(Ponencia sobre el momento político tras la sentencia del Tribunal Supremo, presentada el 22/10/2019 en Barcelona, durante la jornada de reflexión de la asociación “Portes Obertes del Catalanisme”)
Con la sentencia que acaba de pronunciar el Tribunal Supremo llegamos a un momento crítico del conflicto catalán. Un momento que se caracteriza por la ausencia, a uno y otro lado, de liderazgos reconocidos. No hay tarea más necesaria, pues, que la de contribuir a la emergencia e esos liderazgos. Podemos hacerlo desde la correcta identificación de los problemas y, por ende, del objeto del diálogo que queremos promover para encauzar dicho conflicto.
Esta crisis de dirección se revela particularmente grave cuando son los propios magistrados del Supremo quienes nos dicen que no incumbe a la justicia resolver un problema de naturaleza eminentemente política. Hemos llegado a la actual situación a consecuencia de un fracaso reiterado de la acción política. Y sí, la política debe tomar el relevo de las togas y asumir por fin sus responsabilidades. Pero, no nos engañemos: tendrá que hacerlo en un escenario que se ha tornado cada vez más complejo y del que forma parte ya esta sentencia.
Alzamiento institucional
Las condenas pronunciadas son muy severas. Incluso desproporcionadas e injustas, si consideramos, como la penalista Merche García Aran, que el Fallo del Supremo fuerza la interpretación de unos desórdenes públicos para hacerlos encajar en los parámetros de la sedición. O si hacemos nuestra la crítica de Antoni Bayona, antiguo letrado mayor del Parlament de Catalunya y testigo de excepción de los acontecimientos, que observa una flagrante contradicción entre la dureza del castigo y el reconocimiento, por parte del alto tribunal, de que los encausados nunca estuvieron en condiciones de doblegar la voluntad del Estado. Aunque quizás sea el juez Miguel Pasquau Liaño quien propone la caracterización más ajustada del “procés”: un alzamiento institucional secundado multitudinariamente. En cualquier caso, no podemos por menos que asentir cuando el filósofo Daniel Innerarity nos dice que de la judicialización de la política no cabe esperar buenas sentencias.
Sin embargo, más allá de las distintas opiniones, la resolución del Supremo contiene toda una serie de elementos que, no sólo nos remiten a la política, sino que abren un espacio donde pueden evolucionar sus iniciativas. En primer lugar, el delito que contempla el tribunal es el de sedición y no el de rebelión – ampliamente desacreditado en la sentencia. No hubo, pues, violencia instrumental para alcanzar los fines perseguidos por los condenados. En cierto modo, al desestimar la tesis de la Fiscalía, queda desautorizado el relato en que se basó toda la instrucción, así como las medidas de prisión provisional y la suspensión de los derechos de representación política de que fueron objeto los encausados. La sentencia tampoco cuestiona la legitimidad del independentismo y afirma que, en realidad, el verdadero objetivo de cuanto se hizo era el de forzar una negociación con el Estado. Finalmente, el Supremo rechaza también la petición de que los condenados vean restringido su acceso a los beneficios que pueda otorgarles el régimen penitenciario. Todo ello ha enfurecido a la derecha política y mediática española.
En resumen: un juicio justo, propio de una democracia consolidada, como señala el abogado defensor Xavier Melero. Y una sentencia que seguramente no lo es, y cuyos efectos políticos resultan contradictorios. La dureza de las penas exacerba los ánimos en Catalunya y parece alejarnos de cualquier salida de este atolladero. Pero, al mismo tiempo, no habría que olvidar que el fallo del Supremo ignora el clamor de venganza de la caverna nacionalista española y brinda la posibilidad de un cumplimiento atemperado de las condenas. Que este escenario sea gestionado con voluntad de pasar página, de reconducir el conflicto y poner fin a una etapa de enfrentamientos estériles, depende en gran medida del panorama que nos dejen las elecciones del 10-N.
Hoy por hoy, no podemos esperar grandes decisiones por parte de un gobierno en funciones. La lógica de una campaña electoral, así como la polarización en torno a los acontecimientos que se producen en Catalunya, no permiten un debate sereno. Si las próximas semanas no malogran la posibilidad de un gobierno progresista – algo que aún está por ver -, éste tendra que afrontar una situación que se ha descontrolado. Difícilmente podrá establecerse un diálogo efectivo en medio de toda esta crispación. Ni, por supuesto, abordar seriamente salidas – y aún menos soluciones – mientras una parte de los interlocutores permanezca entre rejas. Pero una solución airosa y respetuosa con el Estado de Derecho de las distintas situaciones penales, tanto si es por la vía de la aplicación de beneficios penitenciarios a los reos, de indultos o incluso de modificaciones del Código Penal, requerirán pistas de aterrizaje largas y suaves.
La capacidad negociadora del nuevo gobierno dependerá del grado de consentimiento que logre concitar, no sólo en un Congreso de los Diputados probablemente encrespado, sino entre la opinión pública – que no dejará de tener motivos de inquietud en los próximos meses. No debemos perder de vista que las tensiones internacionales, el temor a una nueva recesión económica y, por supuesto, la propia crisis catalana, propician el desplazamiento del centro de gravedad político hacia la derecha. El solapamiento de las elecciones con las reacciones a la sentencia hace del todo imprevisible el resultado de la contienda. El impacto de los últimos acontecimientos en la opinión pública española está aúpando a las fuerzas conservadoras. Pronto sabremos si de un modo decisivo, capaz de alterar mayorías. Lo que podemos anticipar sin demasiado riesgo a equivocarnos es que, incluso en caso de victoria del PSOE y de la formación de un ejecutivo bajo su dirección, éste se verá fuertemente condicionado en todas sus políticas por un PP en ascenso, espoleado a su vez por la extrema derecha.
Con todo, ese hipotético gobierno no podría limitarse a invocar indefinidamente el respeto al orden constitucional, ni reducir el problema a cuestiones de orden público o, estrictamente, a una crisis de convivencia en el seno de la sociedad catalana. El inmovilismo no será una actitud sostenible. Sin embargo, los márgenes de maniobra dependerán de la propia evolución de la situación en Catalunya.
“Un pollo sin cabeza”
Y es que en Catalunya es donde quizás se expresa de la manera más virulenta y visible la crisis de liderazgo. La sentencia ha puesto de relieve la profunda división del bloque independentista, que se agita como “un pollo sin cabeza” según la expresión de Francesc-Marc Álvaro. La tensa espera del desenlace del juicio permitía mantener un semblante de unidad, a pesar de la parálisis evidente del Govern. Ahora, el enfrentamiento entre ERC – y una parte del Pdcat – con Torra, Puigdemont y sus acólitos se produce a la luz del día. O, si se quiere, bajo el resplandor de las hogueras.
No hay estrategia común. Ni, en general, perspectiva alguna más allá de las protestas. Y eso hace que la pugna por la hegemonía del espacio independentista se torne aún más encarnizada. ERC querría explorar ahora una línea más pragmática. Siente que el viento de la opinión pública sopla a su favor y piensa que unas nuevas elecciones le permitirían alcanzar la anhelada presidencia de la Generalitat. El otro sector apuesta por mantener una estrategia de tensión. Cuanto peor, mejor. Si se frustrase la posibilidad de un gobierno dialogante en Madrid, la atmósfera de confrontación llevaría el agua a su molino y evitaría el sorpasso republicano. De hecho, este sector ha estado jugando estos días a calentar la calle, manteniendo incluso una calculada ambigüedad sobre los episodios de violencia.
ERC ha hecho algunos gestos significativos para desmarcarse de sus socios de gobierno, tanto en la calle como con la formación de un grupo de trabajo, impulsado por el presidente del Parlament, Roger Torrent, y la alcaldesa Ada Colau, junto a sindicatos, movimiento vecinal y otras entidades de la sociedad civil. Una iniciativa forjada a espaldas de Torra… que deja ostensiblemente de lado a la ANC y a Òmnium. Pero ERC no se atreve a provocar una definitiva crisis de gobierno que obligue al President a convocar elecciones. Y no lo hará hasta conocer los resultados del 10-N. El problema de fondo es que el independentismo no sólo no ha hecho un balance del fracaso de la vía unilateral ensayada en el otoño de 2017, sino que la dinámica del “procés” ha propiciado el desarrollo de unos fenómenos sociales que ahora nadie es capaz de gobernar… y que condicionan los movimientos de los partidos que se sirvieron de ellos.
Hemos podido comprobarlo a lo largo de la última semana. La ocupación del aeropuerto de Barcelona el lunes, 14 de octubre, por ejemplo, fue convocada por el denominado “Tsunami Democràtic”, un inquietante experimento de manipulación de masas de sesgo fascista: una plataforma digital que promueve acciones de masas y da consignas sin que nadie se responsabilice de nada, desde el anonimato, mientras recoge una ingente cantidad de datos de las personas que, al descargar la aplicación en sus teléfonos móviles, se sienten incorporados a una poderosa hermandad. No se trata de la estricta disciplina de un ejército, sometido a una jerarquía claramente reconocida, sino de algo más inquietante si cabe: la adhesión a la ilusión de una voluntad colectiva; una voluntad que subyuga al individuo y anula su capacidad crítica, al tiempo que le insufla un sentimiento de realización personal. “El tsunami eres tú”. Vale la pena volver a ver aquella turbadora película titulada “La ola”. El “Tsunami” está en stand by, tras los acontecimientos de los días siguientes. Pero eso no debería hacer que bajásemos la guardia.
Las escenas de violencia en las calles de Barcelona y de las otras capitales catalanas han eclipsado la imagen de las imponentes marchas organizadas por las entidades soberanistas. Más allá de la presencia de elementos radicales experimentados, la masa crítica de los grupos que se han enfrentado a la policía la constituyen lo que podríamos llamar “los hijos del procés”. Estos chicos y chicas, algunos incluso adolescentes, eran aquellos niños que, de la mano de sus padres, acudían a aquellas festivas e históricas diades, tras las cuales “no quedaba ni un papel en el suelo”, como le gustaba repetir a Artur Mas. Han crecido y han llegado a la edad de la rebeldía sumergidos en un relato omnipresente. Un relato de buenos y malos; de una Catalunya virtuosa, sojuzgada por una España negra, heredera del franquismo. Los dirigentes de esta nación oprimida dijeron a esos muchachos que eran portadores de una aspiración sagrada, de la voluntad del pueblo; que su anhelo encarnaba la auténtica democracia y estaba por encima de cualquier ley. Su exigua mayoría parlamentaria lo podía todo. Eso les dijeron en las aciagas jornadas del 6 y 7 de septiembre. Y, en cualquier caso, quien no se identificase con la independencia quedaba fuera del perímetro de la catalanidad. Ese discurso excluyente ha impregnado a toda una generación.
Ciertamente, las grandes movilizaciones independentistas han sido siempre pacíficas. No obstante, cuando se exhibe como una manifestación del “carácter nacional”, casi como un rasgo étnico que nos diferencia de la brutalidad de “los otros”, ese pacifismo se tiñe de supremacismo y lanza una mirada deshumanizadora sobre el adversario; esa mirada que constituye la condición previa de cualquier deriva violenta. “Somos gente de paz”… pero “las calles serán siempre nuestras”. He aquí reunidos todos los factores de una tormenta perfecta. Esa nueva generación pide paso. Y lo hace frustrada por el fracaso de 2017 y enardecida por la sentencia. “No podemos seguir con el lirio en la mano”, dicen, distanciándose de los partidos y entidades que han vertebrado hasta ahora el “procés”.
Las vacilaciones y ambigüedades de Torra y Puigdemont ante los altercados tiene que ver con su deseo táctico de seguir en una lógica de confrontación. Pero, de modo más amplio, en toda una parte del independentismo late un fuerte vínculo emocional, lleno de comprensión hacia su juventud más enfervorecida. Y, como telón de fondo, la crisis global. La tremenda sacudida de la recesión anterior hizo entrar en ebullición a las clases medias de toda Europa. Lo que ha ocurrido durante estos años en Catalunya, más allá de las raíces históricas del problema, no puede entenderse sin esa profunda desestabilización. Si los padres temían la decadencia, sus hijos contemplan ahora el rostro de la precariedad que les espera. Hablamos de un fenómeno que tan solo ha arrastrado algunos miles de jóvenes. Sobre todo estudiantes, pertenecientes a esos capas sociales. Es cierto. Pero resulta altamente sintomático y condensa todas las claves de los problemas de fondo que debemos afrontar.
Hay que dibujar un horizonte de salida y urgen liderazgos renovados. Esa perspectiva, que algunos imaginamos como una reforma federal de España, debe tener como primer objetivo coadyuvar a la reconciliación de la propia sociedad catalana consigo misma. Antoni Puigverd nos lo recordaba hace un par de días: “La Catalunya dual quedó en evidencia la semana pasada. Incluso en Girona, con sus 60.000 manifestantes, hay barrios en los que la protesta independentista es inaudible. Una parte de Catalunya expresa ruidosamente sus sentimientos; la otra los esconde. ¿Hasta cuándo los catalanes que no sintonizan con las protestas aceptarán la conversión de Catalunya en finca independentista?” (“Fuego en el laberinto”. La Vanguardia, 21/10/2019). Carme Forcadell, en una entrevista concedida desde la cárcel, lamentaba que el movimiento no hubiese mostrado “empatía con la gente que no es independentista y que tal vez no se sintió justamente tratada”. Palabras que la honoran.
Tenemos que hablarnos. Urge multiplicar los espacios de encuentro, de reflexión y diálogo. Hay que multiplicar iniciativas desde a sociedad civil. Tomas de posición conjuntas de sindicatos y patronales, convocatorias abiertas como la de “Parlem?”, que llama de nuevo a la ciudadanía a manifestarse el próximo sábado en la Plaza de Sant Jaume… Todo suma, todo es útil.
Pero, a estas alturas, ya se vuelto absolutamente insoslayable la necesidad de poner punto final a la presidencia de Quim Torra, verdadera amenaza para el autogobierno. Hay que ir cuanto antes mejor a nuevas elecciones. Y hay que trabajar para que de ellas surja un gobierno sensato; un govern de seny que atienda por fin las emergencias sociales, económicas y medioambientales que acucian al país, y que sea capaz de restablecer una relación institucional, leal y fluida con el Estado. Hay mucho de qué hablar. Y hay todo un conflicto por desescalar, para llegar a abordar sus causas profundas. Necesitamos un Govern dispuesto a escuchar a toda Catalunya y resuelto a hablar con Madrid.
Lluís Rabell – 22/10/2019
Ilustración: Daniel Rodriguez