
El impacto de las elecciones italianas, que han propulsado a una formación de extrema derecha al poder en la tercera economía de Europa, apenas empieza a sentirse. Pero su onda expansiva será de largo alcance. La victoria de Giorgia Meloni arroja una luz cruda sobre los cambios que han ido gestándose a lo largo de las últimas décadas en el seno de las viejas naciones industriales. Lo de Italia ha sonado como un aldabonazo, es cierto. Pero, en realidad, no ha hecho sino certificar una tendencia de fondo. Una tendencia patente a través del ascenso de la extrema derecha en Suecia o de la candidatura de Marine Le Pen. La normalización de los partidos constituidos – en algunos casos, hace años – por nostálgicos del fascismo se ha consumado. La presión electoral ha hecho saltar por los aires los “cordones sanitarios”. Las fronteras han ido desdibujándose entre las derechas de tradición liberal, cada vez más radicalizadas y proclives al populismo, y los partidos de extrema derecha propiamente dichos. Trump no sólo encarna un discurso amenazador para la democracia representativa, sino que alentó un golpe contra el Capitolio. El brexit ha vuelto irreconocible al viejo y prudente conservadurismo inglés. Las alianzas de gobierno con la extrema derecha ya habían dejado de ser tabú. Ahora, se hará la experiencia de un ejecutivo liderado por una posfascista.
Los mercados han encajado la noticia sin pestañear. Ni temblores en las bolsas, ni sacudidas en la prima de riesgo transalpina. El programa económico de la extrema derecha no contiene nada que inquiete en demasía a las clases poseedoras. En general, se ajusta a la ortodoxia neoliberal, cuando no la sobreactúa. Las diatribas contra la “tecnocracia” no turban el sueño del poder económico. Ni tampoco el discurso “social” de algunos partidos de extrema derecha, que se erigen como defensores del Estado del Bienestar… reservando, eso sí, sus prestaciones a los “nacionales”. Al contrario. Italia puede convertirse en el teatro de un incierto experimento político, auspiciado por una parte de las élites europeas. Para la prensa mainstream, Giorgia Meloni es ya la lideresa homologada del “centro-derecha”. “Todo está bajo control”, nos aseguran. La necesidad de recibir los fondos europeos disuadirá al nuevo ejecutivo de armar cualquier bronca con Bruselas. Las pulsiones rusófilas de los socios gubernamentales serán embridadas y no se pondrá en cuestión el atlantismo. Por otra parte, la República italiana dispone de contrapesos, empezando por los poderes de veto presidenciales, capaces de evitar cualquier exceso inoportuno. Y, finalmente, Silvio Berlusconi, cuyos votos serán decisivos para el sostén del gobierno, se encargará de que éste no se salga de la senda europea. Incluso Mario Draghi, a quien tan leal fue la izquierda moderada, podría actuar ahora como valedor de Meloni ante cancillerías e instancias internacionales, cuyos entresijos conoce al dedillo. Veremos.
Mal haría la izquierda europea dejándose mecer por ese arrullo tranquilizador. Peor aún actuaría si no hiciese un serio balance de lo ocurrido. Porque la victoria de la extrema derecha pone sobre todo de relieve un rotundo fracaso de la izquierda. Las cifras hablan por sí solas. “Hermanos de Italia” ha obtenido el 26% de los sufragios, frente al 19% alcanzado por el Partido Democrático. Dejemos de lado las discusiones tácticas sobre la equivocación de no haber pactado con el Movimiento Cinco Estrellas en un contexto electoral pensado para favorecer la sobrerrepresentación de las coaliciones. El problema de fondo se sitúa en la pérdida de apoyo entre las clases populares. Es decir, entre los sectores sociales que históricamente dieron su voto a la izquierda, y que se han visto severamente castigados por las crisis sucesivas, los cambios inducidos por la globalización y los desequilibrios de la propia construcción europea. (El estancamiento de la economía italiana aparece ligado a las constricciones del euro, que han favorecido durante años a la industria alemana en detrimento de los países del sur). Aquí también los datos resultan inapelables: el PD apenas ha reunido un 9% de voto obrero, frente a un 29% entre los jubilados y un 34% entre los cuadros profesionales. En otras palabras, la izquierda se ha convertido en un partido de brahmanes, de clases urbanas ilustradas y relativamente acomodadas, abandonando los parias a su suerte: al desánimo y la abstención – una parte de la sociedad ha desconectado de la democracia representativa – o a la demagogia populista. La extrema derecha ha penetrado claramente en el electorado obrero. Incluso los “grillini”, reivindicando una renta básica, han logrado mejores resultados que el PD entre los más desfavorecidos. Cuando la extrema derecha denuncia la política palaciega y la tecnocracia en el poder, los pobres identifican en gran medida a una izquierda que hace años dejó de hablarles y que ha participado en infinitas combinaciones gubernamentales… mientras las condiciones de vida de la clase trabajadora se degradaban. Los barrios no entienden de esa finezza que tanto ha fascinado a nuestra intelligentsia progresista.
La izquierda italiana deberá ajustar el diagnóstico y pergeñar una salida a esta crisis histórica. Pero el resto de la izquierda europea debe poner también sus barbas a remojar. En tiempos de los Borgia, durante las campañas militares que los enfrentaron, franceses e italianos se acusaban mutuamente de propagar enfermedades “vergonzosas”. Pero, más allá de las especificidades nacionales, no existe ningún “mal italiano”. En todas partes la izquierda y la democracia política están confrontadas al mismo dilema. La burguesía mira con interés el experimento italiano. Puede que allí hayan dado con una fórmula eficaz para sellar un retroceso profundo de la izquierda, que la aleje por muchos años del gobierno. Se avecinan tiempos difíciles, con una guerra de final incierto en Ucrania, enormes tensiones geoestratégicas, tal vez un ciclo recesivo de la economía mundial, cargado de todas las amenazas. Sin embargo, las mismas condiciones que han hecho posible el ascenso de Meloni dan fe de una profunda inestabilidad social y de unas contradicciones explosivas. Difícilmente las contendrán unas instituciones desacreditadas. Y, aún menos, las maniobras de algunos magnates y banqueros dispuestos a jugar con fuego.
Para la izquierda, no se trata de especular, sino de mirar la realidad de frente y de prepararse para los tiempos que vienen. No sirve de nada consolarse cantando el “Bella Ciao”, como si entrásemos en una épica resistencia al retorno del fascismo. No estamos en eso. Tampoco valen las explicaciones sobre el poder omnímodo de los medios de comunicación adversos. Esos entramados mediáticos juegan un papel importante en la conformación de la opinión pública, sin duda. Pero, cuando se hace de esa verdad un absoluto, deja de ser cierta y se convierte en una coartada para ocultar la responsabilidad de la izquierda en su derrota. La derecha y la extrema derecha nos han arrastrado a un terreno donde sólo ellas pueden vencer. El populismo les funciona mejor que a la izquierda, cuya aspiración histórica requiere organizar, educar y politizar a la clase trabajadora. El individualismo y el imperio de los sentimientos, que sus enemigos manipulan con habilidad, son para la izquierda arenas movedizas. Enmarañada en un caleidoscopio de identidades, corre el riesgo de perder la suya, necesariamente unida a la emancipación social de los oprimidos. Para que sean reconocibles, habrá que recoser nuestras banderas con el hilo rojo de la lucha de clases.
Lluís Rabell
27/09/2022