En misa y repicando

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En tiempos de redes sociales febriles y titulares de impacto, conviene guardarse de sacar conclusiones a partir de la frase entresacada de una entrevista o de una declaración sesgada. Algo de eso le ha sucedido a Gerardo Pisarello, a quien distintas ediciones de prensa digital han atribuido la opinión de que los comunes estarían dispuestos a considerar su incorporación a un gobierno de concentración soberanista, como proponía Roger Torrent, presidente del Parlament. En realidad, las palabras del diputado eran mucho más matizadas. Pero el lío estaba ya montado. Desde luego, nada podía ser más inoportuno y desafortunado que un titular como ése cuando Unidas Podemos sigue insistiendo en formar un gobierno de coalición con el PSOE. ¿Cómo tener ministros en el gobierno de España… y, al mismo tiempo, consellers en un gabinete secesionista? Si eso fuera así, los más reacios a la coalición no tendrían ni siquiera que redactar un argumentario para convencer a propios y extraños de la poca fiabilidad de la izquierda alternativa: les bastaría con exhibir un resumen de prensa.

En el clima actual, se ha vuelto casi imposible evitar distorsiones comunicativas. Sin embargo, éstas resultan tanto más factibles cuanto más ambiguo es el mensaje emitido. Y quizás ahí resida el problema: en que los comunes no hayan rechazado de modo inapelable la posibilidad de sumarse a ese gobierno de supuesta “unidad nacional”, enfrentado a una España autoritaria. Porque ésa es la idea que acaricia el independentismo: cabalgar un momento de clímax emocional y exacerbarlo; comprimir todos los problemas sociales, económicos y medioambientales del país, evacuar todas sus diferencias y contradicciones, en nombre de un imperativo patriótico impostergable. Después de lo visto durante el desastroso otoño de 2017, ¿qué podría salir mal?

Pero es inútil perderse en especulaciones. La idea de Roger Torrent, mucho más que una propuesta verosímil, constituye un globo sonda. El independentismo está profundamente dividido y carece de proyecto creíble alguno. Sólo apelando a los sentimientos puede mantener un semblante de unidad. Sólo sustituyendo el inalcanzable objetivo de la independencia por la denuncia permanente de la injusticia española puede mantener su predicamento entre las clases medias. En tales condiciones, el interés por capturar al mundo de los comunes no radica sólo en ampliar los apoyos para una nueva etapa del “procés”, sino en proteger su flanco izquierdo, cegando toda crítica social a una disputa por el poder que, bajo el ondear de las estelades, se libran las distintas tendencias nacionalistas. Y ahí está el meollo de la cuestión: la confusa respuesta a la insinuación de ERC – que sólo merecería el airado rechazo de una izquierda consecuente – tiene que ver con la ausencia de debate en Catalunya en Comú – Podem acerca del escenario que abrirá la sentencia del Supremo. Peligrosa tardanza. La política tiene horror del vacío.

Lo poco que se ha dicho al respecto es que hace falta “una respuesta transversal a la sentencia”. Siempre es difícil saber en qué consisten las “transversalidades”. Lo que habría que plantearse es si la sentencia del Supremo requiere una “respuesta”… O si, por el contrario, se tratará de reconducir hacia la política el tratamiento de un conflicto que la justicia habrá puntuado, pero no puede resolver. La idea misma de “respuesta” nos sitúa en el marco mental del independentismo, enfrentado a una España que no sería un Estado de Derecho. No. Lo primero que habrá que hacer ante la sentencia será acatarla con respeto… y estudiarla con el mayor detenimiento.

Por supuesto, en democracia cabe discrepar con las resoluciones de los tribunales. De hecho, lo más probable es que esta sentencia no guste a nadie. Ni a la derecha española, que querría de un escarmiento ejemplar; ni, por supuesto, al independentismo, para el que la única sentencia justa sería la absolución de unos demócratas encarcelados por sus ideas. Pero los líderes independentistas no fueron encausados por sus convicciones, sino por sus actos. Otra cosa es la consideración acerca de la prolongada prisión provisional, que muchos hemos estimado abusiva, o la calificación penal de tales actos – que, para muchos juristas también, estaban lejos de ajustarse a los delitos invocados por el ministerio fiscal.

El independentismo tendrá todo el derecho a protestar. Pero la izquierda no debería asociarse a manifestaciones que descalifiquen un juicio que, más allá de tal o cual reproche sobre el que eventualmente se pronunciará Estrasburgo, se ha desarrollado a la luz del día y con plenas garantías procesales. De manera muy concreta, debe oponerse a que los sindicatos de clase se vean empujados a “paros de país” u otras acciones que dividan al mundo del trabajo y a toda la sociedad civil. Si queremos contribuir a resolver el conflicto, no es permisible alimentar ninguna confusión al respecto. Lejos de encender las pasiones, la izquierda debería esforzarse por serenar los ánimos. Es muy posible que la propia sentencia, que sentará jurisprudencia en diversos ámbitos, brinde valiosas pistas a quienes busquen una salida. En primer lugar, porque calificará conductas dentro de los parámetros de un Código Penal cuyos redactores, a la hora de tratar un delito como el de rebelión, tenían en mente la experiencia de los alzamientos armados que han puntuado nuestra historia. Sin embargo, los hechos de septiembre-octubre de 2017 fueron, desde este punto de vista, inéditos. Una reforma del Código Penal que los contemplara de forma más ajustada podría beneficiar a los encausados. Por otro lado, la sentencia determinará responsabilidades individualizadas. Y la gestión de las penas que pudieran derivarse de ellas conferirá cierto margen de actuación a las instituciones penitenciarias.

No anticipemos acontecimientos. Hablar de indultos es prematuro. Sólo tiene sentido evocar esa eventualidad para aclarar que se trata de un instrumento previsto por el actual ordenamiento jurídico. En atención al bien supremo de la convivencia, un gobierno podría recurrir a él en el marco de sus esfuerzos por restablecer el diálogo. Distinta es la idea de una amnistía – a la que posiblemente se aferre el independentismo en un intento por establecer un vínculo emocional entre la actual situación y la lucha contra el franquismo. La amnistía sugiere la ausencia de delito y la arbitrariedad del Estado. La izquierda tampoco debería caer en esa trampa. En primer lugar, porque enconaría el conflicto. Pero también porque no sería justo considerar que la vulneración de los derechos de la ciudadanía que se produjo el 6 y 7 de septiembre, ni los riesgos de confrontación civil que comportó la aventura unilateral, merecen reproche penal alguno. No es posible restablecer la convivencia al margen de la idea de que la ley rige para todos.

La izquierda alternativa tiene hoy una gran responsabilidad, desproporcionada incluso con sus fuerzas numéricas, para hacer que el difícil otoño catalán que se avecina vislumbre un camino de salida o, por el contrario, envenene toda la política española. Es hora de dejar atrás las medias tintas. Con investidura o elecciones, en un gobierno de izquierdas como fuera de él, no es posible estar en misa y repicando.

Lluís Rabell

(1/09/2019)

Ilustración : Romance de La bella en misa.

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