definitiva aquells que
    sàpiguen construir un nou pacte social
    i superar les quimeres independentistes
    per la via del federalisme podran treure aquest país de la trampa en que ha caigut.
    Son temps difícils no ens equivoquem.
    Nomes la grandesa i la generositat ens
    salvaran.

    M'agrada

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