La bandera de la esperanza

       La izquierda puede recomponer una mayoría progresista en torno al PSOE tras las elecciones del próximo 23 de julio y conservar el gobierno de España. A pesar de los resultados del pasado 28-M, favorables a la derecha y a la extrema derecha, nada está decidido. La condición de un desenlace progresista reside en que la izquierda sepa encarnar la esperanza en un futuro mejor a ojos de una sociedad turbada por las incertidumbres que se acumulan en el horizonte. El balance del gobierno de Pedro Sánchez resulta envidiable para cualquier ejecutivo de los países de nuestro entorno: en materia económica y de empleo, en avances sociales, por cuanto se refiere a la recuperación de un clima de convivencia tras los años convulsos del “procés”… Por no hablar del peso adquirido por España en las instituciones europeas. Y constituye un balance tanto más meritorio cuanto que esos logros se han obtenido en medio de circunstancias dramáticas, en el contexto de una pandemia y de la guerra en Ucrania. Sin embargo, no es el buen desempeño del gobierno de coalición – más allá de la solvencia que certifica – lo que acabará decantando el veredicto de las urnas. Lo decidirá el choque entre el miedo o la esperanza.

            En términos políticos, la disyuntiva se sitúa entre socialdemocracia o nacional-populismo. La propuesta de Pedro Sánchez es proseguir con unas políticas distributivas que reduzcan las desigualdades y garanticen la cohesión social, incorporar la economía española a los parámetros de la transición ecológica, reconducir las tensiones territoriales por la vía del diálogo, apostar por la federalización de Europa… Frente a eso, ¿Qué propone el PP? ¿“Derogar el sanchismo”, “España o Sánchez”? En un reciente editorial, El País se pregunta hasta dónde alcanzarían esa “derogación”, si Núñez Feijoo se hiciese con la presidencia del gobierno. ¿Revertiría el salario mínimo, el incremento de las pensiones, recuperaría los términos de la reforma laboral de Rajoy? Por otra parte, se inquieta el rotativo, el dilema planteado por la derecha nos retrotrae a una confrontación entre “las dos Españas”. O peor: convierte a las fuerzas políticas que componen la actual mayoría parlamentaria – y que reflejan la pluralidad política y la diversidad de arraigos que caracteriza a nuestro país – en una suerte de “anti-España”.

            Pero no, no se trata de un exceso verbal, de una exageración en la diatriba conservadora contra el liderazgo socialista. Estamos ante una estrategia perfectamente definida, una apuesta política que sella una entente del PP con la extrema derecha – aunque, por consideraciones tácticas, Génova prefiera ponerle sordina hasta la fecha de las elecciones. Los votos de Vox son necesarios para gobernar los ayuntamientos y autonomías que acaban de perder las izquierdas. Y todo indica que lo serían para llegar a la Moncloa en caso de victoria del PP el 23-J. Más allá de la aritmética, siguiendo la estela del Partido Republicano americano, las derechas clásicas viven en toda Europa un proceso de radicalización que diluye la frontera que las separaba de la extrema derecha posfascista. Los proyectos confluyen en el populismo nacionalista como manera de hacerse con el poder y transformar en profundidad las democracias liberales, vaciándolas de toda cultura de tolerancia y negociación del conflicto, e imprimiendo a los Estados un sesgo autoritario. Esa evolución es perceptible en el partido tory británico, entre los gaullistas, en la derecha griega, incluso entre las fuerzas conservadoras de las otrora modélicas democracias nórdicas. Viktor Orbán, que acaba de recibir en audiencia a su amigo Santiago Abascal, representa ese modelo de gobierno que preserva el caparazón electivo de las democracias, pero que ha liquidado todos los contrapoderes e instaurado el dominio de una pretendida encarnación personal de la voluntad de todo el pueblo. No hace falta mirar hacia Moscú o Estambul. En Italia, el gobierno de Giorgia Meloni, día tras día, va implementando su agenda regresiva: recortando prestaciones sociales, socavando derechos civiles, practicando una política migratoria carente de cualquier atisbo de humanidad…

            La hegemonía neoliberal de las últimas décadas ha minado los cimientos de la democracia liberal en las naciones postindustriales, abocándolas a la precarización de la clase trabajadora y a la fragilización de las clases medias, poderoso factor de estabilidad cuando aún funcionaba el ascensor social. Sucesivas crisis económicas, la vertiginosa evolución del capitalismo y las nuevas tensiones geoestratégicas han instalado la desazón, la frustración y una angustiosa ausencia de perspectivas en nuestras sociedades. El miedo y el resentimiento son poderosas palancas de movilización de masas. Desde la llegada a la presidencia de Trump, la derecha lo ha entendido mejor que nadie. Se trata de explotar las angustias de una sociedad atomizada, donde se ha ido debilitando todo tipo de intermediaciones y donde la verdad ha terminado por parecer irrelevante, ofreciéndole respuestas sencillas, señalando chivos expiatorios y proponiendo liderazgos fuertes, unipersonales e incontestables. El populismo evoca el dominio de unas élites lejanas, pero señala a los inmigrantes como los ejecutores de sus planes. En un mundo globalizado, invoca la “soberanía nacional” – frente a Bruselas o frente a la diversidad de lenguas y culturas de España – como el ilusorio retorno a una Arcadia perdida. En una palabra: trata de evacuar cualquier debate racional para dar rienda suelta a las emociones. Y, al cabo, al odio. Ahí reside la fuerza del enfoque del PP. Lejos de ser un problema, la inconcreción de su programa constituye su mejor baza. Necesita proponer “significantes vacíos”, capaces de aspirar viejos prejuicios y nuevos temores, haciendo de ellos un ariete contra la izquierda. No sería de extrañar que a lo largo de las próximas semanas el fantasma de ETA reapareciese de la mano de FeijooAyuso o Abascal, envenenando los debates electorales.

            Sustituir la política por la nitroglicerina emocional puede tener consecuencias devastadoras. Desde luego, no le bastará a la izquierda con blandir su digna obra de gobierno. Ni tampoco con reeditar aquello de “si tu no vas, ellos vuelven”. Porque una victoria de la derecha de la mano de Vox no sería una simple reedición del pasado, sino que supondría adentrarnos en un futuro mucho más inquietante. Un futuro de regresión social, de libertades amenazadas, de dislocación territorial bajo la fuerza aspiradora de una capital aquejada de macrocefalia. Acaso de reanudación del conflicto catalán. El éxito de alguna candidatura municipal de la extrema derecha independentista sugiere que, de las cenizas del “procés”, pueden surgir manifestaciones extremas, abiertamente racistas y beligerantes. Por encima de todo, la izquierda necesita transmitir esperanza, encarnar la posibilidad de un progreso general del país, de una mejora sustancial de las condiciones de vida de sus gentes; la perspectiva de una relación fraternal entre los pueblos de España; la posibilidad de avanzar hacia una Europa federal y solidaria. Esperanza frente a ese miedo difuso que nos aísla y nos torna manipulables. Cooperación frente al separatismo de los ricos y al intento de resucitar viejos demonios que nos enfrentan unos con otros. Nunca el destino de la izquierda dependió tanto de su esfuerzo por generar un sentimiento positivo en la sociedad, capaz de proyectarla hacia adelante.

            Lluís Rabell

            4/06/2023      

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