Las elecciones municipales son el terreno natural donde se dirime el futuro de la ciudad. Representan la ocasión de hacer balance del gobierno saliente, de confrontar modelos y proyectos. En Barcelona, sin embargo, los próximos comicios locales son muy especiales; sus resultados tendrán unas repercusiones políticas de gran alcance, tanto en Catalunya como en toda España. Eso hace que los debates programáticos a que asistimos durante la campaña – acerca de temas tan cruciales como la vivienda, seguridad, proyectos urbanísticos, turismo, economía urbana, movilidad o medio ambiente – tengan un punto de engañoso en los términos formales en que se producen. En realidad, la semblanza que tendrá Barcelona en los próximos años – su cohesión y progreso o, por el contrario, el incremento de las desigualdades y su decadencia – dependerá de cómo se sitúe en relación a la crisis territorial y a sus distintos actores. Dicho crudamente: las políticas urbanas que haga el futuro gobierno municipal no dependerán tanto de lo que se haya anunciado en campaña como del hecho de que ese gobierno sea cautivo o no del “procés”.
El independentismo es consciente de la importancia estratégica de Barcelona. ¿Quién puede pretender dirigir una República, si es incapaz de hacerse con el control de su capital? Un ayuntamiento en manos de Ada Colau, a pesar de su actitud comprensiva con el 1-O y por mucho que un lazo amarillo cuelgue de la fachada de Sant Jaume, plantea objetivamente un interrogante acerca del liderazgo independentista sobre el país. En la pugna inacabable que libran ERC y las sucesivas mutaciones de Convergència por la hegemonía del campo soberanista, además, el desenlace de la contienda en Barcelona debería prefigurar el de unas no muy lejanas elecciones autonómicas.
En el fondo de su alma, el nacionalismo catalán odia Barcelona. Por su desarrollo histórico, económico y cultural, Barcelona es una urbe mestiza y cosmopolita, marcada por la impronta del movimiento obrero y las luchas democráticas: tiene la magnitud y los rasgos de una capital española y de una gran ciudad mediterránea, europea y global. El proyecto independentista resulta, en ese sentido, asfixiante para una metrópoli de tal naturaleza, necesitada de amplios horizontes de cooperación. Añadamos a ello que todas las problemáticas sociales y ecológicas que debe abordar Barcelona en el próximo período sólo pueden serlo a escala metropolitana. La resiliencia al “procés” de su población, de marcados rasgos socio-lingüísticos y tradicionalmente escorada hacia la izquierda, permite augurar una difícil articulación bajo una eventual tutela independentista.
Las proclamas progresistas de ERC, formación con posibilidades de arrebatar la alcaldía, no deben llamar a engaño. Su candidato, Ernest Maragall, siempre se ha caracterizado – ya cuando estuvo al frente del departamento de enseñanza en tiempos del tripartito de izquierdas – por su talante neoliberal. Y, desde luego, el papel de ERC en el actual gobierno de Torra certifica esa deriva. Valga como ejemplo la escandalosa gestión de una Renta Garantizada de Ciudadanía, rehusada al 90% de sus solicitantes, personas en graves situaciones de pobreza. La obsesión de las formaciones independentistas es el poder: a ello subordinan todo el resto. Transformada en instrumento de su pugna interna y en ariete de su enfrentamiento con España, Barcelona se vería condenada al declive y se agrandaría la fractura social entre sus barrios.
Sin embargo, ese riesgo no tiene sólo que ver con una hipotética victoria de ERC el próximo 26-M, sino con las debilidades y errores de la izquierda. En el actual escenario de fragmentación, el partido que gane las elecciones lo hará por la mínima. Y, tras la experiencia de este último mandato, nadie se imagina reeditar la fórmula de un gobierno municipal minoritario, con una limitada capacidad de actuación. Muy probablemente, habrá pactos. Pero, en la situación en que se ha colocado Barcelona en Comú, incluso en caso de que se impusiera la candidatura de Ada Colau, una alianza con ERC podría suponer el dominio de facto de los independentistas sobre el gobierno municipal. Más allá de lo que indicase el número de concejales de cada formación, la correlación de fuerzas entre esos hipotéticos socios sería muy desigual. Y en política las correlaciones de fuerzas acaban pesando más que las declaraciones o las intenciones iniciales de cada cual. No es aventurado pensar que ERC saldrá del 26-M como un partido en ascenso, consolidado como gran fuerza municipal, con un proyecto nacional y dispuesto a asaltar la Generalitat. Catalunya en Comú, por el contrario, está muy lejos de haberse consolidado a nivel territorial, habrá competido en no pocas localidades con Podemos… y su independencia política respecto al “procés” sigue siendo, cuando menos, discutible.
Ada Colau ha dicho en repetidas ocasiones que desearía alcanzar un pacto de izquierdas con ERC y el PSC. Pero… ¡ya hubo un acuerdo de gobierno con los socialistas! Y acabaron expulsados del gobierno por una razón ajena a dicho pacto: la posición del PSOE respecto a la aplicación del artículo 155. ¿Se supone que los socialistas han purgado una pena suficiente y, rehabilitados, les consideramos frecuentables y suseptibles de volver al gobierno? Lo cierto es que aquella ruptura constituyó un grave error estratégico. Un error que ha dividido y debilitado al conjunto de la izquierda frente al independentismo. No es lo mismo que la socialdemocracia y la izquierda alternativa acudan a unos comicios en una “competición virtuosa”, recabando apoyo para sus respectivas prioridades y matices desde el balance compartido de una alianza provechosa para la ciudad… a que se enfrenten a cara de perro, con las heridas abiertas, exacerbando críticas y diferencias por la propia lógica de la disputa electoral. Las relaciones y eventuales pactos con ERC hubieran sido distintos si se hubiese mantenido un bloque unido de la izquierda social, con peso suficiente para marcar el rumbo de la ciudad. Ante la división, la fuerza gravitatoria de ERC sobre el espacio de los “comunes” puede ser determinante. Tanto más cuanto que se han hecho demasiados guiños y arrumacos al independentismo.
No es posible volver atrás. Pero sí lo es no reincidir en las mismas torpezas. Tras el 26-M – y antes de que se precipite una convocatoria autonómica -, se impondrá un serio balance de cuanto ha sucedido en el espacio de las confluencias. Será necesaria una reorganización general del espacio y, para ello, definir un proyecto político nacional que deje atrás las ambigüedades de esta etapa. La base social de la izquierda alternativa es abrumadoramente federalista. Constituye una incongruencia que su mayoría dirigente y su programa no lo sean. Por cuanto respecta a la “batalla de Barcelona”, poco margen queda. Que la gente más consciente de lo que hay en juego aproveche el tiempo restante. Cada cual desde la izquierda que sea la suya y desde el ámbito que le corresponda. Las recientes elecciones generales han abierto una ventana de oportunidad, brindando la posibilidad de un gobierno progresista y abierto al diálogo en Madrid. Barcelona no puede ser una ciudad cautiva, a la merced de nuevas aventuras del independentismo.
Lluís Rabell
18/05/2019