En el surco de la pandemia

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Si es siempre azaroso predecir futuros escenarios, más aventurado aún resulta tratar de hacerlo en medio de la vorágine que está provocando la pandemia del coronavirus. Imposible saber cuál será su duración, ni la amplitud final de su impacto sobre la población o la economía mundial. La rápida expansión de la epidemia arroja una luz cruda sobre la realidad de nuestras sociedades globalizadas, sobre sus potencialidades y sus explosivas contradicciones. Parece superfluo insistir sobre su evidente interconexión: la infección de un individuo en una provincia china se ha transformado, en pocas semanas, en un contagio generalizado a escala planetaria. No es la primera pandemia que conoce la humanidad. Pero su fulgurante transmisión nos habla de la capilaridad de nuestra “aldea global”. Y no menos reveladora ha sido la rapidez con que se ha tornado inminente la amenaza de una nueva recesión, acaso más asoladora que la que desencadenó el crac financiero de 2008. A lo largo de las últimas décadas, el capitalismo ha hecho de China la fábrica del mundo. Una parálisis parcial o temporal de su actividad devendría una crisis de oferta. Desde el primer momento, las bolsas han anticipado sus posibles efectos, amplificándolos. Se ha desatado una guerra a la baja en el precio del petróleo, ruinosa para algunos países dependientes de sus exportaciones de crudo. A medida que la epidemia se extiende, las pautas de contención a que se ven abocados los gobiernos ralentizan la producción, el comercio, los desplazamientos…  Ni que decir tiene que en economías como la española, en las que el turismo y los servicios suponen una porción muy significativa, las consecuencias serán directas. Pero ninguna nación escapará a ellas. Toda medida tiene efectos colaterales. El confinamiento de una localidad como Igualada, por ejemplo, conlleva el paro de la producción de Nissan en Barcelona, al verse privada la factoría del suministro de neumáticos. La Comisión Europea anuncia ya que el PIB de la UE será negativo en 2020.

Una crisis sanitaria como ésta retrata a los Estados y a los sistemas por los que se rigen. El carácter burocrático del régimen chino y las deficiencias de su sistema de salud retrasaron sin duda la percepción del peligro que suponía la nueva enfermedad y propiciaron la diseminación del virus. La férrea autoridad del gobierno ha permitido, sin embargo, implementar drásticas medidas de confinamiento sobre millones de ciudadanos, movilizando ingentes recursos en un tiempo record. En un país como Estados Unidos, que carece de una red de asistencia sanitaria pública y donde la gente rehúye las visitas médicas por el coste inasumible de las facturas, la gestión de la epidemia puede volverse infernal. Ahora es cuando rechinan los dientes al ver las consecuencias de las políticas de austeridad en nuestro sistema de salud. De pronto, se echan en falta los millares de camas suprimidas con los recortes y los profesionales sanitarios de los que se prescindió. El sistema está al límite, mientras la red de clínicas y centros privados de salud – si el Estado de Alarma decretado por el gobierno de Pedro Sánchez no los moviliza – se desentiende del problema.

Entretanto, con el temor a la enfermedad, crece la inquietud entre las familias trabajadoras… ¿En qué acabará traduciéndose todo esto en términos de empleo, de condiciones laborales, de prestaciones sociales? Como decían los mayores, la pobreza visita las casas que conoce. Lo que sí es predecible es que se abrirá un nuevo período de conflictividad, de lucha entre las clases, a nivel internacional y en el seno de cada país, de una intensidad directamente proporcional a los estragos de la pandemia. Teóricamente, una experiencia así debería aleccionar a las élites dirigentes sobre la necesidad de la cooperación y la solidaridad para salir adelante. El desarrollo de la ciencia, la tecnología, los transportes… en suma, la capacidad productiva y la cultura de la humanidad hace tiempo que han sentado las bases para poner en práctica esos principios a gran escala. Sin embargo, sería ilusorio esperar que, por el hecho de ser una perspectiva lógica y deseable, una gobernanza progresista de la globalización se abriese paso de modo natural. El virus es democrático: afecta también a celebridades y altos dignatarios, aunque no transmite su carácter plebeyo al capital. La primera reacción de la patronal frente a los efectos del coronavirus ha sido reivindicar despidos, contención salarial y disminución de impuestos. Incluso en las actuales circunstancias, los gobiernos del norte de Europa se resisten a abandonar el rigor fiscal. Y si la UE y el propio FMI convienen en mostrarse tolerantes ante el sobrecoste que supondrá para los Estados hacer frente a la emergencia sanitaria – atemorizados ante la pesadilla de un colapso económico -, no olvidarán presentar en su momento la factura de esa efímera generosidad en materia de déficit. La crisis anterior dejó una profunda huella de sufrimiento humano y propició el surgimiento por doquier de movimientos y liderazgos nacional-populistas. (Unos liderazgos que, por cierto, no hacen sino complicar la gestión de la actual emergencia: lejos de colaborar con nadie, la América de Trump se repliega sobre sí misma).

Pero, si la recesión alcanza las proporciones que muchos temen, cabe esperar una larga y convulsa etapa de conflictividad en el plano geopolítico y en el social. El capitalismo sólo podrá rehacerse de su previsible quebranto arrasando con los derechos y conquistas que siguen en pie – como esos erosionados servicios públicos que aún son barrera de contención ante la pandemia. No. Una gobernanza racional sólo podrá vislumbrarse a partir de una reacción muy enérgica de las clases populares. La defensa de sus condiciones de existencia obligará a las izquierdas a contemplar programas de defensa radical de la democracia que impulsen el liderazgo público en sectores estratégicos de la economía, realizando incursiones hasta entonces impensables en el sacrosanto dominio de la propiedad privada. Las izquierdas deben prepararse para un cambio de paradigma. En el surco de la pandemia florecerán opciones profundamente reaccionarias. La conmoción social, sin embargo, puede poner también a la orden del día  – sin duda de una forma inédita, impredecible, pero con inmediata repercusión mundial – la hipótesis de la crisis revolucionaria. La eventualidad de una revolución es algo que casi todas las corrientes políticas niegan, considerándola un lejano exceso de la Historia, irrepetible en el siglo XXI. Y, quizás por eso, porque nadie la espera, la revolución llame un día a nuestra puerta.

En cualquier caso, hay que empezar a considerar ese agitado horizonte, si queremos orientarnos siquiera en el presente. El panorama político se modifica a gran velocidad. El coronavirus ha expulsado momentáneamente al “procés” de la escena política. Ciudadanos flirtea con apoyar los presupuestos de Sánchez. Pero una brusca agravación de las condiciones sociales, aumentando la desazón de las clases medias, podría reactivar de nuevo el conflicto territorial. Y la extrema derecha encontrar el camino hacia los más desamparados. Tarde o temprano, alguien planteará la necesidad de un gobierno de concentración nacional. Hace falta pensar en todo eso. Desde luego, no nos va a ser fácil cambiar de caballo mientras vadeamos un río tan crecido. Sin ir más lejos, en Catalunya, la izquierda alternativa sigue aferrándose a la defensa de unos presupuestos negociados en su día con ERC que, si ya andaban lejos de revertir los recortes sociales anteriores, hoy aparecen completamente a contrapié de la emergencia sanitaria. Acaso, detrás de aquel acuerdo, latía la ilusión de encaramarse a un gobierno de ERC emancipado de la tutela de Puigdemont, cerrando un círculo virtuoso de gobernanza progresista con el Ayuntamiento de Barcelona y el ejecutivo de Pedro Sánchez. Ya va siendo hora de despertar. La dura realidad que vivimos – y las disyuntivas que anuncia – nos invitan a pensar el futuro en términos de lucha de clases. Urge abandonar las ensoñaciones adolescentes sobre juegos de tronos. Hay que prepararse.

Lluís Rabell

           13/03/2020

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