
Apenas iniciada – oficialmente – la campaña electoral en Barcelona, las baterías propagandísticas de las candidaturas en liza se han puesto a disparar contra Jaume Collboni. Empezando por las de Ada Colau, hasta ahora encantada con aparecer como la Yoko Ono de la contienda. “ ¡Collboni está dispuesto a pactar con Trias!”, lanza la alcaldesa, antes de anunciar la terrible disyuntiva a la que se enfrenta la ciudad: “La mafia o yo”. Ni más, ni menos. No deja de ser gracioso que el mismo temor sea expresado por Ernest Maragall, después de que ERC haya acompañado durante más de una década a la derecha nacionalista en la aventura más perjudicial para Catalunya – y para su capital – desde la recuperación del autogobierno.
¿Nerviosismo por las encuestas? Sin duda. Pero hay una razón más profunda, que tiene que ver con la naturaleza de los distintos proyectos políticos que compiten por la alcaldía. Pues, en efecto, cada uno de ellos implica una determinada manera de comunicar con la ciudadanía. En una campaña, todos los contendientes apelan a la emoción de la gente. Sin embargo, algunos lo hacen para que los sentimientos – en este caso, el miedo difuso a una amenaza inconcreta – nublen la razón y se evacúe el debate crítico, argumentado, de los modelos confrontados. Otros, como la denostada candidatura socialista, por el contrario, tratan de recomponer el orgullo de la ciudad poniendo por delante un programa y una manera de hacer que respondan a los desafíos de nuestro tiempo.
Sin menoscabo de ninguna opción política, cada vez parece más claro que el liderazgo de Barcelona se dirimirá entre dos formas de entender la izquierda: una renovada socialdemocracia, sobre la que hoy se abaten los misiles dialécticos… y una izquierda que, en medio de una tremenda crisis social, irrumpió bajo la bandera de una “nueva política”, pero que ha envejecido antes de lo previsto y que, tratando de perpetuarse, acentúa unos rasgos populistas, divisivos y simplificadores de la realidad, poco aptos para transformarla en un sentido progresista. Collboni o Colau. Diagnósticos y grandes objetivos pueden ser compartidos. Pero no así la manera de acercarse a ellos. Y eso adquiere una importancia de primer orden, dada la complejidad de los desafíos planteados.
La narrativa de los comunes tiende siempre a abordar las cosas en términos binarios, de confrontación épica, allí donde convendría tejer consensos vecinales y alianzas entre distintos actores sociales. De tal modo que la peatonalización de una calle, la pacificación de un entorno escolar o determinadas restricciones del tráfico rodado – cosas que han hecho los gobiernos progresistas de esta ciudad a lo largo de décadas – pueden convertirse en una epopeya contra el lobby del automóvil, de la restauración o de determinados ejes comerciales. Y, lo que es peor, es fácil que quien tenga objeciones sobre la manera o los ritmos con que convendría llevar a cabo esos cambios se vea asociado de inmediato a los más oscuros intereses. ¡Y cuidado! Porque grupos de presión, especuladores y cantamañanas, como las meigas, “de haberlos, haylos” en una gran urbe como la nuestra. Un gobierno municipal que vele por el progreso de la ciudad debe saber contenerlos y encararse a sus marrullerías. No han faltado querellas, algunas ya archivadas, otras sobrevolando todavía la cabeza de ediles del PSC – estas cosas no sólo le han pasado a la alcaldesa -, por contrariar negocios nocivos o por poner a contribución alguna gran corporación, como Amazon, cuya actividad compite con el comercio de proximidad y tensiona la movilidad urbana.
El bien de la mayoría social se logra articulando a esa mayoría, concitando el pacto y la construcción de soluciones compartidas entre sus componentes, no enfrentándolos. Aquellos vecinos que piden que una determinada pacificación se haga teniendo en cuenta que necesitan un lugar de aparcamiento para el coche con el que van a trabajar a un polígono industrial del Vallès, no son negacionistas del cambio climático, ni enemigos de los niños: sus hijos respiran el mismo aire que los de aquellos padres cuyos empleos les permiten teletrabajar o desplazarse en bicicleta.
Pero, como las campañas electorales incitan a simplificar los mensajes, quienes tienen cierta predisposición a sustituir la política por el eslogan y el razonamiento por la lágrima fácil, acaban desmadrándose. En eso estamos. El problema es que ese “relato” desborda sobre la realidad y obstaculiza el progreso. Hablemos, una vez más, de la ampliación del aeropuerto. Una oportunidad, pero también un enorme desafío de gobernanza en muchos órdenes. Porque la cuestión no es incrementar el número de viajeros, sino el establecimiento de conexiones directas con determinadas ciudades, universidades y centros especialmente pujantes; conexiones que deben contribuir a la reindustrialización de Barcelona y su región metropolitana. Y eso significa imaginar todo un desarrollo en ese sentido, con sus múltiples implicaciones. Empezando, sin ir más lejos, por cuanto se refiere a la propia movilidad. En esa región metropolitana, entre la capital, su entorno y sus centros productivos y de conocimiento. Pero también a nivel de Catalunya: la ampliación obliga a pensar en un reparto de funciones entre los distintos aeropuertos y a dar un nuevo impulso al transporte ferroviario – entre otras cosas para sustituir vuelos de corta distancia, carentes de sentido, cuya supresión permitiría reducir impactos medioambientales. Al mismo tiempo, hay que ser consciente de que toda gran transformación conlleva derivadas en el ámbito social y en los entornos naturales. Los sindicatos deberán velar para que los puestos de trabajo que resulten de las nuevas inversiones correspondan a empleos dignos y bien retribuidos. Y, por supuesto, habrá que encontrar las soluciones técnicas que reduzcan y compensen las afectaciones sobre el delta.
Hay que guardarse de dogmatismos. La transición ecológica no se regirá por las leyes de la geometría euclidiana, que nos dicen que la distancia más corta entre dos puntos es aquella que señala una línea recta. Si bloqueásemos los resortes estratégicos de una transformación del modelo productivo, propiciaríamos un estancamiento y un declive de la ciudad que tornaría su economía cada vez más dependiente de los sectores terciarios y vulnerable ante los vaivenes de los mercados, acrecentando las desigualdades sociales y propiciando reacciones negacionistas de clases populares – ¡entonces sí! – frente a cualquier medida ecológica. Un liderazgo solvente requiere visión a largo plazo. Y capacidad para incidir resueltamente en cuestiones que involucran, como en este caso, a distintas administraciones – desde el ámbito local y autonómico a la UE, pasando por el gobierno de España -, así como a numerosos actores económicos y sociales. Es mucho lo que está en juego. Una izquierda encastillada en el “no” es una izquierda acobardada, que trata de preservar su virtud huyendo de la tentación. A sus ojos, quienes aspiran a liderar grandes transformaciones sólo pueden ser abducidos por los poderosos… si es que no trabajan ya para ellos. Pero ése es un enfoque impotente, que termina por reducir el reto civilizatorio de la transición ecológica a la ensoñación de una ciudad naturalizada. Desconfiemos del “ecosocialismo en una sola superilla”, imposible de replicar en las vías colindantes -. Una izquierda seria debe mirar la realidad cara a cara, evaluar a conciencia dificultades y fortalezas, y ponerse manos a la obra. El pin-pan-pum y las descalificaciones de estos días son el recurso de quienes, en el fondo, se sientes superados por la magnitud de la tarea.
Lluís Rabell
15/05/2023
(Ilustración: fotograma de “El Periódico de Catalunya”)
Home, quatre anys compartint govern i ara dir el malament que ha anat tot…
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