La pandemia del coronavirus está poniendo a prueba a la democracia. Las tensiones actuales permiten entrever, además, los graves desafíos a los que tendrá que enfrentarse tras la crisis sanitaria. La declaración del Estado de Alarma ha suscitado, en medio de una aceptación general por parte de la ciudadanía, algunas reacciones significativas. La derecha, encarnada por el PP de Casado, empezó regateando su apoyo al gobierno antes de alinearse con él ante la gravedad del momento. Sin embargo, ha sido en Catalunya donde se han alzado las voces discordantes más sonoras. Torra ha sido el único presidente autonómico en negarse a firmar la declaración conjunta sobre la actuación de los poderes públicos ante la epidemia. “Invasión de competencias”, “un 155 encubierto”, hemos podido escuchar estos días en boca de los responsables de la Generalitat – al tiempo que gesticulaban con implementar “cierres de país” y otras medidas para las que carecen de competencias.
Prestigiosos juristas, como Xavier Arbòs, han desmontado inmediatamente ese demagógico relato. El Estado de Alarma es una figura constitucional pensada para movilizar los recursos del país bajo un centro de mando operativo unificado, ante una situación de emergencia. Tiene una duración limitada, su aplicación está sujeta a control parlamentario y no anula las competencias autonómicas. El decreto en materia sanitaria, por ejemplo, pone todas las clínicas privadas a disposición de la emergencia. Pero, por lógico principio de subsidiariedad, la utilización de esos recursos dependerá, en cada comunidad, del criterio de sus autoridades sanitarias. El Estado de Alarma no anula, pues, sino que vertebra la cooperación entre las distintas administraciones con la presteza requerida.
No obstante, eso no quiere decir que se trate de una banalidad. Ningún funcionamiento institucional sometido a una fuerte autoridad ejecutiva lo es. Eso lo sabían hasta los romanos. Vivieron durante cinco siglos bajo una República que rehusaba otorgar excesivos poderes a una sola persona, temiendo volver a los tiempos de los primeros reyes. Durante ese dilatado período, la República recurrió en numerosas ocasiones a la dictadura. (Una institución que no tenía nada que ver con los regímenes militares o los totalitarismos que hemos conocido a lo largo del siglo XX, y que han cargado para siempre esa apelación de una aterradora consonancia). El dictador era un magistrado designado por un período de seis meses para cumplir un determinado mandato – con frecuencia, conducir una campaña militar ante una invasión o una amenaza inminente que se cernía sobre la ciudad. Ningún cargo público o asamblea veía alteradas sus funciones. La autoridad política del Senado prevalecía en toda circunstancia. Pero, efectivamente, la operatividad de un mando incontestable, eficaz a la hora de contrarrestar el peligro, puede convertirse a su vez en una fuente de infección política. En su fase de decadencia, antes de dar paso al cesarismo y al imperio, la República conoció sangrientos y convulsos períodos de dictadura prolongada.
La crisis que atravesamos hace incontrovertible un retorno del Estado. Incluso los corifeos del liberalismo, que invocaban su desaparición en un mundo globalizado, guardan ahora silencio. La cooperación internacional y la gobernanza internacional que requeriría enfrentarse a la pandemia avanzan con mayor lentitud que el virus. Sin los recursos de un Estado, sin su organización – y, singularmente, sin una red sanitaria pública – sería imposible gestionar la emergencia. De pronto, todo el mundo parece fascinado por la eficacia del gobierno chino, capaz de sacar vastos complejos hospitalarios de la nada y mantener una férrea disciplina social en amplias regiones del país. Se olvida que el autoritarismo burocrático conlleva enormes deficiencias y no es unilateralmente eficaz. No faltará, sin embargo, quien extraiga la conclusión de que la democracia, las formas deliberativas o la diseminación del poder en instituciones de proximidad llamadas a cooperar, constituyen un engorro, el modus vivendi de una casta de charlatanes. Frente a la complejidad de los problemas, la simplicidad del discurso populista.
El retorno del Estado tiene una vertiente indiscutiblemente positiva: plantea la preeminencia del bien común, el valor inestimable de los servicios públicos y de los sistemas solidarios de protección social. Más aún: demuestra la superioridad del liderazgo público en sectores estratégicos cuya función no puede estar sometida a las reglas del mercado. Las medidas paliativas que se apresta a tomar el gobierno de Pedro Sánchez pueden verse rápidamente superadas. Y la recesión económica que se avecina generar situaciones de emergencia tanto o más graves que la propia pandemia para millones de familias trabajadoras. Las izquierdas se hallarán confrontadas a un nuevo paradigma, tanto a nivel nacional como en el ámbito, más decisivo y quizás más cuestionado que nunca, de la construcción europea. Habrá que desplegar un programa de carácter mucho más netamente socialista. La dura experiencia de estas semanas, agrietando la hegemonía cultural neoliberal, tornará receptivas a amplias franjas de la población. Pero no hay que perder de vista algo esencial: si la izquierda no va a su encuentro, la extrema derecha y el populismo lo harán. El retorno del Estado sería en ese caso el de un ente nacional de sesgo autoritario. El desafío será múltiple. España no puede encarar la situación creada por la epidemia al margen de la colaboración con la Unión Europea; pero tampoco puede hacerlo bajo la enseña de la austeridad: el esfuerzo requerido en el gasto público desbordará con creces el techo establecido por Bruselas. Pero, sobre todo, el programa progresista que esta crisis pondrá a la orden del día apunta a una profunda transformación y a una gobernanza social de la Unión Europea: mayor presupuesto comunitario para pilotar una transición ecológica que suponga una nueva era de industrialización, armonización fiscal, agencias de cooperación capaces de crear sinergias entre los distintos sectores públicos nacionales, políticas acogedoras de inmigración…
La izquierda no conseguirá su propósito si ese retorno del Estado no aparece como un progreso de la democracia compleja que corresponde a nuestro tiempo. Mal que pese a los nacionalistas más recalcitrantes, la gestión de la epidemia está poniendo de relieve las potencialidades del modelo federal, ejemplificadas en la estrecha cooperación entre de los distintos responsables de sanidad, así como de los cuerpos policiales. A través de la crisis que estamos viviendo, se perfilan los contornos de un agitado período en que se decidirá el semblante de nuestra sociedad. O un salto adelante social y democrático… o una sombría y convulsa decadencia. Ni siquiera la monarquía parece capaz de resistir a la tempestad que se aproxima. Es decir si la izquierda está obligada a encarar un nuevo horizonte.
Lluís Rabell
16/03/2020